3 abril 2022 | Discurso del Santo Padre, Discursos, Reunión, Visita apostólica

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A MALTA (2-3 DE ABRIL DE 2022) ENCUENTRO CON LOS MIGRANTES DISCURSO DEL SANTO PADRE

Centro para migrantes Juan XXIII "Peace Lab" de Hal Far

Queridos hermanos y hermanas:
Los saludo a todos con afecto. Estoy contento de concluir mi visita a Malta
compartiendo un poco con ustedes. Agradezco al Padre Dionisio su acogida; y sobre
todo agradezco a Daniel y a Siriman sus testimonios. Nos habéis abierto vuestros
corazones y vuestras vidas, y al mismo tiempo os habéis hecho portavoces de
tantos hermanos y hermanas obligados a dejar la patria para buscar un refugio
seguro.
Como dije hace algunos meses en Lesbos, «estoy aquí para decirles que estoy cerca
de ustedes… Estoy aquí para ver sus rostros, para mirarlos a los ojos» (Discurso en
Mitilene, 5 de diciembre de 2021). Desde el día que fui a Lampedusa, nunca los he
olvidado. Los llevo siempre en el corazón y están siempre presentes en mis
oraciones.
En este encuentro con ustedes migrantes se manifiesta plenamente el significado
del lema de mi viaje a Malta. Es una cita de los Hechos de los Apóstoles que dice:
«Nos mostraron una cordialidad fuera de lo común» (28,2). Se refiere al modo
como los malteses acogieron al apóstol Pablo y a todos los que habían naufragado
junto con él cerca de la isla. Los trataron “con una cordialidad fuera de lo común”.
No sólo con cordialidad, sino con una humanidad excepcional, con una especial
atención, que san Lucas quiso inmortalizar en el libro de los Hechos. Deseo que
Malta siempre trate de este modo a cuantos llegan a sus costas, que realmente sea
para ellos un “puerto seguro”.
El naufragio es una experiencia que gran cantidad de hombres, mujeres y niños han
vivido durante estos años en el Mediterráneo. Y lamentablemente para muchos de
ellos ha sido trágica. Precisamente ayer se recibió la noticia de un rescate realizado
junto a la costa de Libia, se salvaron apenas cuatro migrantes de una embarcación
que transportaba alrededor de noventa. Recemos por estos hermanos nuestros que
han encontrado la muerte en nuestro mar Mediterráneo. Y recemos también para
ser salvados de otro naufragio que tiene lugar mientras ocurren estos hechos: es el
naufragio de la civilización, que amenaza no sólo a los refugiados, sino a todos
nosotros. ¿Cómo podemos salvarnos de este naufragio que amenaza con hundir la
nave de nuestra civilización? Comportándonos con humanidad. Mirando a las
personas no como números, sino como lo que son —como nos ha dicho Siriman—,
es decir, rostros, historias, sencillamente hombres y mujeres, hermanos y
hermanas. Y pensando que en el lugar de esa persona que veo en una embarcación
o en el mar, a través de la televisión o de una foto, podría estar yo, o mi hijo, o mi
hija. Quizá en este momento, mientras estamos aquí, algunas barcas estén
atravesando el mar desde el sur hacia el norte. Recemos por estos hermanos y
hermanas que arriesgan la vida en el mar, en busca de esperanza. También ustedes
vivieron este drama, y llegaron aquí.
Vuestras historias evocan las de miles y miles de personas que en estos últimos
días se han visto forzadas a huir de Ucrania a causa de esa guerra injusta y salvaje.
Pero también las de muchos otros hombres y mujeres que, buscando un lugar
seguro, se han visto obligados a dejar la propia casa y la propia tierra en Asia, en
África y en las Américas, pienso en los rohinyás… A todos ellos se dirige mi
pensamiento y mi oración en este momento.
Hace un tiempo recibí otro testimonio de vuestro Centro: la historia de un joven
que contaba el doloroso momento en que tuvo que dejar a su madre y a su familia
de origen. Esto me conmovió y me hizo reflexionar. Pero también tú, Daniel, y
también tú, Siriman, y cada uno de ustedes, vivió esta experiencia de partir
separándose de las propias raíces. Es un desgarro. Un desgarro que deja la marca.
No sólo un dolor momentáneo, emotivo. Deja una herida profunda en el camino de
crecimiento de un joven, de una joven. Se necesita tiempo para que sane esa
herida; se necesita tiempo y sobre todo experiencias ricas de humanidad: encontrar
personas acogedoras, que saben escuchar, comprender, acompañar; y también
estar junto con otros compañeros de viaje para compartir, para llevar juntos el
peso. Esto ayuda a cicatrizar las heridas.
Pienso en los centros de acogida, ¡qué importante es que sean lugares de
humanidad! Sabemos que es difícil, hay muchos factores que fomentan las
tensiones y la rigidez. Y, sin embargo, en cada continente hay personas y
comunidades que aceptan el desafío, conscientes de que la realidad de las
migraciones es un signo de los tiempos donde está en juego la civilización. Y para
nosotros cristianos también está en juego la fidelidad al Evangelio de Jesús, que
dijo: «Fui forastero y me recibieron» (Mt 25,35). Esto no se hace en un día. Hace
falta tiempo, se requiere mucha paciencia, se necesita sobre todo un amor hecho
de cercanía, ternura y compasión, como es el amor de Dios por nosotros. Pienso
que debemos decir un sentido “gracias” a quienes han aceptado este reto aquí en
Malta y han dado vida a este Centro. ¡Hagámoslo con un aplauso, todos juntos!
Permítanme, hermanos y hermanas, que exprese uno de mis sueños. Que ustedes
migrantes, después de haber experimentado una acogida rica de humanidad y
fraternidad, puedan llegar a ser en primera persona testigos y animadores de
acogida y de fraternidad. Aquí y donde Dios quiera, donde la Providencia guíe
vuestros pasos. Este es el sueño que deseo compartir con ustedes y que pongo en
las manos de Dios. Porque lo que es imposible para nosotros no es imposible para
Él. Considero muy importante que en el mundo de hoy los migrantes se conviertan
en testigos de los valores humanos esenciales para una vida digna y fraterna. Son
valores que ustedes llevan dentro, que pertenecen a sus raíces. Una vez que la
herida del desgarro, del desarraigo, haya cicatrizado, ustedes pueden hacer
emerger esta riqueza que llevan dentro, un patrimonio de humanidad muy valioso,
y ponerla a disposición de la comunidad en la que han sido acogidos y en los
ambientes donde se integran. ¡Este es el camino! El camino de la fraternidad y de
la amistad social. Aquí está el futuro de la familia humana en un mundo
globalizado. Estoy contento de poder compartir hoy este sueño con ustedes, así
como ustedes, con vuestros testimonios, han compartido vuestros sueños conmigo.
Creo que aquí también está la respuesta a la cuestión central de tu testimonio,
Siriman. Tú nos has recordado que los que tienen que dejar el propio país parten
con un sueño en el corazón: el sueño de la libertad y de la democracia. Este sueño
choca con una realidad dura, a menudo peligrosa, en ocasiones terrible,
deshumana. Tú has dado voz a la súplica sofocada de millones de migrantes cuyos
derechos fundamentales son violados, a veces lamentablemente con la complicidad
de las autoridades competentes. Y esto es así, y quiero decirlo así: “a veces
lamentablemente con la complicidad de las autoridades competentes”. Y has
llamado la atención sobre el punto clave: la dignidad de la persona. Lo repito con
tus propias palabras: ustedes no son números, sino personas de carne y hueso,
rostros, sueños a veces rotos.
Desde aquí se puede y se debe volver a empezar: desde las personas y desde su
dignidad. No nos dejemos engañar por quien dice: “No hay nada que hacer”, “son
problemas más grandes que nosotros”, “yo me dedico a mis asuntos y los otros que
se arreglen”. No. No caigamos en esta trampa. Respondamos al desafío de los
migrantes y de los refugiados con el estilo de la humanidad, encendamos hogueras
de fraternidad, en torno a las cuales las personas puedan calentarse, recuperarse y
reavivar la esperanza. Reforcemos el tejido de la amistad social y la cultura del
encuentro, partiendo de lugares como este, que ciertamente no serán perfectos,
pero son “laboratorios de paz”.
Y dado que este Centro lleva el nombre del Papa san Juan XXIII, quiero recordar lo
que él escribió al final de su memorable Encíclica sobre la paz: «Que [el Señor]
borre de los hombres cuanto pueda poner en peligro esta paz y convierta a todos
en testigos de la verdad, de la justicia y del amor fraterno. Que Él ilumine también
con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, para que, al mismo tiempo
que les procuran una digna prosperidad, aseguren a sus compatriotas el don
hermosísimo de la paz. Que, finalmente, Cristo encienda las voluntades de todos los
hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para
estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión,
para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado. De esta manera, bajo su
auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine
siempre entre ellos la tan anhelada paz» (Pacem in terris, 171).
Queridos hermanos y hermanas, dentro de unos momentos, junto con algunos de
ustedes, encenderé una vela ante la imagen de la Virgen. Es un gesto sencillo, pero
con un gran significado. En la tradición cristiana, esa pequeña llama es símbolo de
la fe en Dios. Y es también símbolo de la esperanza, una esperanza que María,
nuestra Madre, sostiene en los momentos más difíciles. Es la esperanza que he
visto hoy en vuestros ojos, que ha dado sentido a vuestro viaje y los hace seguir
adelante. Que la Virgen los ayude a no perder nunca esta esperanza. A Ella le
confío a cada uno de ustedes y a sus familias, y los llevo conmigo en mi corazón y
en mi oración. Y también ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí.
¡Gracias!
ORACIÓN AL FINAL DEL ENCUENTRO CON LOS MIGRANTES
Señor Dios, creador del universo,
fuente de libertad y de paz,
de amor y de fraternidad,
Tú nos has creado a tu imagen
y has infundido en todos nosotros tu soplo vital,
para hacernos partícipes de tu ser en comunión.
Aun cuando hemos quebrantado tu alianza
Tú no nos has abandonado en poder de la muerte
sino que en tu infinita misericordia
siempre nos has llamado a volver a Ti
y a vivir como tus hijos.
Infunde en nosotros tu Santo Espíritu
y danos un corazón nuevo,
capaz de escuchar el grito, a menudo silencioso,
de nuestros hermanos y hermanas que han perdido
el calor del hogar y de la patria.
Haz que podamos infundirles esperanza
con miradas y gestos de humanidad.
Haz de nosotros instrumentos de paz
y de amor fraterno concreto.
Líbranos de los miedos y de los prejuicios,
para hacer nuestros sus sufrimientos
y luchar juntos contra la injusticia;
para que crezca un mundo en el que cada persona
sea respetada en su inviolable dignidad,
esa que Tú, oh Padre, has puesto en nosotros
y tu Hijo ha consagrado para siempre.
Amén.