9 octubre 2022 | Homilía

SANTA MISA Y CANONIZACIÓN DE LOS BEATOS JUAN BAUTISTA SCALABRINI – ARTÉMIDES ZATTI

PLAZA SAN PEDRO

[…] Mientras Jesús va de camino, diez leprosos se le acercan gritando: «Ten
compasión de nosotros» (Lc 17,13). Los diez son sanados, pero sólo uno de ellos
vuelve para dar las gracias a Jesús: es un samaritano, una especie de hereje para
los judíos. Al principio caminan juntos, pero luego la diferencia la hace aquel
samaritano, que regresa «alabando a Dios a grandes gritos» (v. 15). Detengámonos
en estos dos aspectos que el Evangelio de hoy nos sugiere: caminar juntos y
agradecer.
En primer lugar, caminar juntos. Al principio de la narración no hay distinción entre
el samaritano y los otros nueve. Se habla simplemente de diez leprosos, que
forman un grupo y, sin división, van al encuentro de Jesús. La lepra, como
sabemos, no era sólo una llaga física ―que también hoy debemos esforzarnos por
erradicar―, sino también una “enfermedad social”, pues en aquella época, por
miedo al contagio, los leprosos debían permanecer fuera de la comunidad (cf. Lv
13,46). Por eso, no podían entrar en los pueblos, se los mantenía a distancia,
relegados a los márgenes de la vida social e incluso religiosa, aislados. Caminando
juntos, estos leprosos expresan su grito contra una sociedad que los excluye. Y
fijémonos bien que el samaritano, aunque sea considerado un hereje, un
“extranjero”, forma grupo con los demás. Hermanos y hermanas, la enfermedad y
la fragilidad en común hacen caer las barreras y superan toda exclusión.
Es también una imagen hermosa para nosotros, porque cuando somos honestos
con nosotros mismos, recordamos que todos tenemos el corazón enfermo, que
todos somos pecadores, que todos estamos necesitados de la misericordia del
Padre. Y entonces dejamos de dividirnos en base a los méritos, a los papeles que
desempeñamos o a cualquier otro aspecto exterior de la vida; y caen así los muros
interiores, caen los prejuicios. Así, finalmente, nos redescubrimos como hermanos.
También Naamán el sirio ―como nos ha recordado la primera lectura―, aunque era
rico y poderoso, para ser curado tuvo que hacer una cosa sencilla, sumergirse en el
río en el que todos los demás se bañaban. Para empezar, tuvo que quitarse su
armadura, sus ropas (cf. 2 Re 5). Cuánto bien nos hace quitarnos nuestras
armaduras exteriores, nuestras barreras defensivas, y darnos un buen baño de

humildad, recordando que todos somos frágiles por dentro, todos estamos
necesitados de curación; todos somos hermanos. Recordemos que la fe cristiana
siempre nos pide que avancemos junto a los demás, nunca que seamos caminantes
solitarios; siempre nos invita a salir de nosotros mismos hacia Dios y hacia los
hermanos, nunca a encerrarnos en nosotros mismos; siempre nos pide que nos
reconozcamos necesitados de curación y de perdón, que compartamos las
fragilidades de los que nos rodean, sin sentirnos superiores.
Hermanos y hermanas, comprobemos si en nuestra vida, en nuestras familias, en
los lugares donde trabajamos y que frecuentamos cada día, somos capaces de
caminar junto a los demás, somos capaces de escuchar, de vencer la tentación de
atrincherarnos en nuestra autorreferencialidad y de pensar sólo en nuestras propias
necesidades. Pero caminar juntos ―es decir, ser “sinodales”―, es también la
vocación de la Iglesia. Preguntémonos hasta qué punto somos realmente
comunidades abiertas y que incluyen a todos; si somos capaces de trabajar juntos,
sacerdotes y laicos, al servicio del Evangelio; si tenemos una actitud de acogida
―no sólo con palabras, sino con gestos concretos― hacia los que están alejados y
hacia todos los que se acercan a nosotros, sintiéndose inadecuados a causa de sus
complicadas trayectorias de vida. ¿Los hacemos sentir parte de la comunidad o los
excluimos? Me da miedo cuando veo comunidades cristianas que dividen el mundo
en buenos y malos, en santos y pecadores; de esa manera, terminamos
sintiéndonos mejores que los demás y dejamos fuera a muchos que Dios quiere
abrazar. Por favor, hay que incluir siempre, tanto en la Iglesia como en la sociedad,
todavía marcada por tantas desigualdades y marginaciones. Incluir a todos. Y hoy,
en el día en que Scalabrini se convierte en santo, quisiera pensar en los migrantes.
Es escandalosa la exclusión de los migrantes. Es más, la exclusión de los migrantes
es criminal, los hace morir delante de nosotros. Y es así que tenemos hoy el
Mediterráneo, que es el cementerio más grande del mundo. La exclusión de los
migrantes es repugnante, es pecaminosa, es criminal. No abrir la puerta a quien
tiene necesidad. “No, no los excluimos, los enviamos a otra parte”: a los campos de
concentración, donde se aprovechan de ellos y son vendidos como esclavos.
Hermanos y hermanas, pensemos hoy en nuestros migrantes, en los que mueren. Y
a aquellos que son capaces de entrar, ¿los recibimos como hermanos o nos
aprovechamos de ellos? Sólo dejo la pregunta.
El segundo aspecto es agradecer. En el grupo de los diez leprosos hubo uno solo
que, al verse curado, volvió a alabar a Dios y a mostrar su gratitud a Jesús. Los
otros nueve fueron sanados, pero luego cada uno tomó su camino, olvidándose de
Aquel que los había curado. Olvidar las gracias que Dios nos da. El samaritano, en
cambio, hizo del don recibido el inicio de un nuevo camino; regresó donde Aquel
que lo había sanado, fue a conocer de cerca a Jesús y comenzó una relación con Él.
Su actitud de gratitud no fue, pues, un simple gesto de cortesía, sino el inicio de un

camino de gratitud. Se postró a los pies de Cristo (cf. Lc 17,16), es decir, realiza un
gesto de adoración, reconoció que Jesús es el Señor, y que Él era más importante
que la curación que había recibido.
Y esta, hermanos y hermanas, es también una gran lección para nosotros, que nos
beneficiamos de los dones de Dios todos los días, pero que a menudo seguimos
nuestro propio camino, olvidándonos de cultivar una relación viva, real con Él. Esa
es una fea enfermedad espiritual, dar todo por sentado, incluso la fe, incluso
nuestra relación con Dios, hasta el punto de convertirnos en cristianos que ya no
saben asombrarse, que ya no saben decir “gracias”, que no muestran gratitud, que
no saben ver las maravillas del Señor. “Cristianos superficiales”, como decía una
señora que conocí. De esta manera, acabamos pensando que todo lo que recibimos
cada día sea obvio y merecido. La gratitud, el saber decir “gracias”, nos lleva en
cambio a atestiguar la presencia de Dios-amor. Y también a reconocer la
importancia de los demás, superando la insatisfacción y la indiferencia que
deforman nuestro corazón. Saber dar las gracias es esencial. Todos los días, dar
gracias al Señor, aprender a darnos las gracias entre nosotros: en la familia, por
esas pequeñas cosas que recibimos a veces sin ni siquiera preguntarnos de dónde
vienen; en los lugares que frecuentamos cada día, por los muchos servicios que
disfrutamos y por las personas que nos apoyan; en nuestras comunidades
cristianas, por el amor de Dios que experimentamos a través de la cercanía de los
hermanos y hermanas que muchas veces en silencio rezan, ofrecen, sufren,
caminan con nosotros. Por favor, no olvidemos nunca esta palabra clave: ¡Gracias!
No nos olvidemos de escuchar y decir “gracias.
Los dos santos canonizados hoy nos recuerdan la importancia de caminar juntos y
de saber dar las gracias. El obispo Scalabrini, que fundó dos Congregaciones para el
cuidado de los migrantes, una masculina y una femenina, afirmaba que en el
caminar común de los que emigran no había que ver sólo problemas, sino también
un designio de la Providencia: “Precisamente gracias a las migraciones forzadas por
las persecuciones ―decía― la Iglesia cruzó las fronteras de Jerusalén y de Israel y
se hizo ‘católica’; gracias a las migraciones de hoy la Iglesia será un instrumento de
paz y comunión entre los pueblos” (cf. L’emigrazione degli operai italiani, Ferrara
1899). Hay una migración en este momento, aquí en Europa, que nos hace sufrir
tanto y nos mueve a abrir el corazón. La migración de los ucranianos que huyen de
la guerra. No nos olvidemos hoy de la Ucrania martirizada. Scalabrini miraba más
allá, miraba hacia el futuro, hacia un mundo y una Iglesia sin barreras, sin
extranjeros. Por su parte, el hermano salesiano Artémides Zatti, con su bicicleta,
fue un ejemplo vivo de gratitud. Curado de la tuberculosis, dedicó toda su vida a
saciar las necesidades de los demás, a cuidar a los enfermos con amor y ternura.
Se dice que lo vieron cargarse sobre la espalda el cadáver de uno de sus pacientes.

Lleno de gratitud por lo que había recibido, quiso manifestar su acción de gracias
asumiendo las heridas de los demás. Dos ejemplos.
Recemos para que estos santos hermanos nuestros nos ayuden a caminar juntos,
sin muros de división; y a cultivar esa nobleza de espíritu tan agradable a Dios que
es la gratitud.