Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la liturgia de hoy se narra el episodio de la tempestad calmada por Jesús (Mc
4,35-41). La barca en la que los discípulos atraviesan el lago es asaltada por el
viento y las olas y ellos temen hundirse. Jesús está con ellos en la barca, sin
embargo, se queda en la popa durmiendo sobre un cabezal. Los discípulos,
llenos de miedo, le gritan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38).
Y muchas veces también nosotros, asaltados por las pruebas de la vida, hemos
gritado al Señor: “¿Por qué te quedas en silencio y no haces nada por mí?”.
Sobre todo cuando parece que nos hundimos, porque el amor o el proyecto en el
que habíamos puesto grandes esperanzas desvanece; o cuando estamos a
merced de las persistentes olas de la ansiedad; o cuando nos sentimos
sumergidos por los problemas o perdidos en medio del mar de la vida, sin ruta y
sin puerto. O incluso, en los momentos en los que desaparece la fuerza para ir
adelante, porque falta el trabajo o un diagnóstico inesperado nos hace temer por
nuestra salud o la de un ser querido. Son muchos los momentos en los que nos
sentimos en tempestad, nos sentimos casi acabados.
En estas situaciones y en muchas otras, también nosotros nos sentimos
ahogados por el miedo y, como los discípulos, corremos el riesgo de perder de
vista lo más importante. En la barca, de hecho, incluso si duerme, Jesús está, y
comparte con los suyos todo lo que está sucediendo. Su sueño, por un lado nos
sorprende, y por el otro nos pone a prueba. El Señor está ahí, presente; de
hecho, espera —por así decir— que seamos nosotros los que le impliquemos, le
invoquemos, le pongamos en el centro de lo que vivimos. Su sueño nos provoca
el despertarnos. Porque, para ser discípulos de Jesús, no basta con creer que
Dios está, que existe, sino que es necesario involucrarse con Él, es necesario
también alzar la voz con Él. Escuchad esto: es necesario gritarle a Él. La oración,
muchas veces, es un grito: “¡Señor, sálvame!”. Hoy, Día del Refugiado, estaba
viendo en el programa “A sua immagine” (A su imagen), muchos que vienen en
pateras y cuando se van a ahogar gritan: “¡Sálvanos!”. También en nuestra vida
sucede lo mismo: “¡Señor, sálvanos!”, y la oración se convierte en un grito.
Hoy podemos preguntarnos: ¿cuáles son los vientos que se abaten sobre mi
vida, cuáles son las olas que obstaculizan mi navegación y ponen en peligro mi
vida espiritual, mi vida de familia, mi vida psíquica también? Digamos todo esto
a Jesús, contémosle todo. Él lo desea, quiere que nos aferremos a Él para
encontrar refugio de las olas anómalas de vida. El Evangelio cuenta que los
discípulos se acercan a Jesús, le despiertan y le hablan (cfr. v. 38). Este es el
inicio de nuestra fe: reconocer que solos no somos capaces de mantenernos a
flote, que necesitamos a Jesús como los marineros a las estrellas para encontrar
la ruta. La fe comienza por el creer que no bastamos nosotros mismos, con el
sentir que necesitamos a Dios. Cuando vencemos la tentación de encerrarnos en
nosotros mismos, cuando superamos la falsa religiosidad que no quiere
incomodar a Dios, cuando le gritamos a Él, Él puede obrar maravillas en
nosotros. Es la fuerza mansa y extraordinaria de la oración, que realiza milagros.
Jesús, implorado por los discípulos, calma el viento y las olas. Y les plantea una
pregunta, una pregunta que nos concierne también a nosotros: «¿Por qué estáis
con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?» (v. 40). Los discípulos se habían dejado
llevar por el miedo, porque se habían quedado mirando las olas más que mirar a
Jesús. Y el miedo nos lleva a mirar las dificultades, los problemas difíciles y no a
mirar al Señor, que muchas veces duerme. También para nosotros es así:
¡cuántas veces nos quedamos mirando los problemas en vez de ir al Señor y
dejarle a Él nuestras preocupaciones! ¡Cuántas veces dejamos al Señor en un
rincón, en el fondo de la barca de la vida, para despertarlo solo en el momento
de la necesidad! Pidamos hoy la gracia de una fe que no se canse de buscar al
Señor, de llamar a la puerta de su Corazón. La Virgen María, que en su vida
nunca dejó de confiar en Dios, despierte en nosotros la necesidad vital de
encomendarnos a Él cada día.
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Después del Ángelus
¡Queridos hermanos y hermanas!
Uno mi voz a la de los obispos de Myanmar, que la semana pasada lanzaron un
llamamiento llamando la atención del mundo entero sobre la desgarradora
experiencia de miles de personas que en ese país están desplazados y están
muriendo de hambre: «Nosotros suplicamos con toda la gentileza permitir
pasillos humanitarios» y que «iglesias, pagodas, monasterios, mezquitas,
templos, como también escuelas y hospitales» sean respetados como lugares
neutrales de refugio. ¡Que el Corazón de Cristo toque los corazones de todos
llevando paz a Myanmar!
Hoy se celebra el Día Mundial del Refugiado, promovido por las Naciones Unidas,
sobre el tema “Juntos podemos hacer la diferencia”. Abramos nuestro corazón a
los refugiados; hagamos nuestras sus tristezas y sus alegrías; ¡aprendamos de
su valiente resiliencia! Y así, todos juntos, haremos crecer una comunidad más
humana, una única gran familia.