Queridos embajadores:
El año pasado, gracias también a la flexibilización de las restricciones dispuestas en
el 2020, tuve ocasión de recibir a muchos jefes de estado y de gobierno, además de
diversas autoridades civiles y religiosas.
Entre los múltiples encuentros, quisiera mencionar aquí la jornada del pasado 1 de
julio, dedicada a la reflexión y a la oración por el Líbano. Al querido pueblo libanés,
azotado por una crisis económica y política difícil de remediar, deseo renovar hoy mi
cercanía y mi oración, mientras espero que las reformas necesarias y el apoyo de la
comunidad internacional ayuden al país a permanecer firme en su identidad como
modelo de coexistencia pacífica y de fraternidad entre las diversas religiones ahí
presentes.
Durante el año 2021, también pude reanudar los viajes apostólicos. En el mes de
marzo tuve la alegría de visitar Irak. Quiso la Providencia que esto sucediera como
un signo de esperanza después de años de guerra y terrorismo. El pueblo iraquí
tiene derecho a recuperar la dignidad que le pertenece y a vivir en paz. Sus raíces
religiosas y culturales son milenarias: Mesopotamia es cuna de civilización; fue de
allí de donde Dios llamó a Abrahán para dar inicio a la historia de la salvación.
Después, en septiembre, visité Budapest para la clausura del Congreso Eucarístico
Internacional; y, luego, Eslovaquia. Fue una oportunidad de encuentro con los fieles
católicos y de otras confesiones cristianas, como también de diálogo con los judíos.
Del mismo modo, el viaje a Chipre y Grecia, del que conservo vivos recuerdos, me
permitió profundizar los vínculos con los hermanos ortodoxos y experimentar la
fraternidad entre las diversas confesiones cristianas.
Una parte conmovedora de este viaje tuvo lugar en la isla de Lesbos, donde pude
constatar la generosidad de quienes trabajan para brindar acogida y ayuda a los
migrantes, pero sobre todo vi los rostros de muchos niños y adultos alojados en los
centros de acogida. En sus ojos está el cansancio del viaje, el miedo a un futuro
incierto, el dolor por los propios seres queridos que dejaron atrás y la nostalgia de
la patria que se vieron obligados a abandonar. Ante estos rostros no podemos
permanecer indiferentes ni quedarnos atrincherados detrás de muros y alambres
espinados, con el pretexto de defender la seguridad o un estilo de vida. Esto no se
puede.
Por eso, agradezco a todos aquellos, personas y gobiernos, que se esfuerzan por
garantizar acogida y protección a los migrantes, haciéndose cargo también de su
promoción humana y de su integración en los países que los han acogido. Soy
consciente de las dificultades que algunos estados encuentran frente a flujos
ingentes de personas. A nadie se le puede pedir lo que no puede hacer, pero hay
una clara diferencia entre acoger, aunque sea limitadamente, y rechazar
totalmente.
Es necesario vencer la indiferencia y rechazar la idea de que los migrantes sean un
problema de los demás. El resultado de semejante planteamiento se ve en la
deshumanización misma de los migrantes, concentrados en los centros de registro e
identificación —hotspot—, donde acaban siendo presa fácil de la delincuencia y de
los traficantes de seres humanos, o por intentar desesperados planes de fuga que a
veces culminan con la muerte. Lamentablemente, también es preciso destacar que
los mismos migrantes a menudo son transformados en armas de coacción política,
en una especie de “artículo de negociación”, que despoja a las personas de su
dignidad.
En esta sede, deseo renovar mi gratitud a las autoridades italianas, gracias a las
cuales algunas personas pudieron venir conmigo a Roma desde Chipre y Grecia. Se
trató de un gesto sencillo pero significativo. Al pueblo italiano, que sufrió mucho al
comienzo de la pandemia, pero que también ha demostrado alentadores signos de
recuperación, dirijo mis mejores votos, para que mantenga siempre el espíritu de
apertura generosa y solidaria que lo distingue.
Al mismo tiempo, considero de fundamental importancia que la Unión Europea
encuentre su cohesión interna en la gestión de las migraciones, como la ha sabido
encontrar para hacer frente a las consecuencias de la pandemia. Es necesario, en
efecto, dar vida a un sistema coherente e integral de gestión de las políticas
migratorias y de asilo, de modo que se compartan las responsabilidades en la
recepción de migrantes, la revisión de las solicitudes de asilo, la redistribución e
integración de cuantos puedan ser acogidos. La capacidad de negociar y encontrar
soluciones compartidas es uno de los puntos de fuerza de la Unión Europea y
constituye un modelo válido para afrontar con visión los retos globales que nos
esperan.
Las migraciones, sin embargo, no conciernen sólo a Europa, aunque se vea
especialmente afectada por los flujos provenientes de África y Asia. En estos años
hemos asistido, entre otras cosas, al éxodo de los prófugos sirios, al que se han
agregado en los últimos meses los que huyeron de Afganistán. Tampoco debemos
olvidar los éxodos masivos que afectan al continente americano y que crean presión
en la frontera entre México y Estados Unidos de América. Muchos de esos migrantes
son haitianos que huyen de las tragedias que han golpeado su país en estos años.
La cuestión migratoria, como también la pandemia y el cambio climático, muestran
claramente que nadie se puede salvar por sí mismo, es decir, que los grandes
desafíos de nuestro tiempo son todos globales. Por eso, es preocupante constatar
que, frente a una mayor interconexión de los problemas, vaya creciendo una mayor
fragmentación de las soluciones. Con frecuencia se observa una falta de voluntad
de querer abrir ventanas de diálogo y señales de fraternidad, y esto termina por
alimentar más tensiones y divisiones, así como una sensación generalizada de
incertidumbre e inestabilidad. Es necesario, en cambio, recuperar el sentido de
nuestra común identidad como única familia humana. La alternativa sólo es un
creciente aislamiento, marcado por exclusiones y clausuras recíprocas que de hecho
ponen aún más en peligro la multilateralidad, que es ese estilo diplomático que ha
caracterizado las relaciones internacionales desde el final de la segunda guerra
mundial.
Hace tiempo que la diplomacia multilateral atraviesa una crisis de confianza, debida
a una reducida credibilidad de los sistemas sociales, gubernamentales e
intergubernamentales. A menudo se toman importantes resoluciones, declaraciones
y decisiones sin una verdadera negociación en la que todos los países tengan voz y
voto. Este desequilibrio, que hoy se ha vuelto dramáticamente evidente, genera una
falta de aprecio hacia los organismos internacionales por parte de muchos estados
y debilita el sistema multilateral en su conjunto, reduciendo cada vez más su
capacidad para afrontar los desafíos globales.
El déficit de eficacia de muchas organizaciones internacionales también se debe a
las diferentes visiones, que tienen los diversos miembros, de los fines que estas
deberían alcanzar. Con frecuencia, el centro de interés se ha trasladado a temáticas
que por su naturaleza provocan divisiones y no están estrechamente relacionadas
con el fin de la organización, dando como resultado agendas cada vez más dictadas
por un pensamiento que reniega los fundamentos naturales de la humanidad y las
raíces culturales que constituyen la identidad de muchos pueblos. Como tuve
oportunidad de afirmar en otras ocasiones, considero que se trata de una forma de
colonización ideológica, que no deja espacio a la libertad de expresión y que hoy
asume cada vez más la forma de esa cultura de la cancelación, que invade muchos
ámbitos e instituciones públicas. En nombre de la protección de las diversidades, se
termina por borrar el sentido de cada identidad, con el riesgo de acallar las
posiciones que defienden una idea respetuosa y equilibrada de las diferentes
sensibilidades. Se está elaborando un pensamiento único —peligroso— obligado a
renegar la historia o, peor aún, a reescribirla en base a categorías contemporáneas,
mientras que toda situación histórica debe interpretarse según la hermenéutica de
la época, no según la hermenéutica de hoy.
Por eso, la diplomacia multilateral está llamada a ser verdaderamente inclusiva, no
suprimiendo sino valorando las diversidades y las sensibilidades históricas que
distinguen a los distintos pueblos. De ese modo, esta volverá a adquirir credibilidad
y eficacia para afrontar los próximos retos, que exigen a la humanidad que vuelva a
reunirse como una gran familia, la cual, aunque partiendo de puntos de vista
diferentes, debe ser capaz de encontrar soluciones comunes para el bien de todos.
Esto exige confianza recíproca y disponibilidad para dialogar, concretamente para
«escucharse, confrontarse, ponerse de acuerdo y caminar juntos» [2]. Por otra
parte, «el diálogo es el camino más adecuado para llegar a reconocer aquello que
debe ser siempre afirmado y respetado, y que está más allá del consenso
circunstancial». Nunca debemos olvidar que «hay algunos valores permanentes».
No siempre es fácil reconocerlos, pero aceptarlos «otorga solidez y estabilidad a
una ética social. Aun cuando los hayamos reconocido y asumido gracias al diálogo y
al consenso, vemos que esos valores básicos están más allá de todo consenso» .
Deseo destacar especialmente el derecho a la vida, desde la concepción hasta su fin
natural, y el derecho a la libertad religiosa.
En esta perspectiva, en los últimos años ha crecido cada vez más la conciencia
colectiva en lo referente a la urgencia de afrontar el cuidado de nuestra casa
común, que está sufriendo a causa de una continua e indiscriminada explotación de
los recursos. A este respecto, pienso especialmente en las Filipinas, golpeadas en
las semanas pasadas por un tifón devastador, como también en otras naciones del
Pacífico, vulnerables por los efectos negativos del cambio climático, que ponen en
riesgo la vida de los habitantes, la mayoría de los cuales dependen de la
agricultura, la pesca y los recursos naturales.
Esta constatación es precisamente la que debe impulsar a la comunidad
internacional en su conjunto a encontrar soluciones comunes y ponerlas en
práctica. Nadie puede eximirse de dicho esfuerzo, porque nos atañe e implica a
todos en la misma medida. En la reciente COP26, en Glasgow, se dieron algunos
pasos que van en la correcta dirección, aunque más bien débiles respecto a la
consistencia del problema a afrontar. El camino para alcanzar los objetivos del
Acuerdo de París es complejo y parece todavía largo, mientras el tiempo a
disposición es cada vez menos. Todavía hay mucho que hacer, y por consiguiente el
2022 será otro año fundamental para verificar cuánto y cómo, lo que se decidió en
Glasgow, pueda y deba ser reforzado posteriormente, en consideración a la COP27,
prevista para el próximo mes de noviembre en Egipto.