24 mayo 2013 | Discurso del Santo Padre, Discursos

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO DE LOS EMIGRANTES E ITINERANTES

Sala Clementina

Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
Me alegra acogeros con ocasión de la sesión plenaria del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes: la vigésima desde que, hace veinticinco años, el beato Juan Pablo II elevó a Consejo pontificio la anterior Comisión pontificia. Junto a vosotros me alegro de esta meta y doy gracias al Señor por cuanto ha permitido realizar. Saludo con afecto al presidente, el cardenal Antonio Maria Vegliò, y le agradezco que se haya hecho intérprete de los sentimientos de todos. Saludo al secretario, a los miembros, a los consultores y a los oficiales del dicasterio. Gracias por la atención que prestáis a tantas situaciones difíciles en el mundo. Usted, querido cardenal, ha aludido a Siria y a Oriente Medio, que están siempre presentes en mis oraciones.
Vuestro encuentro tiene como tema «La solicitud pastoral de la Iglesia en el contexto de las migraciones forzadas», en coincidencia con la publicación del documento del dicasterio cuyo título es «Acoger a Cristo en los refugiados y en las personas forzadamente desarraigadas». El documento dirige la atención hacia los millones de refugiados, desplazados y apátridas, y también aborda la plaga del tráfico de seres humanos, que cada vez más a menudo involucra a los niños, implicados en las peores formas de explotación y reclutados incluso en los conflictos armados. Reafirmo que la «trata de personas» es una actividad innoble, una vergüenza para nuestras sociedades que se consideran civilizadas. ¡Explotadores y clientes a todos los niveles deberían hacer un serio examen de conciencia ante sí mismos y ante Dios! La Iglesia renueva hoy su fuerte llamamiento para que se defienda siempre la dignidad y la centralidad de toda persona, en el respeto de los derechos fundamentales, como destaca su doctrina social, y pide que los derechos se extiendan realmente allí donde no se los reconoce a millones de hombres y mujeres en todos los continentes. En un mundo en el que se habla mucho de derechos, ¡cuántas veces se ultraja de hecho la dignidad humana! En un mundo donde se habla tanto de derechos, parece que el dinero es el único que los tiene. Queridos hermanos y hermanas, vivimos en un mundo donde manda el dinero. Vivimos en un mundo, en una cultura donde reina el fetichismo del dinero.
Os preocupáis justamente por las situaciones en las que la familia de las naciones está llamada a intervenir, con espíritu de solidaridad fraterna, mediante programas de protección, a menudo en el trasfondo de hechos dramáticos que afectan casi diariamente la vida de numerosas personas. Os expreso mi aprecio y mi gratitud, y os animo a proseguir por el camino del servicio a los hermanos más pobres y marginados. Recordemos las palabras de Pablo VI: «Para la Iglesia católica nadie es extraño, nadie está excluido, nadie está lejano» (Homilía para la clausura del Concilio Vaticano II, 8 de diciembre de 1965). Somos en efecto una sola familia humana que, en la multiplicidad de sus diferencias, camina hacia la unidad, valorando la solidaridad y el diálogo entre los pueblos.
La Iglesia es madre, y su atención materna se manifiesta con particular ternura y cercanía a quien está obligado a escapar de su país y vive entre el desarraigo y la integración. Esta tensión destruye a las personas. La compasión cristiana —este «sufrir con», con-pasión— se expresa ante todo mediante el compromiso de conocer los hechos que impulsan a dejar forzadamente la patria, y, donde es necesario, haciéndose intérprete de quien no logra hacer oír el grito de dolor y opresión. En esto realizáis una tarea importante, también al sensibilizar a las comunidades cristianas sobre los numerosos hermanos agraviados por heridas que marcan su existencia: violencia, abusos, lejanía de los afectos familiares, eventos traumáticos, fuga de casa, incertidumbre sobre el futuro en los campos de refugiados. Todos estos elementos deshumanizan y deben impulsar a cada cristiano y a toda la comunidad hacia una atención concreta.
Pero hoy, queridos amigos, quiero invitaros a todos a percibir también la luz de la esperanza en los ojos y en el corazón de los refugiados y de las personas forzadamente desarraigadas. Esperanza que se expresa en las expectativas por el futuro, en el anhelo de relaciones de amistad, en el deseo de participar en la sociedad que los acoge, incluso mediante el aprendizaje de la lengua, el acceso al trabajo y la instrucción para los más pequeños. Admiro la valentía de quien espera retomar gradualmente la vida normal, con la esperanza de que la felicidad y el amor vuelvan a alegrar su existencia. ¡Todos podemos y debemos alimentar esta esperanza!
Invito sobre todo a los gobernantes y a los legisladores, y a toda la comunidad internacional, a considerar la realidad de las personas forzadamente desarraigadas con iniciativas eficaces y nuevos enfoques, para defender su dignidad, mejorar su calidad de vida y afrontar los desafíos que aparecen en formas modernas de persecución, opresión y esclavitud. Se trata, lo destaco, de personas humanas, que reclaman solidaridad y asistencia, que tienen necesidad de intervenciones urgentes, pero también y sobre todo, de comprensión y de bondad. Dios es bueno, imitemos a Dios. Su condición no puede dejarnos indiferentes. Y nosotros, como Iglesia, recordemos que, curando las heridas de los refugiados, los desplazados y las víctimas de tráficos, ponemos en práctica el mandamiento de la caridad que Jesús nos dejó, cuando se identificó con el extranjero, con quien sufre, con todas las víctimas inocentes de la violencia y la explotación. Deberíamos releer más a menudo el capítulo 25 del Evangelio según Mateo, donde se habla del juicio final (cf. vv. 31-46). Y aquí quiero recordar la atención que cada pastor y cada comunidad cristiana deben prestar al camino de fe de los cristianos refugiados y forzadamente desarraigados de su realidad, así como de los cristianos emigrantes. Requieren un particular cuidado pastoral, que respete sus tradiciones y los acompañe a una armoniosa integración en la realidad eclesial en la que viven. ¡Que nuestras comunidades cristianas sean verdaderamente lugares de acogida, escucha y comunión!
Queridos amigos, no olvidéis la carne de Cristo que está en la carne de los refugiados: su carne es la carne de Cristo. Os incumbe también a vosotros orientar hacia nuevas formas de corresponsabilidad a todos los organismos comprometidos en el campo de las migraciones forzadas. Por desgracia, es un fenómeno en continua expansión y, por tanto, vuestra tarea es cada vez más exigente para favorecer respuestas concretas de cercanía y acompañamiento de las personas, teniendo en cuenta las diversas situaciones locales.
Sobre cada uno de vosotros, la protección materna de María Santísima, para que ilumine vuestra reflexión y vuestra acción. Por mi parte, os aseguro mi oración, mi cercanía y también mi admiración por todo lo que hacéis en este campo, mientras os bendigo de corazón. Gracias.
Una asamblea plenaria comprometida «en un tema muy relevante en nuestra época, o sea, la situación dramática de los refugiados y de las personas forzadas al desarraigo a causa de factores económicos, políticos, sociales, climáticos, así como el creciente fenómeno de la criminalidad organizada que se oculta tras la trata y el tráfico de personas». En su saludo al Papa, el cardenal Antonio Maria Vegliò presentó en estos términos la apremiante labor del dicasterio que preside. Y se refirió igualmente «al drama que afronta en este tiempo Siria y toda la región de Oriente Medio». «A los sufrimientos que la guerra civil inflige a toda la población se añaden los dramas de los desplazados internos, de los refugiados en otros países, de los secuestros —denunció—. También las comunidades cristianas se ven golpeadas por ello. La lucha cotidiana por la supervivencia interpela la conciencia de la comunidad internacional para que cese el inútil derramamiento de sangre».