28 octubre 2017 | Discurso del Santo Padre, Discursos

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN LA CONFERENCIA «REPENSANDO EUROPA» ORGANIZADA POR LA COMISIÓN DE LAS CONFERENCIAS EPISCOPALES DE LA COMUNIDAD EUROPEA (COMECE) EN COLABORACIÓN CON LA SECRETARÍA DE ESTADO

Aula del Sínodo

Eminencias, Excelencias,
Distinguidas autoridades,
Señoras y señores:

[…] La primera, y tal vez la mayor, contribución que los cristianos pueden aportar a la Europa de hoy es recordar que no se trata de una colección de números o de instituciones, sino que está hecha de personas. Lamentablemente, a menudo se nota cómo cualquier debate se reduce fácilmente a una discusión de cifras. No hay ciudadanos, hay votos. No hay emigrantes, hay cuotas. No hay trabajadores, hay indicadores económicos. No hay pobres, hay umbrales de pobreza. Lo concreto de la persona humana se ha reducido así a un principio abstracto, más cómodo y tranquilizador. Se entiende la razón: las personas tienen rostros, nos obligan a asumir una responsabilidad real y «personal»; las cifras tienen que ver con razonamientos, también útiles e importantes, pero permanecerán siempre sin alma. Nos ofrecen excusas para no comprometernos, porque nunca nos llegan a tocar en la propia carne.[…]

Un ámbito inclusivo
La responsabilidad de los líderes es la de favorecer una Europa que sea una comunidad inclusiva, libre de un equívoco de fondo: inclusión no es sinónimo de aplastamiento indiferenciado. Al contrario, se es auténticamente inclusivos cuando se saben valorar las diferencias, asumiéndolas como patrimonio común y enriquecedor. En esta perspectiva, los emigrantes son un recurso más que un peso. Los cristianos están llamados a meditar seriamente sobre la afirmación de Jesús: «Fui forastero y me hospedasteis» (Mt 25,35). Ante el drama de los refugiados y de los desplazados, no se puede olvidar, de ningún modo, el hecho de estar ante personas que no pueden ser elegidas o descartadas por el propio gusto, según lógicas políticas, económicas o incluso religiosas.

Sin embargo, esto no contrasta con el deber de toda autoridad de gobierno de gestionar la cuestión migratoria «con la virtud propia del gobernante, es decir, la prudencia»[3], que debe tener en cuenta tanto la necesidad de tener un corazón abierto, como la posibilidad de integrar plenamente a nivel social, económico y político a los que llegan al país. No se puede pensar que el fenómeno migratorio sea un proceso indiscriminado y sin reglas, pero no se pueden tampoco levantar muros de indiferencia o de miedo. Por su parte, los mismos emigrantes no deben olvidar el compromiso importante de conocer, respetar y también asimilar la cultura y las tradiciones de la nación que los acoge. […]