Queridos hermanos y hermanas:
Saludo y agradezco a todos ustedes, líderes de las Iglesias, autoridades políticas
y representantes de las grandes religiones mundiales. Es hermoso estar aquí
juntos, llevando en el corazón y al corazón de Roma los rostros de las personas
que tenemos a nuestro cargo. Y, sobre todo, es importante rezar y compartir,
claramente y con sinceridad, las preocupaciones por el presente y el futuro de
nuestro mundo. En estos días, muchos creyentes se han reunido, manifestando
cómo la oración es la fuerza humilde que da la paz y quita el odio de los
corazones. En varios encuentros se expresó también la convicción de que es
necesario cambiar las relaciones entre los pueblos y de los pueblos con la tierra.
Porque aquí hoy, juntos, soñamos pueblos hermanos y una tierra futura.
Pueblos hermanos. Lo decimos teniendo el Coliseo a nuestras espaldas. Este
anfiteatro, en un pasado lejano, fue lugar de brutales entretenimientos de
masas: combates entre hombres o entre hombres y animales. Un espectáculo
fratricida, un juego mortal hecho con la vida de muchos. Pero también hoy se
asiste a la violencia y a la guerra, al hermano que mata al hermano como si
fuera un juego que miramos de lejos, indiferentes y convencidos de que nunca
nos tocará. El dolor de los otros no nos urge. Y ni siquiera el dolor de los que
han caído, de los migrantes, de los niños atrapados en las guerras, privados de
la despreocupación de una infancia de juegos. Pero con la vida de los pueblos y
de los niños no se puede jugar. No podemos permanecer indiferentes. Por el
contrario, es necesario empatizar y reconocer la humanidad común a la que
pertenecemos, con sus fatigas, sus luchas y sus fragilidades. Pensar: “Todo esto
me toca, hubiera podido suceder también aquí, también a mí”. Hoy, en la
sociedad globalizada, que hace del dolor un espectáculo, pero no lo compadece,
necesitamos “construir compasión”. Sentir con el otro, hacer propios sus
sufrimientos, reconocer su rostro. Esta es la verdadera valentía, la valentía de la
compasión, que nos lleva a ir más allá de la vida tranquila, más allá del no es
asunto mío y del no me pertenece, para no dejar que la vida de los pueblos se
reduzca a un juego entre los poderosos. No, la vida de los pueblos no es un
juego, es cosa seria y nos concierne a todos; no se puede dejar en manos de los
intereses de unos pocos o a merced de pasiones sectarias y nacionalistas.
Es la guerra la que se burla de la vida humana. Es la violencia, es el trágico y
cada vez más prolífico comercio de las armas, el que se mueve a menudo en las
sombras, alimentado de ríos subterráneos de dinero. Quiero reafirmar que «la
guerra es un fracaso de la política y de la humanidad, una claudicación
vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal» (Carta enc. Fratelli tutti,
261). Debemos dejar de aceptarla con la mirada indiferente de las noticias y
esforzarnos por verla con los ojos de los pueblos. Hace dos años, en Abu Dabi,
con un querido hermano aquí presente, el Gran Imán de Al-Azhar, suplicamos la
fraternidad humana por la paz, hablando «en el nombre de los pueblos que han
perdido la seguridad, la paz y la convivencia común, siendo víctimas de la
destrucción, de la ruina y de las guerras» (Documento sobre la fraternidad
humana por la paz mundial y la convivencia común, 4 febrero 2019). Estamos
llamados, como representantes de las religiones, a no ceder a los halagos del
poder mundano, sino a ser voz de quienes no tienen voz, apoyo de los que
sufren, abogados de los oprimidos, de las víctimas del odio, que son descartadas
por los hombres en la tierra, pero preciosas ante Aquel que habita en los cielos.
Hoy tienen miedo, porque en demasiadas partes del mundo, más que prevalecer
el diálogo y la cooperación, retoma fuerza el enfrentamiento militar como
instrumento decisivo para imponerse.
Por tanto, quisiera expresar nuevamente el llamamiento que hice en Abu Dabi
sobre una tarea que ya no puede posponerse y que corresponde a las religiones
«en esta delicada situación histórica […]: la desmilitarización del corazón del
hombre» (Discurso en el Encuentro interreligioso, 4 febrero 2019). Es nuestra
responsabilidad, queridos hermanos y hermanas creyentes, ayudar a extirpar el
odio de los corazones y condenar toda forma de violencia. Con palabras claras,
exhortamos a deponer las armas, a reducir los gastos militares para proveer a
las necesidades humanitarias y a convertir los instrumentos de muerte en
instrumentos de vida. Que no sean palabras vacías, sino peticiones insistentes
que elevamos por el bien de nuestros hermanos, contra la guerra y la muerte,
en nombre de Aquel que es la paz y la vida. Menos armas y más comida, menos
hipocresía y más transparencia, más vacunas distribuidas equitativamente y
menos fusiles vendidos neciamente. Los tiempos nos piden que seamos voz de
tantos creyentes, personas sencillas e inermes cansadas de la violencia, para
que quienes tienen responsabilidades por el bien común no sólo se comprometan
a condenar las guerras y el terrorismo, sino también a crear las condiciones para
que no se extiendan.
Para que los pueblos sean hermanos, la oración debe subir al cielo
incesantemente y una palabra no puede dejar de resonar en la tierra: paz. San
Juan Pablo II soñó un camino común de los creyentes, que se articulara desde
aquel evento hacia el futuro. Queridos amigos, estamos en este camino, cada
uno con su propia identidad religiosa, para cultivar la paz en nombre de Dios,
reconociéndonos hermanos. El Papa Juan Pablo II nos indicó esta labor,
afirmando: «La paz espera a sus profetas. La paz espera a sus artífices»
(Discurso a los Representantes de las Iglesias cristianas, las Comunidades
eclesiales y las Religiones mundiales reunidos en Asís, 27 octubre 1986). A
algunos les pareció un optimismo vacío. Pero a lo largo de los años la
participación ha ido creciendo y han madurado historias de diálogo entre mundos
religiosos diversos, que han inspirado procesos de paz. Este es el verdadero
camino. Si hay personas que quieren dividir y crear enfrentamientos, nosotros
creemos en la importancia de caminar juntos por la paz: unos con otros, pero
nunca unos contra otros.
Hermanos, hermanas, nuestro camino nos exige que purifiquemos el corazón
constantemente. Francisco de Asís, mientras pedía a los suyos que vieran a los
demás como «hermanos, en cuanto han sido creados por el mismo Creador», les
recomendaba: «Que la paz que anunciáis de palabra, la tengáis, y en mayor
medida, en vuestros corazones» (Leyenda de los tres compañeros, XIV,5: FF
1469). La paz no es principalmente un acuerdo que se negocia o un valor del
que se habla, sino una actitud del corazón. Nace de la justicia, crece en la
fraternidad, vive de la gratuidad. Impulsa a «servir a la verdad y declarar sin
miedo ni ambages el mal cuando es mal, también y sobre todo cuando lo
cometen quienes se profesan seguidores de nuestro mismo credo» (Mensaje a
los participantes en el Foro interreligioso del G20, 7 septiembre 2021). Les
ruego, en nombre de la paz, que en toda tradición religiosa desactivemos la
tentación fundamentalista, cualquier insinuación a hacer del hermano un
enemigo. Mientras muchos están atrapados por antagonismos, por facciones y
maniobras partidistas, nosotros hacemos resonar aquel dicho del Imán Alí: “Las
personas son de dos tipos: tus hermanos en la fe o tus semejantes en la
humanidad”.
Pueblos hermanos para soñar la paz. Pero el sueño de la paz hoy se conjuga con
otro, el sueño de la tierra futura. Es el compromiso por el cuidado de la creación,
por la casa común que dejaremos a los jóvenes. Las religiones, cultivando una
actitud contemplativa y no depredadora, están llamadas a ponerse a la escucha
de los gemidos de la madre tierra, que sufre a causa de la violencia. Un querido
hermano, el Patriarca Bartolomé, aquí presente, nos ayudó a madurar en la
conciencia de que «un crimen contra la naturaleza es un crimen contra nosotros
mismos y un pecado contra Dios» (Discurso en Santa Bárbara, 8 noviembre
1997, cit. en Carta enc. Laudato si’, 8).
Insisto en lo que la pandemia nos ha mostrado, me refiero a que no podemos
permanecer siempre sanos en un mundo enfermo. En los últimos tiempos
muchos están enfermos de olvido, olvido de Dios y de los hermanos. Eso ha
llevado a una carrera desenfrenada en pos de una autosuficiencia individual,
degenerada en una avidez insaciable, de la cual la tierra que pisamos lleva las
cicatrices, mientras el aire que respiramos está lleno de sustancias tóxicas y
pobre de solidaridad. De este modo, hemos arrojado en la creación la
contaminación de nuestro corazón. En este clima deteriorado, consuela pensar
que las mismas preocupaciones y el mismo compromiso están madurando y
convirtiéndose en patrimonio común de tantas religiones. La oración y la acción
pueden reorientar el curso de la historia. ¡Ánimo! Hermanos y hermanas
tenemos ante nuestros ojos una visión, que es la misma de numerosos jóvenes
y hombres de buena voluntad: la tierra como casa común, habitada por pueblos
hermanos. Sí, soñamos religiones hermanas y pueblos hermanos. Religiones
hermanas, que ayuden a los pueblos a ser hermanos en paz, custodios
reconciliados de la casa común de la creación. Gracias.