2 abril 2022 | Discurso del Santo Padre, Discursos, Reunión, Visita apostólica

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A MALTA (2-3 DE ABRIL DE 2022) ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES, LA SOCIEDAD CIVIL Y EL CUERPO DIPLOMÁTICO DISCURSO DEL SANTO PADRE

Sala del Consejo Supremo del Palacio del Gran Maestre, La Valeta

Señor Presidente de la República,
miembros del gobierno y del Cuerpo diplomático,
distinguidas autoridades religiosas y civiles,
insignes representantes de la sociedad y del mundo de la cultura,
señoras y señores:
Los saludo cordialmente y agradezco al señor Presidente las amables palabras que
me ha dirigido en nombre de todos los ciudadanos. Vuestros antepasados
ofrecieron hospitalidad al apóstol Pablo cuando se dirigía a Roma, tratándolo a él y
a sus compañeros de viaje con «una cordialidad fuera de lo común» (Hch 28,2);
ahora, viniendo de Roma, yo también experimento la cálida acogida de los
malteses, tesoro que se transmite en este país de generación en generación.
Por su posición, Malta puede ser definida el corazón del Mediterráneo. Pero no sólo
por su posición: el entramado de acontecimientos históricos y el encuentro de los
pueblos hacen de estas islas, desde milenios, un centro de vitalidad y de cultura, de
espiritualidad y de belleza, una encrucijada que ha sabido acoger y armonizar
influjos provenientes de muchas partes. Esta diversidad de influencias hace pensar
en la variedad de vientos que caracterizan al país. No es casual que en las antiguas
representaciones cartográficas del Mediterráneo la rosa de los vientos se colocara a
menudo cerca de la isla de Malta. Quisiera tomar prestada precisamente esa
imagen de la rosa de los vientos, que posiciona las corrientes de aire en base a los
cuatro puntos cardinales, para delinear cuatro influencias esenciales para la vida
social y política de este país.
Los vientos que prevalentemente soplan en las islas malteses son del noroeste. El
norte evoca Europa, en particular la casa de la Unión Europea, edificada para que
allí viva una gran familia unida en la salvaguardia de la paz. Unidad y paz son los
dones que el pueblo maltés pide a Dios cada vez que entona el himno nacional. La
oración escrita por Dun Karm Psaila, en efecto, dice: «Concede, Dios omnipotente,
sabiduría y misericordia a los que gobiernan, salud a los que trabajan, y asegura al
pueblo maltés la unidad y la paz». La paz sigue a la unidad y brota de ella. Esto
recuerda la importancia de trabajar juntos, de anteponer la cohesión a toda
división, de afianzar las raíces y los valores compartidos que han forjado la
singularidad de la sociedad maltesa.
Pero para garantizar una buena convivencia social, no basta con consolidar el
sentido de pertenencia, sino que hay que reforzar los fundamentos de la vida
común, que se basa en el derecho y la legalidad. La honestidad, la justicia, el
sentido del deber y la transparencia son pilares esenciales de una sociedad
civilmente desarrollada. Que el compromiso para extirpar la ilegalidad y la
corrupción sea, por tanto, fuerte como el viento que, soplando desde el norte, barre
las costas del país. Y que se cultiven siempre la legalidad y la transparencia, que
permiten erradicar la delincuencia y la criminalidad, unidas por el hecho de que no
actúan a la luz del sol.
La casa europea, que se compromete a promover los valores de la justicia y de la
equidad social, también está en primera línea para salvaguardar la casa más
amplia, la de la creación. El ambiente en el que vivimos es un regalo del cielo, como
lo reconoce el himno nacional, pidiéndole a Dios que mire la belleza de esta tierra,
madre adornada con la más alta luz. Es cierto, en Malta, donde la luminosidad del
paisaje alivia las dificultades, la creación se muestra como el don que, en medio de
las pruebas de la historia y de la vida, recuerda la belleza de habitar la tierra. Por
eso, hay que protegerla de la avidez voraz, de la codicia del dinero y de la
especulación edilicia, que no sólo afectan el paisaje, sino el futuro. En cambio, el
cuidado del ambiente y la justicia social preparan el porvenir, y son excelentes
caminos para que los jóvenes se apasionen por la buena política, sustrayéndolos a
las tentaciones del desinterés y de la falta de compromiso.
El viento del norte a menudo se mezcla con el que sopla del oeste. Este país
europeo, particularmente en su juventud, comparte, en efecto, los estilos de vida y
de pensamiento occidentales. De esto proceden grandes bienes —pienso, por
ejemplo, en los valores de la libertad y de la democracia—, pero también riesgos
que es necesario vigilar, para que el afán de progreso no lleve a apartarse de las
raíces. Malta es un maravilloso “laboratorio de desarrollo orgánico”, donde
progresar no significa cortar las raíces con el pasado en nombre de una falsa
prosperidad dictada por las ganancias y las necesidades creadas por el
consumismo, así como por el derecho de tener cualquier derecho. Para un
desarrollo sano es importante conservar la memoria y tejer respetuosamente la
armonía entre las generaciones, sin dejarse absorber por homologaciones
artificiales y colonizaciones ideológicas, que frecuentemente se suscitan, por
ejemplo, en el campo de la vida, del inicio de la vida. Son colonizaciones ideológicas
que van contra el derecho a la vida desde el momento de la concepción.
En el fundamento de un crecimiento sólido está la persona humana, el respeto a la
vida y a la dignidad de todo hombre y de toda mujer. Conozco el compromiso de los
malteses por abrazar y proteger la vida. Ya en los Hechos de los Apóstoles ustedes
se distinguían por salvar a mucha gente. Los animo a seguir defendiendo la vida
desde el inicio hasta su fin natural, pero también a protegerla en todo momento del
descarte y del abandono. Pienso especialmente en la dignidad de los trabajadores,
de los ancianos y de los enfermos. Y en los jóvenes, que corren el peligro de
desperdiciar el bien inmenso que son, persiguiendo espejismos que dejan tanto
vacío interior. Es lo que provocan el consumismo exacerbado, la cerrazón ante las
necesidades de los demás y la plaga de la droga, que sofoca la libertad creando
dependencia. ¡Protejamos la belleza de la vida!
Continuando con la rosa de los vientos, miramos al sur. Desde allí llegan tantos
hermanos y hermanas en busca de esperanza. Quisiera agradecer a las autoridades
y a la población por la acogida que les ofrecen en nombre del Evangelio, de la
humanidad y del sentido de hospitalidad típico de los malteses. Según la etimología
fenicia, Malta significa “puerto seguro”. Sin embargo, ante la creciente afluencia de
los últimos años, los temores y las inseguridades han provocado desánimo y
frustración. Para afrontar de una manera adecuada la compleja cuestión migratoria
es necesario situarla dentro de perspectivas más amplias de tiempo y de espacio.
De tiempo: el fenómeno migratorio no es una circunstancia del momento, sino que
marca nuestra época; lleva consigo las deudas de injusticias pasadas, de tanta
explotación, de los cambios climáticos y de los desventurados conflictos cuyas
consecuencias hay que pagar. Desde el sur, pobre y poblado, multitud de personas
se trasladan hacia el norte más rico. Es un hecho que no se puede rechazar con
cerrazones anacrónicas, porque en el aislamiento no habrá prosperidad ni
integración. Asimismo, hay que considerar el espacio. La expansión de la
emergencia migratoria —pensemos en los refugiados de la martirizada Ucrania
actualmente— exige respuestas amplias y compartidas. No pueden cargar con todo
el problema sólo algunos países, mientras otros permanecen indiferentes. Y países
civilizados no pueden sancionar por interés propio acuerdos turbios con
delincuentes que esclavizan a las personas. Desgraciadamente esto sucede. El
Mediterráneo necesita la corresponsabilidad europea, para convertirse nuevamente
en escenario de solidaridad y no ser la avanzada de un trágico naufragio de
civilizaciones. El mare nostrum no puede convertirse en el mayor cementerio de
Europa.
Y a propósito de naufragio, pienso en san Pablo, que en el curso de su última
travesía en el Mediterráneo llegó a estas costas de manera inesperada y fue
socorrido. Después, mordido por una víbora, pensaron que era un asesino; pero
luego, al ver que no le pasó nada malo, fue en cambio considerado un dios (cf. Hch
28,3-6). Entre las exageraciones de los dos extremos se escapaba la evidencia
principal: Pablo era un hombre, necesitado de acogida. La humanidad está ante
todo y recompensa en todo. Lo enseña este país, cuya historia se ha visto
beneficiada por la llegada forzosa del apóstol náufrago. En nombre del Evangelio
que él vivió y predicó, ensanchemos el corazón y descubramos la belleza de servir a
los necesitados. Sigamos por este camino. Hoy, mientras prevalece el miedo y “la
narrativa de la invasión”, y el objetivo principal parece ser la tutela de la propia
seguridad a cualquier costo, ayudémonos a no ver al migrante como una amenaza
y a no ceder a la tentación de alzar puentes levadizos y de erigir muros. El otro no
es un virus del que hay que defenderse, sino una persona que hay que acoger, y «el
ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente,
el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo actual»
(Exhort. ap. Evangelii gaudium, 88). ¡No dejemos que la indiferencia desvanezca el
sueño de vivir juntos! Ciertamente, acoger supone esfuerzo y exige renuncias.
También le ocurrió a san Pablo: para ponerse a salvo primero tuvo que sacrificar los
bienes de la nave (cf. Hch 27,38). Pero son santas las renuncias que se hacen por
un bien más grande, por la vida del hombre, que es el tesoro de Dios.
Por último, está el viento proveniente del este, que a menudo sopla al amanecer.
Homero lo llamaba “Euro” (cf. La Odisea, Canto V). Pero, precisamente del este de
Europa, del Oriente, donde surge antes la luz, han llegado las tinieblas de la guerra.
Pensábamos que las invasiones de otros países, los brutales combates en las calles
y las amenazas atómicas fueran oscuros recuerdos de un pasado lejano. Pero el
viento gélido de la guerra, que sólo trae muerte, destrucción y odio, se ha abatido
con prepotencia sobre la vida de muchos y los días de todos. Y mientras una vez
más algún poderoso, tristemente encerrado en las anacrónicas pretensiones de
intereses nacionalistas, provoca y fomenta conflictos, la gente común advierte la
necesidad de construir un futuro que, o será juntos, o no será. Ahora, en la noche
de la guerra que ha caído sobre la humanidad —por favor— no hagamos que
desaparezca el sueño de la paz.
Malta, que resplandece con luz propia en el corazón del Mediterráneo, puede
inspirarnos, porque es urgente devolver la belleza al rostro del hombre, desfigurado
por la guerra. Hay una hermosa estatua mediterránea datada siglos antes de Cristo
que representa a la paz, Irene, como una mujer que tiene en brazos a Pluto, la
riqueza. Nos recuerda que la paz produce bienestar y la guerra solamente pobreza,
y nos hace pensar el hecho de que en la estatua la paz y la riqueza se representen
como una mamá que tiene en brazos un bebé. La ternura de las madres, que dan la
vida al mundo, y la presencia de las mujeres son la verdadera alternativa a la lógica
perversa del poder, que conduce a la guerra. Necesitamos compasión y cuidados,
no visiones ideológicas y populismos que se alimentan de palabras de odio y no se
preocupan de la vida concreta del pueblo, de la gente común.
Hace más de sesenta años, en un mundo amenazado por la destrucción, donde las
leyes eran dictadas por las contraposiciones ideológicas y la férrea lógica de las
coaliciones, desde la cuenca mediterránea se elevó una voz contracorriente, que a
la exaltación de la propia parte opuso un impulso profético en nombre de la
fraternidad universal. Era la voz de Giorgio La Pira, que dijo: «La coyuntura
histórica que vivimos, el choque de intereses e ideologías que sacuden a la
humanidad, presa de un increíble infantilismo, restituyen al Mediterráneo una
responsabilidad capital: definir nuevamente las normas de una Medida donde el
hombre, abandonado al delirio y a la desmesura, pueda reconocerse» (Intervención
en el Congreso Mediterráneo de la Cultura, 19 febrero 1960). Son palabras
actuales; podemos repetirlas porque tienen una gran actualidad. Cuánto
necesitamos una “medida humana” frente a la agresividad infantil y destructiva que
nos amenaza, frente al riesgo de una “guerra fría ampliada” que puede sofocar la
vida de pueblos y generaciones enteros. Ese “infantilismo”, lamentablemente, no ha
desaparecido. Vuelve a aparecer prepotentemente en las seducciones de la
autocracia, en los nuevos imperialismos, en la agresividad generalizada, en la
incapacidad de tender puentes y de comenzar por los más pobres. Hoy es muy
difícil pensar con la lógica de la paz. Nos hemos habituado a pensar con la lógica de
la guerra. Es aquí donde comienza a soplar el viento gélido de la guerra, que
también esta vez ha sido alimentado a lo largo de los años. Sí, la guerra se fue
preparando desde hace mucho tiempo, con grandes inversiones y comercio de
armas. Y es triste ver cómo el entusiasmo por la paz, que surgió después de la
segunda guerra mundial, se haya debilitado en los últimos decenios, así como el
camino de la comunidad internacional, con pocos poderosos que siguen adelante
por cuenta propia, buscando espacios y zonas de influencia. Y, de este modo, no
sólo la paz, sino tantas grandes cuestiones, como la lucha contra el hambre y las
desigualdades han sido de hecho canceladas de las principales agendas políticas.
Pero la solución a las crisis de cada uno es hacerse cargo de las de todos, porque
los problemas globales requieren soluciones globales. Ayudémonos a escuchar la
sed de paz de la gente, trabajemos para poner las bases de un diálogo cada vez
más amplio, volvamos a reunirnos en conferencias internacionales por la paz,
donde el tema central sea el desarme, con la mirada dirigida a las generaciones que
vendrán. Y que los cuantiosos recursos que siguen siendo destinados a los
armamentos se empleen en el desarrollo, la salud y la alimentación.
En fin, mirando todavía hacia el este, quisiera dirigir un pensamiento al vecino
Oriente Medio, que se refleja en la lengua de este país, que se armoniza con otras,
como recordando la capacidad de los malteses de generar convivencias benéficas,
en una suerte de coexistencia de las diferencias. Esto es lo que necesita Oriente
Medio: el Líbano, Siria, Yemen y otros contextos destrozados por los problemas y la
violencia. Que Malta, corazón del Mediterráneo, siga haciendo palpitar el latido de la
esperanza, el cuidado de la vida, la acogida del otro, el anhelo de paz, con la ayuda
de Dios, cuyo nombre es paz.
¡Que Dios bendiga a Malta y a Gozo!