17 junio 2021 | Mensaje

VIDEOMENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO CON MOTIVO DE LA 109 REUNIÓN DE LA CONFERENCIA INTERNACIONAL DEL TRABAJO

GINEBRA

Señor Presidente de la Conferencia Internacional del Trabajo,
Estimados Representantes de los Gobiernos, de las Organizaciones de
empleadores y de trabajadores:
Agradezco al Director General, señor Guy Ryder, quien tan amablemente me ha
invitado a presentar este mensaje en la Cumbre sobre el mundo del trabajo.
Esta Conferencia se convoca en un momento crucial de la historia social y
económica, que presenta graves y amplios desafíos para el mundo entero. En los
últimos meses, la Organización Internacional del Trabajo, a través de sus
informes periódicos, ha realizado una labor encomiable dedicando especial
atención a nuestros hermanos y hermanas más vulnerables.
Durante la persistente crisis, deberíamos seguir ejerciendo un «especial cuidado»
del bien común. Muchos de los trastornos posibles y previstos aún no se han
manifestado, por lo tanto, se requerirán decisiones cuidadosas. La disminución
de las horas de trabajo en los últimos años se ha traducido tanto en pérdidas de
empleo como en una reducción de la jornada laboral de los que conservan su
trabajo. Muchos servicios públicos, así como empresas, se han enfrentado a
tremendas dificultades, algunos corriendo el riesgo de quiebra total o parcial. En
todo el mundo, hemos observado una pérdida de empleo sin precedentes en
2020.
Con las prisas de volver a una mayor actividad económica al final de la amenaza
del COVID-19, evitemos las pasadas fijaciones en el beneficio, el aislacionismo y
el nacionalismo, el consumismo ciego y la negación de las claras evidencias que
apuntan a la discriminación de nuestros hermanos y hermanas “desechables” en
nuestra sociedad. Por el contrario, busquemos soluciones que nos ayuden a
construir un nuevo futuro del trabajo fundado en condiciones laborales decentes
y dignas, que provenga de una negociación colectiva, y que promueva el bien
común, una base que hará del trabajo un componente esencial de nuestro
cuidado de la sociedad y de la creación. En ese sentido, el trabajo es verdadera
y esencialmente humano. De esto se trata, que sea humano.
Recordando el papel fundamental que desempeñan esta Organización y esta
Conferencia como lugares privilegiados para el diálogo constructivo, estamos
llamados a dar prioridad a nuestra respuesta hacia los trabajadores que se
encuentran en los márgenes del mundo del trabajo y que todavía se ven
afectados por la pandemia del COVID-19: los trabajadores poco cualificados, los
jornaleros, los del sector informal, los trabajadores migrantes y refugiados, los
que realizan lo que se suele denominar el “trabajo de las tres dimensiones”:
peligroso, sucio y degradante, y así podemos seguir la lista.
Muchos migrantes y trabajadores vulnerables junto con sus familias,
normalmente quedan excluidos del acceso a programas nacionales de promoción
de la salud, prevención de enfermedades, tratamiento y atención, así como de
los planes de protección financiera y de los servicios psicosociales. Es uno de los
tantos casos de esta filosofía del descarte que nos hemos habituado a imponer
en nuestras sociedades. Esta exclusión complica la detección temprana, la
realización de pruebas, el diagnóstico, el rastreo de contactos y la búsqueda de
atención médica por el COVID-19 para los refugiados y los migrantes y, por lo
tanto, aumenta el riesgo de que se produzcan brotes entre esas poblaciones.
Dichos brotes pueden no ser controlados o incluso ocultarse activamente, lo que
constituye una amenaza adicional a la salud pública [1].
La falta de medidas de protección social frente al impacto del COVID-19 ha
provocado un aumento de la pobreza, el desempleo, el subempleo, el
incremento de la informalidad del trabajo, el retraso en la incorporación de los
jóvenes al mercado laboral, que esto es muy grave, el aumento del trabajo
infantil, más grave aún, la vulnerabilidad al tráfico de personas, la inseguridad
alimentaria y una mayor exposición a la infección entre poblaciones como los
enfermos y los ancianos. En este sentido, agradezco esta oportunidad para
plantear algunas preocupaciones y observaciones clave.
En primer lugar, es misión esencial de la Iglesia apelar a todos a trabajar
conjuntamente, con los gobiernos, las organizaciones multilaterales y la sociedad
civil, para servir y cuidar el bien común y garantizar la participación de todos en
este empeño. Nadie debería ser dejado de lado en un diálogo por el bien común,
cuyo objetivo es, sobre todo, construir, consolidar la paz y la confianza entre
todos. Los más vulnerables —los jóvenes, los migrantes, las comunidades
indígenas, los pobres— no pueden ser dejados de lado en un diálogo que
también debería reunir a gobiernos, empresarios y trabajadores. También es
esencial que todas las confesiones y comunidades religiosas se comprometan
juntas. La Iglesia tiene una larga experiencia en la participación en estos
diálogos a través de sus comunidades locales, movimientos populares y
organizaciones, y se ofrece al mundo como constructora de puentes para ayudar
a crear las condiciones de este diálogo o, cuando sea apropiado, ayudar a
facilitarlo. Estos diálogos por el bien común son esenciales para realizar un
futuro solidario y sostenible de nuestra casa común y deberían tener lugar tanto
a nivel comunitario como nacional e internacional. Y una de las características
del verdadero diálogo es que quienes dialogan estén en el mismo nivel de
derechos y deberes. No uno que tenga menos derechos o más derechos dialoga
con uno que no los tiene. El mismo nivel de derechos y deberes garantiza así un
diálogo serio.
En segundo lugar, también es esencial para la misión de la Iglesia garantizar que
todos obtengan la protección que necesitan según sus vulnerabilidades:
enfermedad, edad, discapacidades, desplazamiento, marginación o dependencia.
Los sistemas de protección social, que a su vez se están enfrentando a
importantes riesgos, necesitan ser apoyados y ampliados para asegurar el
acceso a los servicios sanitarios, a la alimentación y a las necesidades humanas
básicas. En tiempos de emergencia, como la pandemia de COVID-19, se
requieren medidas especiales de asistencia. Una atención especial a la
prestación integral y eficaz de asistencia a través de los servicios públicos
también es importante. Los sistemas de protección social han sido llamados a
afrontar muchos de los desafíos de la crisis, al mismo tiempo que sus puntos
débiles se han hecho más evidentes. Por último, debe garantizarse la protección
de los trabajadores y de los más vulnerables mediante el respeto de sus
derechos esenciales, incluido el derecho de la sindicalización. O sea, sindicarse
es un derecho. La crisis del COVID ya ha afectado a los más vulnerables y ellos
no deberían verse afectados negativamente por las medidas para acelerar una
recuperación que se centra únicamente en los marcadores económicos. O sea,
aquí hace también falta una reforma del modo económico, una reforma a fondo
de la economía. El modo de llevar adelante la economía tiene que ser diverso,
también tiene que cambiar.
En este momento de reflexión, en el que tratamos de modelar nuestra acción
futura y de dar forma a una agenda internacional post COVID-19, deberíamos
prestar especial atención al peligro real de olvidar a los que han quedado atrás.
Corren el riesgo de ser atacados por un virus peor aún del COVID-19: el de la
indiferencia egoísta. O sea, una sociedad no puede progresar descartando, no
puede progresar. Este virus se propaga al pensar que la vida es mejor si es
mejor para mí, y que todo estará bien si está bien para mí, y así se comienza y
se termina seleccionando a una persona en lugar de otra, descartando a los
pobres, sacrificando a los dejados atrás en el llamado “altar del progreso”. Y es
toda una dinámica elitaria, de constitución de nuevas élites a costa del descarte
de mucha gente y de muchos pueblos.
Mirando al futuro, es fundamental que la Iglesia, y por tanto la acción de la
Santa Sede con la Organización Internacional del Trabajo, apoye medidas que
corrijan situaciones injustas o incorrectas que afectan a las relaciones laborales,
haciéndolas completamente subyugadas a la idea de “exclusión”, o violando los
derechos fundamentales de los trabajadores. Una amenaza la constituyen las
teorías que consideran el beneficio y el consumo como elementos independientes
o como variables autónomas de la vida económica, excluyendo a los
trabajadores y determinando su desequilibrado estándar de vida: «Hoy todo
entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el
poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes
masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin
horizontes, sin salida» (Evangelii gaudium, n. 53).
La actual pandemia nos ha recordado que no hay diferencias ni fronteras entre
los que sufren. Todos somos frágiles y, al mismo tiempo, todos de gran valor.
Ojalá nos estremezca profundamente lo que está ocurriendo a nuestro alrededor.
Ha llegado el momento de eliminar las desigualdades, de curar la injusticia que
está minando la salud de toda la familia humana. De frente a la Agenda de la
Organización Internacional del Trabajo, debemos continuar como ya lo hicimos
en 1931, cuando el Papa Pío XI, a raíz de la crisis de Wall Street y en medio de
la “Gran Depresión”, denunció la asimetría entre trabajadores y empresarios
como una flagrante injusticia que concedía al capital mano libre y disponibilidad.
Decía así: «Durante mucho tiempo, en efecto, las riquezas o “capital” se
atribuyeron demasiado a sí mismos. El capital reivindicaba para sí todo el
rendimiento, la totalidad del producto, dejando al trabajador apenas lo necesario
para reparar y restituir sus fuerzas» (Quadragesimo anno, n. 54). Incluso en
esas circunstancias, la Iglesia promovió la posición de que la cantidad de
remuneración por el trabajo realizado no sólo debe estar destinada a la
satisfacción de las necesidades inmediatas y actuales de los trabajadores, sino
también a abrir la capacidad de los trabajadores para salvaguardar los ahorros
futuros de sus familias o las inversiones capaces de garantizar un margen de
seguridad para el futuro.
Así pues, desde la primera sesión de la Conferencia Internacional, la Santa Sede
apoya una regulación uniforme aplicable al trabajo en todos sus diferentes
aspectos, como garantía para los trabajadores [2]. Su convicción es que el
trabajo, y por lo tanto los trabajadores, pueden contar con garantías, apoyo y
potenciación si se les protege del “juego” de la desregulación. Además, las
normas jurídicas deben ser orientadas hacia la expansión del empleo, el trabajo
decente y los derechos y deberes de la persona humana. Todos ellos son medios
necesarios para su bienestar, para el desarrollo humano integral y para el bien
común.
La Iglesia católica y la Organización Internacional del Trabajo, respondiendo a
sus diferentes naturalezas y funciones, pueden seguir aplicando sus respectivas
estrategias, pero también pueden seguir aprovechando las oportunidades que se
presentan para colaborar en una amplia variedad de acciones relevantes.
Para promover esta acción común, es necesario entender correctamente el
trabajo. El primer elemento para dicha comprensión nos llama a focalizar la
atención necesaria en todas las formas de trabajo, incluyendo las formas de
empleo no estándar. El trabajo va más allá de lo que tradicionalmente se ha
conocido como “empleo formal”, y el Programa de Trabajo Decente debe incluir
todas las formas de trabajo. La falta de protección social de los trabajadores de
la economía informal y de sus familias los vuelve particularmente vulnerables a
los choques, ya que no pueden contar con la protección que ofrecen los seguros
sociales o los regímenes de asistencia social orientados a la pobreza. Las
mujeres de la economía informal, incluidas las vendedoras ambulantes y las
trabajadoras domésticas, sienten el impacto del COVID-19 bajo muchos
aspectos: desde el aislamiento hasta la exposición extrema a riesgos para la
salud. Al no disponer de guarderías accesibles, los hijos de estas trabajadoras
están expuestos a un mayor riesgo para la salud, ya que las mujeres tienen que
llevarlos a los lugares de trabajo o los dejan sin protección en sus hogares [3].
Por lo tanto, es muy necesario garantizar que la asistencia social llegue a la
economía informal y preste especial atención a las necesidades particulares de
las mujeres y de las niñas.
La pandemia nos recuerda que muchas mujeres de todo el mundo siguen
llorando por la libertad, la justicia y la igualdad entre todas las personas
humanas: «aunque hubo notables mejoras en el reconocimiento de los derechos
de la mujer y en su participación en el espacio público, todavía hay mucho que
avanzar en algunos países. No se terminan de erradicar costumbres
inaceptables, destaco la vergonzosa violencia que a veces se ejerce sobre las
mujeres, el maltrato familiar y distintas formas de esclavitud […] Pienso en […]
la desigualdad del acceso a puestos de trabajo dignos y a los lugares donde se
toman las decisiones» (Amoris laetitia, n. 54).
El segundo elemento para una correcta comprensión del trabajo: si el trabajo es
una relación, entonces tiene que incorporar la dimensión del cuidado, porque
ninguna relación puede sobrevivir sin cuidado. Aquí no nos referimos sólo al
trabajo de cuidados: la pandemia nos recuerda su importancia fundamental, que
quizá hayamos desatendido. El cuidado va más allá, debe ser una dimensión de
todo trabajo. Un trabajo que no cuida, que destruye la creación, que pone en
peligro la supervivencia de las generaciones futuras, no es respetuoso con la
dignidad de los trabajadores y no puede considerarse decente. Por el contrario,
un trabajo que cuida, contribuye a la restauración de la plena dignidad humana,
contribuirá a asegurar un futuro sostenible a las generaciones futuras [4]. Y en
esta dimensión del cuidado entran, en primer lugar, los trabajadores. O sea, una
pregunta que podemos hacernos en lo cotidiano: ¿cómo una empresa,
imaginemos, cuida a sus trabajadores?
Además de una correcta comprensión del trabajo, salir en mejores condiciones
de la crisis actual requerirá el desarrollo de una cultura de la solidaridad, para
contrastar con la cultura del descarte que está en la raíz de la desigualdad y que
aflige al mundo. Para lograr este objetivo, habrá que valorar la aportación de
todas aquellas culturas, como la indígena, la popular, que a menudo se
consideran marginales, pero que mantienen viva la práctica de la solidaridad,
que «expresa mucho más que algunos actos de generosidad esporádicos». Cada
pueblo tiene su cultura, y creo que es el momento de liberarnos definitivamente
de la herencia de la Ilustración, que llevaba la palabra cultura a un cierto tipo de
formación intelectual o de pertenencia social. Cada pueblo tiene su cultura y
debemos asumirla como es. «Es pensar y actuar en términos de comunidad, de
prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de
algunos. También es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la
desigualdad, la falta de trabajo, de tierra y de vivienda, la negación de los
derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del Imperio
del dinero. […] La solidaridad, entendida en su sentido más hondo, es un modo
de hacer historia y eso es lo que hacen los movimientos populares» (Fratelli
tutti, n. 116).
Con estas palabras me dirijo a Ustedes, participantes de la 109 Conferencia
Internacional del Trabajo, porque como actores institucionalizados del mundo del
trabajo, tienen una gran oportunidad de influir en los procesos de cambio ya en
marcha. Su responsabilidad es grande, pero aún es más grande el bien que
pueden lograr. Por tanto, los nvito a responder al desafío al que nos
enfrentamos. Los actores establecidos pueden contar con el legado de su
historia, que sigue siendo un recurso de importancia fundamental, pero en esta
fase histórica están llamados a permanecer abiertos al dinamismo de la sociedad
y a promover la aparición e inclusión de actores menos tradicionales y más
marginales, portadores de impulsos alternativos e innovadores.
Pido a los dirigentes políticos y a quienes trabajan en los gobiernos que se
inspiren siempre en esa forma de amor que es la caridad política: «“un acto de
caridad igualmente indispensable [es] el esfuerzo dirigido a organizar y
estructurar la sociedad de modo que el prójimo no tenga que padecer la
miseria”. Es caridad acompañar a una persona que sufre, y también es caridad
todo lo que se realiza, aún sin tener contacto directo con esa persona, para
modificar las condiciones sociales que provocan su sufrimiento. Si alguien ayuda
a un anciano a cruzar un río, y eso es exquisita caridad, el político le construye
un puente, y eso también es caridad. Si alguien ayuda a otro con comida, el
político le crea una fuente de trabajo, y ejercita un modo altísimo de la caridad
que ennoblece su acción política» (Fratelli tutti, n. 186).
Recuerdo a los empresarios su verdadera vocación: producir riqueza al servicio
de todos. La actividad empresarial es esencialmente «una noble vocación
orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos. Dios nos
promueve, espera que desarrollemos las capacidades que nos dio y llenó el
universo de potencialidades. En sus designios cada hombre está llamado a
promover su propio progreso, y esto incluye fomentar las capacidades
económicas y tecnológicas para hacer crecer los bienes y aumentar la riqueza.
Pero en todo caso estas capacidades de los empresarios, que son un don de
Dios, tendrían que orientarse claramente al desarrollo de las demás personas y a
la superación de la miseria, especialmente a través de la creación de fuentes de
trabajo diversificadas. Siempre, junto al derecho de propiedad privada, está el
más importante y anterior principio de la subordinación de toda propiedad
privada al destino universal de los bienes de la tierra y, por tanto, el derecho de
todos a su uso» (Fratelli tutti, n. 123). A veces, al hablar de propiedad privada
olvidamos que es un derecho secundario, que depende de este derecho primario,
que es el destino universal de los bienes.
Invito a los sindicalistas y a los dirigentes de las asociaciones de trabajadores a
que no se dejen encerrar en una «camisa de fuerza», a que se enfoquen en las
situaciones concretas de los barrios y de las comunidades en las que actúan,
planteando al mismo tiempo cuestiones relacionadas con las políticas
económicas más amplias y las “macro-relaciones” [5]. También en esta fase
histórica, el movimiento sindical enfrenta dos desafíos trascendentales. El
primero es la profecía, y está relacionada con la propia naturaleza de los
sindicatos, su vocación más genuina. Los sindicatos son una expresión del perfil
profético de la sociedad. Los sindicatos nacen y renacen cada vez que, como los
profetas bíblicos, dan voz a los que no la tienen, denuncian a los que “venderían
al pobre por un par de chancletas”, como dice el profeta (cf. Amós 2,6),
desnudan a los poderosos que pisotean los derechos de los trabajadores más
vulnerables, defienden la causa de los extranjeros, de los últimos y de los
rechazados. Claro, cuando un sindicato se corrompe, ya esto no lo puede hacer,
y se transforma en un estatus de pseudo patrones, también distanciados del
pueblo.
El segundo desafío: la innovación. Los profetas son centinelas que vigilan desde
su puesto de observación. También los sindicatos deben vigilar los muros de la
ciudad del trabajo, como un guardia que vigila y protege a los que están dentro
de la ciudad del trabajo, pero que también vigila y protege a los que están fuera
de los muros. Los sindicatos no cumplen su función esencial de innovación social
si vigilan sólo a los jubilados. Esto debe hacerse, pero es la mitad de vuestro
trabajo. Su vocación es también proteger a los que todavía no tienen derechos,
a los que están excluidos del trabajo y que también están excluidos de los
derechos y de la democracia [6].
Estimados participantes en los procesos tripartitos de la Organización
Internacional del Trabajo y de esta Conferencia Internacional del Trabajo: la
Iglesia los apoya, camina a su lado. La Iglesia pone a disposición sus recursos,
empezando por sus recursos espirituales y su Doctrina Social. La pandemia nos
ha enseñado que todos estamos en el mismo barco y que sólo juntos podremos
salir de la crisis. Muchas gracias.