Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Gracias por aceptar mi invitación —¡yo he sido el invitado— para celebrar aquí
en Asís, la ciudad de san Francisco, la quinta Jornada Mundial de los Pobres, que
se celebra pasado mañana. Es una idea que nació de ustedes, ha crecido y ya
hemos llegado a la quinta. Asís no es una ciudad como las demás: Asís lleva la
huella de san Francisco. Pensar que fue en estas calles donde vivió su inquieta
juventud, donde recibió la llamada a vivir el Evangelio al pie de la letra, es una
lección fundamental para nosotros. Por supuesto, en algunos aspectos su
santidad nos hace temblar, porque parece imposible imitarlo. Pero luego, cuando
recordamos ciertos momentos de su vida, esas “florecillas” (fioretti ) que se
recogieron para mostrar la belleza de su vocación, nos sentimos atraídos por esa
sencillez de corazón y de vida: es el atractivo mismo de Cristo, del Evangelio.
Son hechos de la vida que valen más que los sermones.
Me gusta recordar una, que expresa bien la personalidad del Poverello (cf.
Fioretti , capítulo 13: Fuentes Franciscanas, 1841-1842). Él y el hermano Masseo
habían partido hacia Francia, pero no habían llevado provisiones. En cierto
momento tuvieron que empezar a pedir caridad. Francisco fue en una dirección y
el hermano Masseo en otra. Pero, como cuentan los Fioretti, Francisco era de
baja estatura y quienes no lo conocían lo consideraban un “vagabundo”,
mientras que el hermano Masseo “era un hombre grande y apuesto”. Así fue que
San Francisco apenas logró recoger algunos trozos de pan seco y duro, mientras
que el hermano Masseo recogió algunos buenos trozos de pan.
Cuando los dos se reunieron, se sentaron en el suelo y colocaron lo que habían
recogido en una piedra. Al ver los trozos de pan recogidos por el fraile, Francisco
dijo: “Hermano Masseo, no somos dignos de este gran tesoro”. El fraile,
asombrado, le contestó: “Padre Francisco, ¿cómo se puede hablar de tesoro
donde hay tanta pobreza y faltan hasta las cosas necesarias?”. Francisco
respondió: “Es precisamente esto lo que considero un gran tesoro, porque no
hay nada, pero lo que tenemos nos lo da la Providencia que nos ha dado este
pan”. Esta es la enseñanza que nos da san Francisco: saber contentarse con lo
poco que tenemos y compartirlo con los demás.
Estamos en la Porciúncula, una de las pequeñas iglesias que san Francisco pensó
en restaurar, después de que Jesús le pidiera “reparar su casa”. En aquel
momento, nunca habría pensado que el Señor le pediría que diera su vida para
renovar no la iglesia hecha de piedras, sino la de las personas, de los hombres y
mujeres que son las piedras vivas de la Iglesia. Y si estamos hoy aquí es
precisamente para aprender de lo que hizo san Francisco. Le gustaba pasar
mucho tiempo en esta pequeña iglesia rezando. Se reunía aquí en silencio y
escuchaba al Señor, lo que Dios quería de él. También nosotros hemos venido
aquí para esto: queremos pedirle al Señor que escuche nuestro grito, que
escuche nuestro grito y que venga en nuestra ayuda. No olvidemos que la
primera marginación que sufren los pobres es la espiritual. Por ejemplo, muchas
personas y jóvenes encuentran tiempo para ayudar a los pobres y llevarles
comida y bebidas calientes. Esto es muy bueno y doy gracias a Dios por su
generosidad. Pero sobre todo me alegro cuando oigo que estos voluntarios se
paran a hablar con la gente, y a veces rezan con ellos… Así, nuestro estar aquí,
en la Porciúncula, nos recuerda la compañía del Señor, que nunca nos deja solos,
siempre nos acompaña en cada momento de nuestra vida. El Señor está hoy con
nosotros. Nos acompaña, en la escucha, en la oración y en los testimonios
dados: es Él, con nosotros.
Hay otro hecho importante: aquí, en la Porciúncula, san Francisco acogió a santa
Clara, a los primeros frailes y a muchos pobres que acudían a él. Con sencillez
los recibió como hermanos y hermanas, compartiendo todo con ellos. Esta es la
expresión más evangélica que estamos llamados a hacer nuestra: la acogida.
Acoger significa abrir la puerta, la de la casa y la del corazón, y dejar entrar a
quien llama. Y que se sienta a gusto, no con temor, no, a gusto, libre. Donde hay
un verdadero sentido de la fraternidad, hay también una experiencia sincera de
acogida. Cuando, por el contrario, hay miedo al otro, desprecio por su vida,
entonces nace el rechazo o, peor aún, la indiferencia: mirar para otro lado. La
acogida genera un sentimiento de comunidad; el rechazo, por el contrario, se
cierra en el propio egoísmo. A la Madre Teresa, que hizo de su vida un servicio a
la hospitalidad, le gustaba decir: “¿Cuál es la mejor bienvenida? La sonrisa. La
sonrisa”. Compartir una sonrisa con alguien necesitado es bueno para ambos,
para el otro y para mí. La sonrisa como expresión de simpatía, de ternura. Y
entonces la sonrisa te envuelve, y no puedes distanciarte de la persona a la que
has sonreído.
[…]
Ya es hora de que los pobres vuelvan a tener la palabra, porque durante
demasiado tiempo sus demandas no han sido escuchadas. Es hora de que se
abran los ojos para ver el estado de desigualdad en el que viven tantas familias.
Es hora de arremangarse para recuperar la dignidad creando puestos de trabajo.
Es hora de volver a escandalizarse ante la realidad de los niños hambrientos,
esclavizados, náufragos, víctimas inocentes de todo tipo de violencia. Es hora de
que la violencia contra las mujeres se detenga y de que se las respete y no se
las trate como mercancías. Es hora de romper el círculo de la indiferencia y
descubrir la belleza del encuentro y del diálogo. Es hora de encontrarse. Es la
hora del encuentro. Si la humanidad, si los hombres y las mujeres no
aprendemos a encontrarnos, nos dirigimos a un final muy triste.
He escuchado atentamente sus testimonios, y les digo gracias por todo lo que
han demostrado con valor y sinceridad. Valentía, porque han querido
compartirlas con todos nosotros, aunque formen parte de su vida personal;
sinceridad, porque se muestran tal y como son y abren sus corazones con el
deseo de ser comprendidos. Hay algunas cosas que me han gustado
especialmente y que me gustaría retomar de alguna manera, para hacerlas aún
más mías y que se instalen en mi corazón. En primer lugar, he captado una gran
sensación de esperanza. La vida no siempre ha sido amable con ustedes, es
más, a menudo les ha mostrado una cara cruel. La marginación, el sufrimiento
de la enfermedad y la soledad, la falta de muchos medios necesarios no les ha
impedido mirar con ojos llenos de gratitud las pequeñas cosas que les han
permitido resistir.
Resistir. Esta es la segunda impresión que he recibido y proviene de la
esperanza. ¿Qué significa resistir? Tener la fuerza de seguir adelante a pesar de
todo, de ir a contracorriente. La resistencia no es una acción pasiva, al contrario,
requiere el valor de emprender un nuevo camino sabiendo que dará sus frutos.
Resistir significa encontrar razones para no rendirse ante las dificultades,
sabiendo que no las vivimos solos sino juntos, y que solo juntos podemos
superarlas. Resistir a toda tentación de abandonar y caer en la soledad y la
tristeza. Resistir, aferrándose a la pequeña o escasa riqueza que podamos tener.
Pienso en la chica de Afganistán, con su frase lapidaria: mi cuerpo está aquí, mi
alma está allá. Resistir con la memoria, hoy. Pienso en la madre rumana que
habló al final: dolor, esperanza y sin salida, pero fuerte esperanza en sus hijos
que la acompañan y le devuelven la ternura que recibieron de ella.
Pidamos al Señor que nos ayude a encontrar siempre la serenidad y la alegría.
Aquí, en la Porciúncula, san Francisco nos enseña la alegría que supone mirar a
los que nos rodean como compañeros de viaje que nos comprenden y nos
apoyan, igual que nosotros lo hacemos con él o ella. Que este encuentro abra los
corazones de todos nosotros para ponernos a disposición de los demás; que abra
nuestros corazones para hacer de nuestras debilidades una fuerza que nos ayude
a seguir en el camino de la vida, para transformar nuestra pobreza en una
riqueza a compartir, y así mejorar el mundo.
La Jornada de los Pobres. Gracias a los pobres que abren sus corazones para
darnos su riqueza y sanar nuestros corazones heridos. Gracias por este valor.
Gracias, Étienne, por ser dócil a la inspiración del Espíritu Santo. Gracias por
estos años de trabajo; ¡y también por la “terquedad” de traer el Papa a Asís!
Gracias. Gracias, Eminencia, por su apoyo, por su ayuda a este movimiento de
Iglesia —decimos “movimiento” porque se mueven— y por su testimonio. Y
gracias a todos. Los llevo en mi corazón. Y, por favor, no se olviden de rezar por
mí, porque tengo mis pobrezas, ¡y muchas! Gracias.