4 diciembre 2021 | Visita apostólica

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A CHIPRE Y GRECIA (2-6 DE DICIEMBRE DE 2021) ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES, LA SOCIEDAD CIVIL Y EL CUERPO DIPLOMÁTICO DISCURSO DEL SANTO PADRE

Palacio Presidencial de Atenas

Señora Presidenta de la República,
miembros del gobierno y del Cuerpo diplomático,
distinguidas Autoridades religiosas y civiles,
insignes Representantes de la sociedad y del mundo de la cultura,
señoras y señores:
Los saludo cordialmente y agradezco a la señora Presidenta las palabras de
bienvenida que me ha dirigido en nombre de ustedes y de todos los ciudadanos
griegos. Es un honor estar en esta gloriosa ciudad. Hago mías las palabras de
san Gregorio Nacianceno: «Atenas áurea y dispensadora de bien… cuando
buscaba la elocuencia, encontré la felicidad» (Oratio 43,14). Vengo como
peregrino a estos lugares que sobreabundan de espiritualidad, cultura y
civilización, para percibir la misma felicidad que entusiasmó al gran Padre de la
Iglesia. Era la alegría de cultivar la sabiduría y de compartir su belleza. Una
felicidad, por tanto, que no es individual ni está aislada, sino que, naciendo del
asombro, tiende al infinito y se abre a la comunidad; una sabia felicidad, que
desde estos lugares se ha difundido en todas partes. Sin Atenas y sin Grecia,
Europa y el mundo no serían lo que son: serían menos sabios y menos felices.
Desde aquí, los horizontes de la humanidad se han dilatado. Yo también me
siento invitado a elevar la mirada y a detenerla en la parte más alta de la
ciudad: la Acrópolis. Visible desde lejos para los viajeros que han llegado hasta
allí a través de los milenios, ofrecía una imprescindible referencia a la divinidad.
Es la llamada a ampliar los horizontes hacia lo alto, desde el Monte Olimpo a la
Acrópolis y al Monte Athos. Grecia invita al hombre de todos los tiempos a
orientar el viaje de la vida hacia lo alto: hacia Dios, porque necesitamos de la
trascendencia para ser verdaderamente humanos. Y mientras hoy en el
Occidente, que ha nacido aquí, se tiende a ofuscar la necesidad del Cielo,
atrapados por el frenesí de miles de carreras terrenas y por la avidez insaciable
de un consumismo que despersonaliza, estos lugares nos invitan a dejarnos
sorprender por el infinito, por la belleza del ser, por la alegría de la fe. Por aquí
han pasado los caminos del Evangelio que han unido el Oriente y el Occidente,
los Santos Lugares y Europa, Jerusalén y Roma; esos Evangelios que, para llevar
al mundo la buena noticia de Dios amante del hombre, se escribieron en griego,
lengua inmortal usada por la Palabra —el Logos— para expresarse, lenguaje de
la sabiduría humana convertido en voz de la Sabiduría divina.
Pero en esta ciudad la mirada, además de dirigirse hacia lo alto, se impulsa
también hacia el otro. Nos lo recuerda el mar, al que Atenas se asoma y que
orienta la vocación de esta tierra, situada en el corazón del Mediterráneo para
ser puente entre las personas. Aquí grandes historiadores se apasionaron
narrando las historias de los pueblos cercanos y lejanos. Aquí, según la conocida
afirmación de Sócrates, tuvo comienzo el sentirse ciudadanos no sólo de la
propia patria, sino del mundo entero. Ciudadanos, aquí el hombre tomó
conciencia de ser “un animal político” (cf. Aristóteles, Política, I, 2) y, como parte
de una comunidad, vio en los otros no sólo sujetos, sino ciudadanos con los que
organizar juntos la polis. Aquí nació la democracia. La cuna, milenios después,
se convirtió en una casa, una gran casa de pueblos democráticos: me refiero a la
Unión Europea y al sueño de paz y fraternidad que representa para tantos
pueblos.
Sin embargo, no se puede dejar de constatar con preocupación cómo hoy, no
sólo en el continente europeo, se registra un retroceso de la democracia. Ésta
requiere la participación y la implicación de todos y por tanto exige esfuerzo y
paciencia; la democracia es compleja, mientras el autoritarismo es expeditivo y
las promesas fáciles propuestas por los populismos se muestran atrayentes. En
diversas sociedades, preocupadas por la seguridad y anestesiadas por el
consumismo, el cansancio y el malestar conducen a una suerte de “escepticismo
democrático”. Sin embargo, la participación de todos es una exigencia
fundamental, no sólo para alcanzar objetivos comunes, sino porque responde a
lo que somos: seres sociales, irrepetibles y al mismo tiempo interdependientes.
Pero también existe un escepticismo, en relación a la democracia, provocado por
la distancia de las instituciones, por el temor a la pérdida de identidad y por la
burocracia. El remedio a esto no está en la búsqueda obsesiva de popularidad,
en la sed de visibilidad, en la proclamación de promesas imposibles o en la
adhesión a abstractas colonizaciones ideológicas, sino que está en la buena
política. Porque la política es algo bueno y así debe ser en la práctica, en cuanto
responsabilidad suprema del ciudadano, en cuanto arte del bien común. Para que
el bien sea realmente participado, hay que dirigir una atención particular, diría
prioritaria, a las franjas más débiles. Esta es la dirección a seguir, que un padre
fundador de Europa indicó como antídoto para las polarizaciones que animan la
democracia, pero que amenazan con exasperarla: «Se habla mucho de quien
está a la izquierda o a la derecha, pero lo decisivo es ir hacia adelante, e ir hacia
adelante significa encaminarse hacia la justicia social» (A. De Gasperi, Discurso
en Milán, 23 abril 1949). En este sentido, es necesario un cambio de ritmo,
mientras cada día se difunden miedos, amplificados por la comunicación virtual,
y se elaboran teorías para oponerse a los demás. Ayudémonos, en cambio, a
pasar del partidismo a la participación; del mero compromiso por sostener la
propia facción a implicarse activamente por la promoción de todos.
Del partidismo a la participación. Es la motivación que nos debe impulsar en
varios frentes: pienso en el clima, en la pandemia, en el mercado común y sobre
todo en las pobrezas extendidas. Son desafíos que piden colaborar de manera
concreta y activa, lo necesita la comunidad internacional, para abrir caminos de
paz a través de un multilateralismo que no sea sofocado por excesivas
pretensiones nacionalistas; lo necesita la política, para poner las exigencias
comunes ante los intereses privados. Puede parecer una utopía, un viaje sin
esperanza en un mar turbulento, una odisea larga e irrealizable. Y, sin embargo,
como enseña el gran relato homérico, el viaje en un mar agitado es a menudo el
único camino. Y alcanza la meta si está animado por el deseo de un hogar, por la
búsqueda de seguir adelante juntos, por el nóstos álgos, por la nostalgia. A este
respecto, quisiera renovar mi aprecio por el difícil recorrido que ha llevado al
“Acuerdo de Prespa”, firmado entre esta República y la de Macedonia del Norte.
Mirando aún al Mediterráneo, mar que nos abre al otro, pienso en sus costas
fértiles y en el árbol que podría erigirse como símbolo: el olivo, del que se
acaban de recoger los frutos y que aúna tierras diversas que se asoman al único
mar. Es triste ver cómo muchos olivos centenarios ardieron en los últimos años,
consumidos por incendios causados con frecuencia por condiciones
meteorológicas adversas, que a su vez fueron provocados por el cambio
climático. Frente al paisaje herido de este maravilloso país, el árbol del olivo
puede simbolizar la voluntad de contrastar la crisis climática y sus
devastaciones. De hecho, después del diluvio, la catástrofe primordial narrada
por la Biblia, una paloma regresó hasta Noé «llevando en el pico una hoja de
olivo que había arrancado» (Gn 8,11). Era el símbolo de la recuperación, de la
fuerza para volver a comenzar cambiando el estilo de vida, renovando las
propias relaciones con el Creador, las creaturas y la creación. En este sentido,
deseo que los compromisos asumidos en la lucha contra el cambio climático se
compartan cada vez más y no sean de fachada, sino que se lleven adelante con
seriedad; que a las palabras sigan los hechos, para que los hijos no paguen una
vez más la hipocresía de los padres. Resuenan en este sentido las palabras que
Homero puso en boca de Aquiles: «Me es tan odioso como las puertas del Hades
quien piensa una cosa y manifiesta otra» (Ilíada, IX,312-313).
En la Escritura, el olivo también representa una invitación a ser solidarios, en
particular con respecto a cuantos no pertenecen al propio pueblo. Dice la Biblia:
«Si recoges el fruto de tus olivos, no regreses a buscar más. Será para el
migrante» (Dt 24,20). Este país, caracterizado por la acogida, ha visto arribar en
algunas de sus islas un número mayor de hermanos y hermanas migrantes que
el de los mismos habitantes, aumentando de ese modo los problemas, que
todavía se ven afectados por las dificultades que trajo consigo la crisis
económica. Pero también las demoras europeas perduran. La Comunidad
europea, desgarrada por egoísmos nacionalistas, más que ser un tren de
solidaridad, algunas veces se muestra bloqueada y sin coordinación. Si en un
tiempo los contrastes ideológicos impedían la construcción de puentes entre el
este y el oeste del continente, hoy la cuestión migratoria también ha abierto
brechas entre el sur y el norte. Quisiera exhortar nuevamente a una visión de
conjunto, comunitaria, ante la cuestión migratoria, y animar a que se dirija la
atención a los más necesitados para que, según las posibilidades de cada país,
sean acogidos, protegidos, promovidos e integrados en el pleno respeto de sus
derechos humanos y de su dignidad. Más que un obstáculo para el presente, eso
representa una garantía para el futuro, de modo que sea signo de una
convivencia pacífica para cuantos se ven forzados a huir en busca de un hogar y
de esperanza, y que son cada vez más numerosos. Son los protagonistas de una
terrible odisea moderna. Me agrada recordar que cuando Ulises desembarcó en
Ítaca no fue reconocido por los señores del lugar, que le habían usurpado su
casa y sus bienes, sino por quien se había hecho cargo de él. Su nodriza se dio
cuenta de que era él cuando vio sus cicatrices. Los sufrimientos nos unen y
reconocer la pertenencia a la misma humanidad frágil nos ayudará a construir un
futuro más integrado y pacífico. ¡Transformemos en audaz oportunidad lo que
sólo parece una desgraciada adversidad!
En cambio, la pandemia es la gran adversidad. Ha hecho que nos redescubramos
frágiles, necesitados de los demás. También en este país es un desafío que
requiere oportunas intervenciones por parte de las autoridades —me refiero a la
necesidad de la campaña de vacunación— y no pocos sacrificios para los
ciudadanos. Pero en medio de tanto esfuerzo se ha abierto camino un notable
sentido de solidaridad, al que la Iglesia católica local es dichosa de poder seguir
contribuyendo, con la convicción de que esto constituya una herencia que no
debe perderse con el lento aplacarse de la tempestad. Algunas palabras del
juramento de Hipócrates parecen escritas para nuestro tiempo, tales como el
esfuerzo por “regular el tenor de vida por el bien de los enfermos”, por
“abstenerse de todo daño y ofensa” a los demás, por salvaguardar la vida en
todo momento, particularmente en el seno materno (cf. Juramento de
Hipócrates, texto antiguo). Siempre ha de privilegiarse el derecho al cuidado y a
los tratamientos para todos, para que los más débiles nunca sean descartados,
en particular los ancianos; que los ancianos no sean las primeras personas
excluidas por la cultura del descarte. Los ancianos son el singo de la sabiduría de
un pueblo. En efecto, la vida es un derecho; no lo es la muerte, que se acoge,
no se suministra.
Queridos amigos, algunos ejemplares de olivo mediterráneo atestiguan una vida
tan larga que precede al nacimiento de Cristo. Milenarios y duraderos, han
resistido el paso del tiempo y nos recuerdan la importancia de custodiar raíces
fuertes, inervadas de memoria. Este país puede definirse como la memoria de
Europa, —ustedes son la memoria de Europa— y estoy contento de visitarlo
después de veinte años de la histórica visita del Papa Juan Pablo II y en el
bicentenario de su independencia. A este respecto, es conocida la frase del
general Colocotronis: “Dios ha puesto su firma sobre la libertad de Grecia”. Dios
pone gustosamente su firma sobre la libertad humana, siempre y en todo lugar,
es su don más grande y lo que, a su vez, más valora de nosotros. Él, en efecto,
nos ha creado libres y lo que más le agrada es que amemos libremente a Él y al
prójimo. Las leyes contribuyen a hacerlo posible, pero también la educación en
la responsabilidad y el crecimiento de una cultura del respeto. A este respecto,
quiero renovar mi agradecimiento por el reconocimiento público de la comunidad
católica y aseguro su voluntad de promover el bien común de la sociedad griega,
orientando en ese sentido la universalidad que la caracteriza, con el deseo de
que en términos prácticos siempre se garanticen las condiciones necesarias para
desempeñar bien su servicio.
Hace doscientos años, el Gobierno provisorio del país se dirigió a los católicos
con palabras conmovedoras: “Cristo ha establecido el mandamiento del amor al
prójimo. ¿Pero quién es más prójimo a ustedes, nuestros conciudadanos, aunque
haya algunas diferencias en los ritos? Nosotros tenemos una única patria,
pertenecemos a un único pueblo; nosotros cristianos somos hermanos,
hermanos en las raíces, en el crecimiento y en los frutos por la Santa Cruz”. Ser
hermanos bajo el signo de la cruz, en este país bendecido por la fe y por sus
tradiciones cristianas, exhorta a todos los creyentes en Cristo a cultivar la
comunión en todos los ámbitos, en el nombre de ese Dios que abraza a todos
con su misericordia. En este sentido, queridos hermanos y hermanas, les
agradezco su compromiso y los exhorto a hacer progresar a este país en la
apertura, la inclusión y la justicia. Desde esta ciudad, desde esta cuna de la
civilización se elevó —y que siga elevándose siempre— un mensaje orientado
hacia lo alto y hacia el otro; que a las seducciones del autoritarismo responda
con la democracia; que a la indiferencia individualista oponga el cuidado del
otro, del pobre y de la creación, pilares esenciales para un humanismo renovado,
que es lo que necesitan nuestros tiempos y nuestra Europa. O Theós na evloghí
tin Elládha! [¡Que Dios bendiga a Grecia!]