[…] Cuando visité la Sala de la Expoliación te pedí que me encontrase sobre todo una representación de los pobres. En esa Sala, tan elocuente, ellos eran testigos de la escandalosa realidad de un mundo todavía tan marcado por la brecha entre el inmenso número de indigentes, a menudo desprovistos de lo estrictamente necesario, y la minúscula porción de propietarios que tienen la mayor parte de la riqueza y pretenden determinar los destinos de la humanidad. Por desgracia, dos mil años después del anuncio del Evangelio y después de ocho siglos del testimonio de Francisco, estamos frente a un fenómeno de «inequidad global» y de «economía que mata» (cf. Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 52-60). Precisamente, el día antes de mi llegada a Asís, en las aguas de Lampedusa, se había consumado una masacre de migrantes. Hablando en el lugar de la “expoliación”, también con la conmoción determinada por ese luctuoso evento, sentí toda la verdad de lo que había testimoniado el joven Francisco: solamente cuando se acercó a los más pobres, en su tiempo representados sobre todo por los enfermos de lepra, ejercitando con ellos la misericordia, experimentó «dulzura del alma y del cuerpo» (Testamento, FF 110).