27 julio 2022 | Discurso del Santo Padre, Discursos, Reunión, Visita apostólica

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A CANADÁ (24-30 DE JULIO DE 2022) ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES CIVILES, REPRESENTANTES DE LOS PUEBLOS INDÍGENAS Y EL CUERPO DIPLOMÁTICO DISCURSO DEL SANTO PADRE

"Citadelle de Québec"

[…] La Santa Sede y las comunidades católicas locales mantienen una voluntad
concreta respecto a la promoción de las culturas indígenas, con caminos espirituales
específicos y apropiados, que incluyan la atención a sus tradiciones culturales, sus
costumbres, sus lenguas y sus procesos educativos propios, en el espíritu de la
Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. Es
nuestro deseo renovar la relación entre la Iglesia y los pueblos indígenas de
Canadá, una relación marcada tanto por un amor que ha dado grandes frutos como
también, lamentablemente, por heridas que nos estamos esforzando en
comprender y sanar. Estoy muy agradecido por haber conocido y escuchado a
varios representantes de los pueblos indígenas durante los últimos meses en Roma,
y por poder afianzar, aquí en Canadá, las hermosas relaciones que hemos
entablado. Los momentos que vivimos juntos han dejado en mí una huella y el
firme deseo de responder a la indignación y la vergüenza por el sufrimiento que
soportaron los indígenas, recorriendo un camino fraternal y paciente con todos los
canadienses conforme a la verdad y la justicia, esforzándonos por la sanación y la
reconciliación, animados siempre por la esperanza.
Aquella «historia de dolor y de desprecios», originada por una mentalidad
colonizadora, «no se sana fácilmente». Al mismo tiempo, nos advierte que «la
colonización no se detiene, sino que en muchos lugares se transforma, se disfraza y
se disimula» (Exhort. ap. Querida Amazonia, 16). Este es el caso de las
colonizaciones ideológicas. Si en su momento la mentalidad colonialista se
desentendió de la vida concreta de los pueblos, imponiendo modelos culturales
preestablecidos, tampoco faltan hoy colonizaciones ideológicas que contrastan la
realidad de la existencia y que sofocan el apego natural a los valores de los
pueblos, intentando desarraigar sus tradiciones, su historia y sus vínculos
religiosos. Se trata de una mentalidad que, presumiendo de haber superado “las
oscuras páginas de la historia”, da cabida a la así llamada cultura de la cancelación,
que juzga el pasado sólo en función de algunas, de ciertas, categorías actuales. Así
se implanta una moda cultural que estandariza, que vuelve todo igual, que no
tolera las diferencias y se centra sólo en el momento presente, en las necesidades y
los derechos de los individuos, descuidando a menudo los deberes hacia los más
débiles y frágiles; los pobres, los emigrantes, los mayores, los enfermos, los no
nacidos… Son ellos los olvidados por las sociedades del bienestar; son ellos los que,
en la indiferencia general, son descartados como hojas secas para ser quemadas.
Por otro lado, el rico follaje multicolor de los árboles de arce nos recuerda la
importancia de la totalidad, la importancia de promover comunidades humanas que
no uniformen, sino que sean realmente abiertas e inclusivas. Y así como cada hoja
es esencial para enriquecer el follaje, también cada familia, célula fundamental de
la sociedad, debe ser valorada, porque «el futuro de la humanidad se fragua en la
familia» (S. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio, 86). Ella es la primera
realidad social concreta, pero se ve amenazada por muchos factores, como la
violencia doméstica, la intensificación del trabajo, la mentalidad individualista, el
afán desenfrenado de hacer carrera, el desempleo, la soledad de los jóvenes, el
abandono de los mayores y de los enfermos… Los pueblos indígenas tienen mucho
que enseñarnos sobre el cuidado y la protección de la familia, donde ya desde niños
se aprende a reconocer lo que está bien y lo que está mal, a decir la verdad, a
compartir, a corregir los errores, a empezar de nuevo, a darse ánimo, a
reconciliarse. Que el mal sufrido por los pueblos indígenas, y del que hoy nos
avergonzamos, nos sirva de advertencia hoy, para que no se deje de lado el
cuidado y los derechos de la familia en nombre de eventuales necesidades
productivas e intereses individuales.
Volvamos a la hoja de arce. En tiempos de guerra, los soldados la utilizaban como
venda y emplasto para las heridas. Hoy, ante la locura sin sentido de la guerra,
necesitamos de nuevo calmar los extremismos de la contraposición y curar las
heridas del odio. Una testigo de algunas trágicas violencias del pasado dijo
recientemente que «la paz tiene su propio secreto: no odiar nunca a nadie. Si se
quiere vivir no se debe odiar nunca» (Entrevista a E. Bruck, en Avvenire, 8 marzo
2022). No necesitamos dividir el mundo en amigos y enemigos, distanciarnos y
armarnos hasta los dientes: no será la carrera armamentística ni las estrategias de
disuasión las que traigan la paz y la seguridad. No hay que preguntarse cómo
continuar las guerras, sino cómo detenerlas. E impedir que los pueblos vuelvan a
ser rehenes de las garras de espantosas guerras frías que todavía se extienden. Se
necesitan políticas creativas y con visión de futuro, que sepan romper los esquemas
de los bandos para dar respuestas a los retos globales.
Los grandes retos actuales, como la paz, el cambio climático, los efectos de las
pandemias y las migraciones internacionales, están unidos por una constante: son
globales, son retos globales, afectan a todos. Y si todos ellos hablan de la necesidad
del conjunto, la política no puede quedar prisionera de los intereses partidistas. Hay
que saber mirar, como enseña la sabiduría indígena, a las siete generaciones
futuras, no a la conveniencia inmediata, a los plazos electorales o al apoyo de los
lobbies. Y también valorar los deseos de fraternidad, justicia y paz de las jóvenes
generaciones. Sí, para recuperar la memoria y la sabiduría es necesario escuchar a
los mayores, y para tener impulso y futuro es necesario abrazar los sueños de los
jóvenes. Ellos se merecen un futuro mejor que el que les estamos preparando, se
merecen participar en las decisiones sobre la construcción del hoy y del mañana,
especialmente sobre el cuidado de la casa común, para el cual los valores y las
enseñanzas de los pueblos indígenas son valiosos. A este respecto, me gustaría
agradecer el encomiable compromiso local en favor del medio ambiente. Casi se
podría decir que los emblemas extraídos de la naturaleza, como el lirio en la
bandera de esta provincia de Quebec, y la hoja de arce en la del país, confirman la
vocación ecológica de Canadá.
Cuando la comisión correspondiente evaluó los miles de bocetos recibidos para la
realización de la bandera nacional, muchos de ellos presentados por personas
comunes, sorprendió que casi todos ellos contuvieran la representación de la hoja
de arce. La participación en torno a este símbolo compartido me sugiere subrayar
una palabra clave para los canadienses: multiculturalismo. Este está en la base de
la cohesión de una sociedad tan diversa como son los colores de las copas de los
árboles de arce. La misma hoja de arce, con su multiplicidad de puntas y lados,
sugiere una figura poliédrica, mostrando que ustedes son un pueblo capaz de
incluir, para que los que vengan puedan encontrar un lugar en esa unidad
multiforme y aportar su propia y original contribución (cf. Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 236). El multiculturalismo es un reto permanente; se trata de acoger y
abrazar a los distintos componentes presentes, respetando, al mismo tiempo, la
diversidad de sus tradiciones y culturas, sin suponer que el proceso esté concluido
de una vez para siempre. En este sentido, expreso mi agradecimiento por la
generosidad en acoger a numerosos inmigrantes ucranianos y afganos. Pero
también es necesario trabajar para superar la retórica del miedo hacia los
inmigrantes y darles, según las posibilidades del país, una oportunidad concreta de
participar responsablemente en la sociedad. Para ello, los derechos y la democracia
son indispensables. También es necesario hacerle frente a la mentalidad
individualista, recordando que la vida en común se basa en premisas que el sistema
político por sí solo no puede producir. También en esto, la cultura indígena es un
gran apoyo al recordarnos la importancia de los valores de la socialización. Y
también la Iglesia católica, con su dimensión universal y su atención hacia los más
frágiles, con su legítimo servicio a favor de la vida humana en todas sus etapas,
desde la concepción hasta la muerte natural, se complace en ofrecer su
contribución.
En estos últimos días, he sabido de numerosas personas necesitadas que llaman a
las puertas de las parroquias. Incluso en un país tan desarrollado y avanzado como
Canadá, que dedica mucha atención a la asistencia social, no son pocos los
indigentes que dependen de las iglesias y los bancos de alimentos para obtener la
ayuda y el apoyo básicos, que —no lo olvidemos— no son sólo materiales. Estos
hermanos y hermanas nos llevan a considerar la urgencia de trabajar para remediar
la radical injusticia que contamina nuestro mundo, a causa de la cual la abundancia
de los dones de la creación se distribuye de forma demasiado desigual. Es
escandaloso que la riqueza generada por el desarrollo económico no beneficie a
todos los sectores de la sociedad. Y es triste que sea precisamente entre los nativos
donde se registran a menudo muchos índices de pobreza, a los que se unen otros
indicadores negativos, como la baja escolarización, el no fácil acceso a la vivienda y
a la asistencia sanitaria. Que el emblema de la hoja de arce, que aparece
habitualmente en las etiquetas de los productos del país, sea un incentivo para que
todos tomen decisiones económicas y sociales encaminadas al compartir y al
cuidado de los necesitados.
Sólo trabajando juntos, mano a mano, es como podemos hacer frente a los
apremiantes retos de hoy. Les agradezco su hospitalidad, su atención y su estima,
diciéndoles con sincero afecto que llevo a Canadá y su gente muy cerca de mi
corazón. […]