Queridos hermanos y hermanas:
Gracias por sus palabras. Le agradezco, señora Presidenta, por su presencia y
sus palabras. Hermanas, hermanos, estoy nuevamente aquí para encontrarme
con ustedes; estoy aquí para decirles que estoy cerca de ustedes de corazón;
estoy aquí para ver sus rostros, para mirarlos a los ojos: ojos cargados de miedo
y de esperanza, ojos que han visto la violencia y la pobreza, ojos surcados por
demasiadas lágrimas. Hace cinco años, el Patriarca Ecuménico y querido
hermano Bartolomé dijo en esta isla algo que me impactó: «El que les tiene
miedo no los ha mirado a los ojos. El que les tiene miedo no ha visto sus rostros.
El que les tiene miedo no ve a sus hijos. Olvida que la dignidad y la libertad
trascienden el miedo y la división. Olvida que la migración no es un problema del
Oriente Medio y del África septentrional, de Europa y de Grecia. Es un problema
del mundo» (Discurso, 16 abril 2016).
Sí, es un problema del mundo, una crisis humanitaria que concierne a todos. La
pandemia nos ha afectado globalmente, nos ha hecho sentir a todos en la misma
barca, nos ha hecho experimentar lo que significa tener los mismos miedos.
Hemos comprendido que las grandes cuestiones se afrontan juntos, porque en el
mundo de hoy las soluciones fragmentadas son inadecuadas. Pero mientras se
llevan adelante las vacunaciones a nivel planetario y —aun en medio de muchos
retrasos e incertezas— algo parece que se está moviendo en la lucha contra el
cambio climático, todo parece terriblemente opaco en lo que se refiere a las
migraciones. Y, sin embargo, están en juego personas, vidas humanas. Está en
juego el futuro de todos, que sólo será sereno si está integrado. El futuro sólo
será próspero si se reconcilia con los más débiles. Porque cuando se rechaza a
los pobres, se rechaza la paz. Cierres y nacionalismos —nos enseña la historia—
llevan a consecuencias desastrosas. En efecto, como ha recordado el Concilio
Vaticano II, «es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los
demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la
fraternidad en orden a construir la paz» (Const. past. Gaudium et spes, 78). Es
una ilusión pensar que basta con salvaguardarnos a nosotros mismos,
defendiéndonos de los más débiles que llaman a la puerta. El futuro nos pondrá
cada vez más en contacto unos con otros; para orientarlo hacia el bien no sirven
acciones unilaterales, sino políticas más amplias. La historia, repito, nos enseña,
pero todavía no hemos aprendido. Que no se vuelvan las espaldas a la realidad,
que termine el continuo rebote de responsabilidades, que no se delegue siempre
a los otros la cuestión migratoria, como si a ninguno le importara y fuese sólo
una carga inútil que alguno se ve obligado a soportar.
Hermanas, hermanos, sus rostros, sus ojos nos piden que no miremos a otra
parte, que no reneguemos de la humanidad que nos une, que hagamos nuestras
sus historias y no olvidemos sus dramas. Elie Wiesel, testigo de la tragedia más
grande del siglo pasado, escribió: «Me acerco a los hombres, mis hermanos,
porque recuerdo nuestro origen común, porque me niego a olvidar que su futuro
es tan importante como el mío» (From the Kingdom of Memory, Reminiscenses,
Nueva York, 1990, 10). En este domingo, ruego a Dios que nos despierte del
olvido de quien sufre, que nos sacuda del individualismo que excluye, que
despierte los corazones sordos a las necesidades del prójimo. Y ruego también al
hombre, a cada hombre: superemos la parálisis del miedo, la indiferencia que
mata, el cínico desinterés que con guantes de seda condena a muerte a quienes
están en los márgenes. Afrontemos desde su raíz al pensamiento dominante,
que gira en torno al propio yo, a los propios egoísmos personales y nacionales,
que se convierten en medida y criterio de todo.
Han pasado cinco años desde la visita que realicé con los queridos hermanos
Bartolomé y Ieronymos. Después de todo este tiempo constatamos que poco ha
cambiado sobre la cuestión migratoria. Ciertamente, muchos se han
comprometido en la acogida y en la integración, y quisiera agradecer a los
numerosos voluntarios y a cuantos, a todo nivel —institucional, social, caritativo,
político—, han asumido grandes esfuerzos, haciéndose cargo de las personas y
de la cuestión migratoria. Reconozco el compromiso en la financiación y
construcción de dignas estructuras de acogida y agradezco de corazón a la
población local por todo el bien que ha hecho y los numerosos sacrificios que han
aceptado. Asimismo, quisiera agradecer a las autoridades locales, que reciben,
custodian y ayudan a salir adelante a esta gente que viene a nosotros. Gracias
por lo que hacen. Pero debemos admitir amargamente que este país, como
otros, está atravesando actualmente una situación difícil y que en Europa sigue
habiendo personas que persisten en tratar el problema como un asunto que no
les incumbe. Esto es trágico. Recuerdo sus últimas palabras [dirigiéndose a la
Presidenta]: “Que Europa haga lo mismo”. Y, ¡cuántas condiciones indignas del
hombre! ¡Cuántos puntos críticos donde los migrantes y refugiados viven en
situaciones límite, sin vislumbrar soluciones en el horizonte! Y, sin embargo, el
respeto a las personas y a los derechos humanos —especialmente en el
continente que no cesa de promoverlos en el mundo— debería ser
salvaguardado siempre, y la dignidad de cada uno debería ser antepuesta a
todo. Es triste escuchar que el uso de fondos comunes se propone como solución
para construir muros, para construir alambres de púas. Estamos en la época de
los muros y de los alambres de púas. Ciertamente, los temores y las
inseguridades, las dificultades y los peligros son comprensibles. El cansancio y la
frustración, agudizados por la crisis económica y pandémica, se perciben, pero
no es levantando barreras como se resuelven los problemas y se mejora la
convivencia, sino uniendo fuerzas para hacerse cargo de los demás según las
posibilidades reales de cada uno y en el respeto de la legalidad, poniendo
siempre en primer lugar el valor irrenunciable de la vida de todo hombre, de
toda mujer, de toda persona. Cito una vez más a Elie Wiesel: «Cuando las vidas
humanas están en peligro, cuando la dignidad humana está en peligro, los
límites nacionales se vuelven irrelevantes» (Discurso de aceptación del Premio
Nobel de la paz, 10 diciembre 1986).
En varias sociedades los conceptos de seguridad y solidaridad, local y universal,
tradición y apertura se están oponiendo de modo ideológico. Más que sostener
unas ideas, puede ayudar partir de la realidad, detenerse, ampliar la mirada,
sumergirse en los problemas de la mayoría de la humanidad, de tantas
poblaciones víctimas de emergencias humanitarias que no han provocado sino
sólo padecido, a menudo después de largas historias de explotación todavía en
curso. Es fácil arrastrar a la opinión pública, fomentando el miedo al otro; ¿por
qué, en cambio, con el mismo tono, no se habla de la explotación de los pobres,
o de las guerras olvidadas y a menudo generosamente financiadas, o de los
acuerdos económicos que se hacen a costa de la gente, o de las maniobras
ocultas para traficar armas y hacer que prolifere su comercio? ¿Por qué no se
habla de esto? Hay que enfrentar las causas remotas, no a las pobres personas
que pagan las consecuencias de ello, siendo además usadas como propaganda
política. Para remover las causas profundas no se puede sólo resolver las
emergencias. Se necesitan acciones concertadas. Es necesario acercarse a los
cambios históricos con amplitud de miras. Porque no hay respuestas fáciles para
problemas complejos; existe más bien la necesidad de acompañar los procesos
desde dentro, para superar los guetos y favorecer una lenta e indispensable
integración, para acoger las culturas y las tradiciones de los otros de una manera
fraterna y responsable.
Sobre todo, si queremos recomenzar, miremos el rostro de los niños. Hallemos la
valentía de avergonzarnos ante ellos, que son inocentes y son el futuro.
Interpelan nuestras conciencias y nos preguntan: “¿Qué mundo nos quieren
dar?”. No escapemos rápidamente de las crudas imágenes de sus pequeños
cuerpos sin vida en las playas. El Mediterráneo, que durante milenios ha unido
pueblos diversos y tierras distantes, se está convirtiendo en un frío cementerio
sin lápidas. Esta gran cuenca de agua, cuna de tantas civilizaciones, ahora
parece un espejo de muerte. ¡No dejemos que el mare nostrum se convierta en
un desolador mare mortuum, ni que este lugar de encuentro se vuelva un
escenario de conflictos! No permitamos que este “mar de los recuerdos” se
transforme en el “mar del olvido”. Hermanos y hermanas, les suplico:
¡detengamos este naufragio de civilización!
Dios se hizo hombre en las orillas de este mar. Su Palabra ha resonado llevando
consigo el anuncio de Dios, que es «Padre y guía de los hombres» (S. Gregorio
Nacianceno, Sermón 7, en honor de su hermano Cesario, 24). Él nos ama como
hijos y quiere que seamos hermanos. Y, en cambio, ofendemos a Dios,
despreciando al hombre creado a su imagen, dejándolo a merced de las olas, en
la marea de la indiferencia, a veces justificada incluso en nombre de presuntos
valores cristianos. La fe nos pide compasión y misericordia —no nos olvidemos
que este es el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura—. La fe exhorta a la
hospitalidad, a aquella filoxenia que impregnó la cultura clásica, encontrando
luego en Jesús su propia manifestación definitiva, especialmente en la parábola
del Buen Samaritano (cf. Lc 10,29-37) y en las palabras del capítulo 25 del
Evangelio de Mateo (cf. vv. 31-46). No es ideología religiosa, son raíces
cristianas concretas. Jesús afirma solemnemente que está allí, en el forastero,
en el refugiado, en el que está desnudo y hambriento; y el programa cristiano es
estar donde está Jesús. Sí, porque el programa cristiano, escribió el Papa
Benedicto, «es un corazón que ve» (Carta enc. Deus caritas est, 31).
Y no quisiera terminar este mensaje sin agradecer al pueblo griego por el
recibimiento, pues tantas veces la acogida se convierte en un problema porque
no encuentra camino de salida para la gente, para desplazarse a otro lado.
Gracias, hermanos y hermanas griegos, gracias por esta generosidad. Y ahora
pidamos a la Virgen María que nos abra los ojos ante los sufrimientos de los
hermanos. Ella se puso en camino rápidamente al encuentro de su prima Isabel,
que estaba encinta. ¡Cuántas madres embarazadas encontraron la muerte
rápidamente, estando de viaje, mientras llevaban la vida en su vientre! Que la
Madre de Dios nos ayude a tener una mirada materna, que ve en los hombres
hijos de Dios, hermanas y hermanos que acoger, proteger, promover e integrar;
y a amar con ternura. Que María Santísima nos enseñe a anteponer la realidad
del hombre a las ideas e ideologías, y a dar pasos ágiles al encuentro del que
sufre.
Ahora recemos a la Virgen todos juntos.