8 enero 2018 | Discurso del Santo Padre, Discursos

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE CON MOTIVO DE LAS FELICITACIONES DE AÑO NUEVO

Sala Regia

[…] Es igualmente importante que puedan regresar a su patria los numerosos refugiados que han encontrado acogida y protección en las naciones vecinas, especialmente en Jordania, Líbano y Turquía. El compromiso y el esfuerzo realizado por estos países en esta difícil circunstancia merece el reconocimiento y el apoyo de toda la comunidad internacional, la cual al mismo tiempo está llamada a trabajar para que se creen las condiciones que permitan el regreso de los refugiados procedentes de Siria. Es un compromiso que esta debe asumir concretamente, y empezando por el Líbano, para que ese amado país siga siendo un «mensaje» de respeto y convivencia, y un modelo a imitar para toda la región y para el mundo entero. […] […] Esto ha sido lo que he querido reafirmar con el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, celebrada el pasado 1 de enero, dedicado a: «Migrantes y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz». Aun reconociendo que no todos están siempre animados por buenas intenciones, no se puede olvidar que la mayor parte de los emigrantes preferiría estar en su propia tierra, mientras que se encuentran obligados a dejarla «a causa de la discriminación, la persecución, la pobreza y la degradación ambiental. […] Acoger al otro exige un compromiso concreto, una cadena de ayuda y de generosidad, una atención vigilante y comprensiva, la gestión responsable de nuevas y complejas situaciones que, en ocasiones, se añaden a los numerosos problemas ya existentes, así como a unos recursos que siempre son limitados. El ejercicio de la virtud de la prudencia es necesaria para que los gobernantes sepan acoger, promover, proteger e integrar, estableciendo medidas prácticas que, “respetando el recto orden de los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del espíritu” (Pacem in terris, 57). Tienen una responsabilidad concreta con respecto a sus comunidades, a las que deben garantizar los derechos que les corresponden en justicia y un desarrollo armónico, para no ser como el constructor necio que hizo mal sus cálculos y no consiguió terminar la torre que había comenzado a construir (cf. Lc 14, 28-30)»[18]. Deseo una vez más agradecer a las autoridades de aquellos Estados que se han prodigado en estos años en ofrecer ayuda a los numerosos emigrantes llegados a sus fronteras. Pienso sobre todo en el esfuerzo de no pocos países en Asia, África y en América, que acogen y ayudan a numerosas personas. Conservo todavía vivo en el corazón el recuerdo del encuentro que tuve en Dacca con algunos miembros del pueblo Rohingya y deseo renovar mis sentimientos de gratitud a las autoridades de Bangladesh por la ayuda que les dan en su propio territorio. Deseo además dar las gracias de modo especial a Italia que en estos años ha mostrado un corazón abierto y generoso, y ha sabido ofrecer también ejemplos positivos de integración. Espero que las dificultades que el país ha atravesado en estos años, y cuyas consecuencias todavía perduran, no conduzcan a clausuras y preclusiones, sino más bien a descubrir de nuevo esas raíces y tradiciones que han alimentado la rica historia de la nación y que constituyen un tesoro inestimable para ofrecer a todo el mundo. Igualmente, expreso mi aprecio por los esfuerzos realizados por otros Estados europeos, especialmente Grecia y Alemania. No hay que olvidar que muchos refugiados y emigrantes buscan alcanzar Europa porque saben que allí pueden encontrar paz y seguridad, las cuales son por otra parte fruto de un largo camino alumbrado por los ideales de los Padres fundadores del proyecto europeo después de la Segunda Guerra Mundial. Europa debe sentirse orgullosa de este patrimonio, basado en principios firmes y en una visión del hombre que ahonda sus raíces en su historia milenaria, inspirada en la concepción cristiana de la persona humana. La llegada de los inmigrantes debe estimularla a redescubrir su propio patrimonio cultural y religioso, de tal manera que, adquiriendo nueva conciencia de los valores sobre los que está edificada, pueda mantener viva al mismo tiempo su propia tradición y seguir siendo un lugar de acogida, heraldo de paz y desarrollo. Durante el año pasado, los gobiernos, las organizaciones internacionales y la sociedad civil se han planteado recíprocamente los principios básicos, las prioridades y el modo más conveniente de responder al movimiento migratorio y a las situaciones que todavía afectan a los refugiados. Las Naciones Unidas, después de la Declaración de Nueva York para los Refugiados y los Migrantes de 2016, ha puesto en marcha importantes procesos de preparación en vistas a la adopción de dos Pactos Mundiales (Global Compacts), sobre los refugiados y por una migración segura, ordenada y regulada, respectivamente. La Santa Sede espera que estos esfuerzos, con las negociaciones que pronto comenzarán, darán unos resultados que sean dignos de una comunidad mundial cada vez más interdependiente, fundada en los principios de la solidaridad y la ayuda mutua. En el actual contexto internacional no faltan las posibilidades y los medios para que se aseguren unas condiciones de vida digna del ser humano a cada hombre y mujer que viven en la tierra. En el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año, sugerí cuatro «piedras angulares» para la acción: acoger, proteger, promover e integrar[19]. Me gustaría centrarme en particular en esta última, sobre la que existen posiciones contrapuestas en virtud de diferentes evaluaciones, experiencias, preocupaciones y convicciones. La integración es «un proceso bidireccional», con derechos y deberes recíprocos. De hecho, quien acoge está llamado a promover el desarrollo humano integral, mientras que al que es acogido se le pide la conformación indispensable a las normas del país que lo recibe, así como el respeto a los principios de identidad del mismo. Todo proceso de integración debe mantener siempre, como aspecto central de la regulación de los diversos aspectos de la vida política y social, la protección y la promoción de las personas, especialmente de aquellas que se encuentran en situación de vulnerabilidad. La Santa Sede no tiene la intención de interferir en las decisiones que corresponden a los Estados, que a la luz de sus respectivas situaciones políticas, sociales y económicas, así como de sus propias capacidades y posibilidades de recepción e integración, tienen la responsabilidad principal de la acogida. Sin embargo, cree que debe desempeñar un papel de «llamada» del principio de humanidad y de fraternidad, que son fundamento de toda sociedad cohesionada y armónica. En esta perspectiva, es importante no olvidar la interacción con las comunidades religiosas, tanto a nivel institucional como asociativo, que pueden desempeñar un papel valioso reforzando la asistencia y la protección, la mediación social y cultural, la pacificación y la integración. […]