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SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA PAPA FRANCISCO ÁNGELUS

Después del Ángelus:
Queridos hermanos y hermanas:
Hace dos días regresé de mi viaje a Chipre y Grecia. Doy gracias al Señor por
esta peregrinación; les agradezco a todos ustedes por las oraciones que me han
acompañado, y a la gente de esos dos queridos países, con sus autoridades
civiles y religiosas, por el cariño y la amabilidad con que me recibieron. A todos
les repito: ¡gracias!
Chipre es una perla en el Mediterráneo, una perla de rara belleza, que sin
embargo lleva impresa la herida del alambre de púas, el dolor de un muro que la
divide. En Chipre me sentí como en casa; en todos hallé hermanos y hermanas.
Guardo cada reunión en mi corazón, especialmente la Misa en el estadio de
Nicosia. Mi querido hermano ortodoxo Chrysostomos me conmovió cuando me
habló de la Iglesia Madre: como cristianos seguimos caminos diferentes, pero
somos hijos de la Iglesia de Jesús, que es Madre y nos acompaña, nos protege,
nos hace seguir adelante, todos hermanos. Mi deseo para Chipre es que sea
siempre un laboratorio de fraternidad, donde el encuentro prevalezca sobre el
enfrentamiento, donde el hermano sea acogido, especialmente cuando es pobre,
descartado, emigrado. Repito que, frente a la historia, frente a los rostros de los
que emigran, no podemos callarnos, no podemos mirar a otro lado.
En Chipre, como en Lesbos, pude mirar a los ojos este sufrimiento: por favor,
miremos a los ojos a las personas descartadas que encontramos, dejémonos
provocar por los rostros de los niños, hijos de migrantes desesperados. Dejemos
que su sufrimiento nos excave dentro para reaccionar ante nuestra indiferencia;
¡miremos sus caras, para despertar del sueño de la costumbre!
Pienso también con gratitud en Grecia. Allí también recibí una acogida fraterna.
En Atenas me sentí inmerso en la grandeza de la historia, en esa memoria de
Europa: humanismo, democracia, sabiduría, fe. Allí también experimenté la
mística del conjunto: en el encuentro con los hermanos obispos y la comunidad
católica, en la misa festiva, celebrada el día del Señor, y luego con los jóvenes,
que venían de muchas partes, algunos de muy lejos para vivir y compartir la
alegría del evangelio. Y nuevamente, experimenté el don de abrazar al querido
arzobispo ortodoxo Ieronymos: primero me recibió en su casa y al día siguiente
vino a verme. Guardo esta fraternidad en mi corazón. Encomiendo a la Santa
Madre de Dios las muchas semillas de encuentro y esperanza que el Señor ha
sembrado en esta peregrinación. Les pido que continúen orando para que
germinen en la paciencia y florezcan en la confianza. […]

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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A CHIPRE Y GRECIA (2-6 DE DICIEMBRE DE 2021) VISITA A LOS REFUGIADOS DISCURSO DEL SANTO PADRE

Queridos hermanos y hermanas:
Gracias por sus palabras. Le agradezco, señora Presidenta, por su presencia y
sus palabras. Hermanas, hermanos, estoy nuevamente aquí para encontrarme
con ustedes; estoy aquí para decirles que estoy cerca de ustedes de corazón;
estoy aquí para ver sus rostros, para mirarlos a los ojos: ojos cargados de miedo
y de esperanza, ojos que han visto la violencia y la pobreza, ojos surcados por
demasiadas lágrimas. Hace cinco años, el Patriarca Ecuménico y querido
hermano Bartolomé dijo en esta isla algo que me impactó: «El que les tiene
miedo no los ha mirado a los ojos. El que les tiene miedo no ha visto sus rostros.
El que les tiene miedo no ve a sus hijos. Olvida que la dignidad y la libertad
trascienden el miedo y la división. Olvida que la migración no es un problema del
Oriente Medio y del África septentrional, de Europa y de Grecia. Es un problema
del mundo» (Discurso, 16 abril 2016).
Sí, es un problema del mundo, una crisis humanitaria que concierne a todos. La
pandemia nos ha afectado globalmente, nos ha hecho sentir a todos en la misma
barca, nos ha hecho experimentar lo que significa tener los mismos miedos.
Hemos comprendido que las grandes cuestiones se afrontan juntos, porque en el
mundo de hoy las soluciones fragmentadas son inadecuadas. Pero mientras se
llevan adelante las vacunaciones a nivel planetario y —aun en medio de muchos
retrasos e incertezas— algo parece que se está moviendo en la lucha contra el
cambio climático, todo parece terriblemente opaco en lo que se refiere a las
migraciones. Y, sin embargo, están en juego personas, vidas humanas. Está en
juego el futuro de todos, que sólo será sereno si está integrado. El futuro sólo
será próspero si se reconcilia con los más débiles. Porque cuando se rechaza a
los pobres, se rechaza la paz. Cierres y nacionalismos —nos enseña la historia—
llevan a consecuencias desastrosas. En efecto, como ha recordado el Concilio
Vaticano II, «es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los
demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la
fraternidad en orden a construir la paz» (Const. past. Gaudium et spes, 78). Es
una ilusión pensar que basta con salvaguardarnos a nosotros mismos,
defendiéndonos de los más débiles que llaman a la puerta. El futuro nos pondrá
cada vez más en contacto unos con otros; para orientarlo hacia el bien no sirven
acciones unilaterales, sino políticas más amplias. La historia, repito, nos enseña,
pero todavía no hemos aprendido. Que no se vuelvan las espaldas a la realidad,
que termine el continuo rebote de responsabilidades, que no se delegue siempre
a los otros la cuestión migratoria, como si a ninguno le importara y fuese sólo
una carga inútil que alguno se ve obligado a soportar.
Hermanas, hermanos, sus rostros, sus ojos nos piden que no miremos a otra
parte, que no reneguemos de la humanidad que nos une, que hagamos nuestras
sus historias y no olvidemos sus dramas. Elie Wiesel, testigo de la tragedia más
grande del siglo pasado, escribió: «Me acerco a los hombres, mis hermanos,
porque recuerdo nuestro origen común, porque me niego a olvidar que su futuro
es tan importante como el mío» (From the Kingdom of Memory, Reminiscenses,
Nueva York, 1990, 10). En este domingo, ruego a Dios que nos despierte del
olvido de quien sufre, que nos sacuda del individualismo que excluye, que
despierte los corazones sordos a las necesidades del prójimo. Y ruego también al
hombre, a cada hombre: superemos la parálisis del miedo, la indiferencia que
mata, el cínico desinterés que con guantes de seda condena a muerte a quienes
están en los márgenes. Afrontemos desde su raíz al pensamiento dominante,
que gira en torno al propio yo, a los propios egoísmos personales y nacionales,
que se convierten en medida y criterio de todo.
Han pasado cinco años desde la visita que realicé con los queridos hermanos
Bartolomé y Ieronymos. Después de todo este tiempo constatamos que poco ha
cambiado sobre la cuestión migratoria. Ciertamente, muchos se han
comprometido en la acogida y en la integración, y quisiera agradecer a los
numerosos voluntarios y a cuantos, a todo nivel —institucional, social, caritativo,
político—, han asumido grandes esfuerzos, haciéndose cargo de las personas y
de la cuestión migratoria. Reconozco el compromiso en la financiación y
construcción de dignas estructuras de acogida y agradezco de corazón a la
población local por todo el bien que ha hecho y los numerosos sacrificios que han
aceptado. Asimismo, quisiera agradecer a las autoridades locales, que reciben,
custodian y ayudan a salir adelante a esta gente que viene a nosotros. Gracias
por lo que hacen. Pero debemos admitir amargamente que este país, como
otros, está atravesando actualmente una situación difícil y que en Europa sigue
habiendo personas que persisten en tratar el problema como un asunto que no
les incumbe. Esto es trágico. Recuerdo sus últimas palabras [dirigiéndose a la
Presidenta]: “Que Europa haga lo mismo”. Y, ¡cuántas condiciones indignas del
hombre! ¡Cuántos puntos críticos donde los migrantes y refugiados viven en
situaciones límite, sin vislumbrar soluciones en el horizonte! Y, sin embargo, el
respeto a las personas y a los derechos humanos —especialmente en el
continente que no cesa de promoverlos en el mundo— debería ser
salvaguardado siempre, y la dignidad de cada uno debería ser antepuesta a
todo. Es triste escuchar que el uso de fondos comunes se propone como solución
para construir muros, para construir alambres de púas. Estamos en la época de
los muros y de los alambres de púas. Ciertamente, los temores y las
inseguridades, las dificultades y los peligros son comprensibles. El cansancio y la
frustración, agudizados por la crisis económica y pandémica, se perciben, pero
no es levantando barreras como se resuelven los problemas y se mejora la
convivencia, sino uniendo fuerzas para hacerse cargo de los demás según las
posibilidades reales de cada uno y en el respeto de la legalidad, poniendo
siempre en primer lugar el valor irrenunciable de la vida de todo hombre, de
toda mujer, de toda persona. Cito una vez más a Elie Wiesel: «Cuando las vidas
humanas están en peligro, cuando la dignidad humana está en peligro, los
límites nacionales se vuelven irrelevantes» (Discurso de aceptación del Premio
Nobel de la paz, 10 diciembre 1986).
En varias sociedades los conceptos de seguridad y solidaridad, local y universal,
tradición y apertura se están oponiendo de modo ideológico. Más que sostener
unas ideas, puede ayudar partir de la realidad, detenerse, ampliar la mirada,
sumergirse en los problemas de la mayoría de la humanidad, de tantas
poblaciones víctimas de emergencias humanitarias que no han provocado sino
sólo padecido, a menudo después de largas historias de explotación todavía en
curso. Es fácil arrastrar a la opinión pública, fomentando el miedo al otro; ¿por
qué, en cambio, con el mismo tono, no se habla de la explotación de los pobres,
o de las guerras olvidadas y a menudo generosamente financiadas, o de los
acuerdos económicos que se hacen a costa de la gente, o de las maniobras
ocultas para traficar armas y hacer que prolifere su comercio? ¿Por qué no se
habla de esto? Hay que enfrentar las causas remotas, no a las pobres personas
que pagan las consecuencias de ello, siendo además usadas como propaganda
política. Para remover las causas profundas no se puede sólo resolver las
emergencias. Se necesitan acciones concertadas. Es necesario acercarse a los
cambios históricos con amplitud de miras. Porque no hay respuestas fáciles para
problemas complejos; existe más bien la necesidad de acompañar los procesos
desde dentro, para superar los guetos y favorecer una lenta e indispensable
integración, para acoger las culturas y las tradiciones de los otros de una manera
fraterna y responsable.
Sobre todo, si queremos recomenzar, miremos el rostro de los niños. Hallemos la
valentía de avergonzarnos ante ellos, que son inocentes y son el futuro.
Interpelan nuestras conciencias y nos preguntan: “¿Qué mundo nos quieren
dar?”. No escapemos rápidamente de las crudas imágenes de sus pequeños
cuerpos sin vida en las playas. El Mediterráneo, que durante milenios ha unido
pueblos diversos y tierras distantes, se está convirtiendo en un frío cementerio
sin lápidas. Esta gran cuenca de agua, cuna de tantas civilizaciones, ahora
parece un espejo de muerte. ¡No dejemos que el mare nostrum se convierta en
un desolador mare mortuum, ni que este lugar de encuentro se vuelva un
escenario de conflictos! No permitamos que este “mar de los recuerdos” se
transforme en el “mar del olvido”. Hermanos y hermanas, les suplico:
¡detengamos este naufragio de civilización!
Dios se hizo hombre en las orillas de este mar. Su Palabra ha resonado llevando
consigo el anuncio de Dios, que es «Padre y guía de los hombres» (S. Gregorio
Nacianceno, Sermón 7, en honor de su hermano Cesario, 24). Él nos ama como
hijos y quiere que seamos hermanos. Y, en cambio, ofendemos a Dios,
despreciando al hombre creado a su imagen, dejándolo a merced de las olas, en
la marea de la indiferencia, a veces justificada incluso en nombre de presuntos
valores cristianos. La fe nos pide compasión y misericordia —no nos olvidemos
que este es el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura—. La fe exhorta a la
hospitalidad, a aquella filoxenia que impregnó la cultura clásica, encontrando
luego en Jesús su propia manifestación definitiva, especialmente en la parábola
del Buen Samaritano (cf. Lc 10,29-37) y en las palabras del capítulo 25 del
Evangelio de Mateo (cf. vv. 31-46). No es ideología religiosa, son raíces
cristianas concretas. Jesús afirma solemnemente que está allí, en el forastero,
en el refugiado, en el que está desnudo y hambriento; y el programa cristiano es
estar donde está Jesús. Sí, porque el programa cristiano, escribió el Papa
Benedicto, «es un corazón que ve» (Carta enc. Deus caritas est, 31).
Y no quisiera terminar este mensaje sin agradecer al pueblo griego por el
recibimiento, pues tantas veces la acogida se convierte en un problema porque
no encuentra camino de salida para la gente, para desplazarse a otro lado.
Gracias, hermanos y hermanas griegos, gracias por esta generosidad. Y ahora
pidamos a la Virgen María que nos abra los ojos ante los sufrimientos de los
hermanos. Ella se puso en camino rápidamente al encuentro de su prima Isabel,
que estaba encinta. ¡Cuántas madres embarazadas encontraron la muerte
rápidamente, estando de viaje, mientras llevaban la vida en su vientre! Que la
Madre de Dios nos ayude a tener una mirada materna, que ve en los hombres
hijos de Dios, hermanas y hermanos que acoger, proteger, promover e integrar;
y a amar con ternura. Que María Santísima nos enseñe a anteponer la realidad
del hombre a las ideas e ideologías, y a dar pasos ágiles al encuentro del que
sufre.
Ahora recemos a la Virgen todos juntos.

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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A CHIPRE Y GRECIA (2-6 DE DICIEMBRE DE 2021) ENCUENTRO DE SU BEATITUD JERÓNIMO II Y SU SANTIDAD FRANCISCO DISCURSO DEL SANTO PADRE

Beatitud:
«Gracia y paz de parte de Dios» (Rm 1,7). Lo saludo con estas palabras del gran
apóstol Pablo, las mismas con las que, mientras se encontraba en tierra griega,
se dirigió a los fieles de Roma. Hoy nuestro encuentro renueva esa gracia y esa
paz. Rezando ante los trofeos de la Iglesia de Roma, que son las tumbas de los
apóstoles y de los mártires, me he sentido impulsado a venir aquí como
peregrino, con gran respeto y humildad, para renovar esa comunión apostólica y
alimentar la caridad fraterna. En este sentido deseo agradecerle, Beatitud, por
las palabras que me ha dirigido y que correspondo con afecto, saludando, por
medio suyo, al clero, a las comunidades monásticas y a todos los fieles
ortodoxos de Grecia.
Hace cinco años nos encontramos en Lesbos, en la emergencia de uno de los
dramas más grandes de nuestro tiempo, el de tantos hermanos y hermanas
migrantes que no pueden ser dejados en la indiferencia y vistos sólo como una
carga que hay que gestionar o, todavía peor, que hay que delegar a otro. Ahora
volvemos a encontrarnos para compartir la alegría de la fraternidad y mirar al
Mediterráneo que nos rodea no sólo como un lugar que preocupa y divide, sino
también como un mar que nos une. Hace un momento recordé los olivos
centenarios que aúnan estas tierras. Volviendo a evocar estos árboles que nos
vinculan, pienso en las raíces que compartimos: son subterráneas, están
escondidas, a menudo descuidadas, pero existen y lo sostienen todo. ¿Cuáles
son nuestras raíces comunes que han atravesado los siglos? Son las raíces
apostólicas. San Pablo las ponía de manifiesto recordando la importancia de
estar «edificados sobre el cimiento de los apóstoles» (Ef 2,20). Estas raíces, que
han crecido de la semilla del Evangelio, comenzaron a dar grandes frutos
precisamente en la cultura helénica, pienso en tantos Padres y en los primeros
grandes Concilios ecuménicos. […]

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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A CHIPRE Y GRECIA (2-6 DE DICIEMBRE DE 2021) ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES, LA SOCIEDAD CIVIL Y EL CUERPO DIPLOMÁTICO DISCURSO DEL SANTO PADRE

Señora Presidenta de la República,
miembros del gobierno y del Cuerpo diplomático,
distinguidas Autoridades religiosas y civiles,
insignes Representantes de la sociedad y del mundo de la cultura,
señoras y señores:
Los saludo cordialmente y agradezco a la señora Presidenta las palabras de
bienvenida que me ha dirigido en nombre de ustedes y de todos los ciudadanos
griegos. Es un honor estar en esta gloriosa ciudad. Hago mías las palabras de
san Gregorio Nacianceno: «Atenas áurea y dispensadora de bien… cuando
buscaba la elocuencia, encontré la felicidad» (Oratio 43,14). Vengo como
peregrino a estos lugares que sobreabundan de espiritualidad, cultura y
civilización, para percibir la misma felicidad que entusiasmó al gran Padre de la
Iglesia. Era la alegría de cultivar la sabiduría y de compartir su belleza. Una
felicidad, por tanto, que no es individual ni está aislada, sino que, naciendo del
asombro, tiende al infinito y se abre a la comunidad; una sabia felicidad, que
desde estos lugares se ha difundido en todas partes. Sin Atenas y sin Grecia,
Europa y el mundo no serían lo que son: serían menos sabios y menos felices.
Desde aquí, los horizontes de la humanidad se han dilatado. Yo también me
siento invitado a elevar la mirada y a detenerla en la parte más alta de la
ciudad: la Acrópolis. Visible desde lejos para los viajeros que han llegado hasta
allí a través de los milenios, ofrecía una imprescindible referencia a la divinidad.
Es la llamada a ampliar los horizontes hacia lo alto, desde el Monte Olimpo a la
Acrópolis y al Monte Athos. Grecia invita al hombre de todos los tiempos a
orientar el viaje de la vida hacia lo alto: hacia Dios, porque necesitamos de la
trascendencia para ser verdaderamente humanos. Y mientras hoy en el
Occidente, que ha nacido aquí, se tiende a ofuscar la necesidad del Cielo,
atrapados por el frenesí de miles de carreras terrenas y por la avidez insaciable
de un consumismo que despersonaliza, estos lugares nos invitan a dejarnos
sorprender por el infinito, por la belleza del ser, por la alegría de la fe. Por aquí
han pasado los caminos del Evangelio que han unido el Oriente y el Occidente,
los Santos Lugares y Europa, Jerusalén y Roma; esos Evangelios que, para llevar
al mundo la buena noticia de Dios amante del hombre, se escribieron en griego,
lengua inmortal usada por la Palabra —el Logos— para expresarse, lenguaje de
la sabiduría humana convertido en voz de la Sabiduría divina.
Pero en esta ciudad la mirada, además de dirigirse hacia lo alto, se impulsa
también hacia el otro. Nos lo recuerda el mar, al que Atenas se asoma y que
orienta la vocación de esta tierra, situada en el corazón del Mediterráneo para
ser puente entre las personas. Aquí grandes historiadores se apasionaron
narrando las historias de los pueblos cercanos y lejanos. Aquí, según la conocida
afirmación de Sócrates, tuvo comienzo el sentirse ciudadanos no sólo de la
propia patria, sino del mundo entero. Ciudadanos, aquí el hombre tomó
conciencia de ser “un animal político” (cf. Aristóteles, Política, I, 2) y, como parte
de una comunidad, vio en los otros no sólo sujetos, sino ciudadanos con los que
organizar juntos la polis. Aquí nació la democracia. La cuna, milenios después,
se convirtió en una casa, una gran casa de pueblos democráticos: me refiero a la
Unión Europea y al sueño de paz y fraternidad que representa para tantos
pueblos.
Sin embargo, no se puede dejar de constatar con preocupación cómo hoy, no
sólo en el continente europeo, se registra un retroceso de la democracia. Ésta
requiere la participación y la implicación de todos y por tanto exige esfuerzo y
paciencia; la democracia es compleja, mientras el autoritarismo es expeditivo y
las promesas fáciles propuestas por los populismos se muestran atrayentes. En
diversas sociedades, preocupadas por la seguridad y anestesiadas por el
consumismo, el cansancio y el malestar conducen a una suerte de “escepticismo
democrático”. Sin embargo, la participación de todos es una exigencia
fundamental, no sólo para alcanzar objetivos comunes, sino porque responde a
lo que somos: seres sociales, irrepetibles y al mismo tiempo interdependientes.
Pero también existe un escepticismo, en relación a la democracia, provocado por
la distancia de las instituciones, por el temor a la pérdida de identidad y por la
burocracia. El remedio a esto no está en la búsqueda obsesiva de popularidad,
en la sed de visibilidad, en la proclamación de promesas imposibles o en la
adhesión a abstractas colonizaciones ideológicas, sino que está en la buena
política. Porque la política es algo bueno y así debe ser en la práctica, en cuanto
responsabilidad suprema del ciudadano, en cuanto arte del bien común. Para que
el bien sea realmente participado, hay que dirigir una atención particular, diría
prioritaria, a las franjas más débiles. Esta es la dirección a seguir, que un padre
fundador de Europa indicó como antídoto para las polarizaciones que animan la
democracia, pero que amenazan con exasperarla: «Se habla mucho de quien
está a la izquierda o a la derecha, pero lo decisivo es ir hacia adelante, e ir hacia
adelante significa encaminarse hacia la justicia social» (A. De Gasperi, Discurso
en Milán, 23 abril 1949). En este sentido, es necesario un cambio de ritmo,
mientras cada día se difunden miedos, amplificados por la comunicación virtual,
y se elaboran teorías para oponerse a los demás. Ayudémonos, en cambio, a
pasar del partidismo a la participación; del mero compromiso por sostener la
propia facción a implicarse activamente por la promoción de todos.
Del partidismo a la participación. Es la motivación que nos debe impulsar en
varios frentes: pienso en el clima, en la pandemia, en el mercado común y sobre
todo en las pobrezas extendidas. Son desafíos que piden colaborar de manera
concreta y activa, lo necesita la comunidad internacional, para abrir caminos de
paz a través de un multilateralismo que no sea sofocado por excesivas
pretensiones nacionalistas; lo necesita la política, para poner las exigencias
comunes ante los intereses privados. Puede parecer una utopía, un viaje sin
esperanza en un mar turbulento, una odisea larga e irrealizable. Y, sin embargo,
como enseña el gran relato homérico, el viaje en un mar agitado es a menudo el
único camino. Y alcanza la meta si está animado por el deseo de un hogar, por la
búsqueda de seguir adelante juntos, por el nóstos álgos, por la nostalgia. A este
respecto, quisiera renovar mi aprecio por el difícil recorrido que ha llevado al
“Acuerdo de Prespa”, firmado entre esta República y la de Macedonia del Norte.
Mirando aún al Mediterráneo, mar que nos abre al otro, pienso en sus costas
fértiles y en el árbol que podría erigirse como símbolo: el olivo, del que se
acaban de recoger los frutos y que aúna tierras diversas que se asoman al único
mar. Es triste ver cómo muchos olivos centenarios ardieron en los últimos años,
consumidos por incendios causados con frecuencia por condiciones
meteorológicas adversas, que a su vez fueron provocados por el cambio
climático. Frente al paisaje herido de este maravilloso país, el árbol del olivo
puede simbolizar la voluntad de contrastar la crisis climática y sus
devastaciones. De hecho, después del diluvio, la catástrofe primordial narrada
por la Biblia, una paloma regresó hasta Noé «llevando en el pico una hoja de
olivo que había arrancado» (Gn 8,11). Era el símbolo de la recuperación, de la
fuerza para volver a comenzar cambiando el estilo de vida, renovando las
propias relaciones con el Creador, las creaturas y la creación. En este sentido,
deseo que los compromisos asumidos en la lucha contra el cambio climático se
compartan cada vez más y no sean de fachada, sino que se lleven adelante con
seriedad; que a las palabras sigan los hechos, para que los hijos no paguen una
vez más la hipocresía de los padres. Resuenan en este sentido las palabras que
Homero puso en boca de Aquiles: «Me es tan odioso como las puertas del Hades
quien piensa una cosa y manifiesta otra» (Ilíada, IX,312-313).
En la Escritura, el olivo también representa una invitación a ser solidarios, en
particular con respecto a cuantos no pertenecen al propio pueblo. Dice la Biblia:
«Si recoges el fruto de tus olivos, no regreses a buscar más. Será para el
migrante» (Dt 24,20). Este país, caracterizado por la acogida, ha visto arribar en
algunas de sus islas un número mayor de hermanos y hermanas migrantes que
el de los mismos habitantes, aumentando de ese modo los problemas, que
todavía se ven afectados por las dificultades que trajo consigo la crisis
económica. Pero también las demoras europeas perduran. La Comunidad
europea, desgarrada por egoísmos nacionalistas, más que ser un tren de
solidaridad, algunas veces se muestra bloqueada y sin coordinación. Si en un
tiempo los contrastes ideológicos impedían la construcción de puentes entre el
este y el oeste del continente, hoy la cuestión migratoria también ha abierto
brechas entre el sur y el norte. Quisiera exhortar nuevamente a una visión de
conjunto, comunitaria, ante la cuestión migratoria, y animar a que se dirija la
atención a los más necesitados para que, según las posibilidades de cada país,
sean acogidos, protegidos, promovidos e integrados en el pleno respeto de sus
derechos humanos y de su dignidad. Más que un obstáculo para el presente, eso
representa una garantía para el futuro, de modo que sea signo de una
convivencia pacífica para cuantos se ven forzados a huir en busca de un hogar y
de esperanza, y que son cada vez más numerosos. Son los protagonistas de una
terrible odisea moderna. Me agrada recordar que cuando Ulises desembarcó en
Ítaca no fue reconocido por los señores del lugar, que le habían usurpado su
casa y sus bienes, sino por quien se había hecho cargo de él. Su nodriza se dio
cuenta de que era él cuando vio sus cicatrices. Los sufrimientos nos unen y
reconocer la pertenencia a la misma humanidad frágil nos ayudará a construir un
futuro más integrado y pacífico. ¡Transformemos en audaz oportunidad lo que
sólo parece una desgraciada adversidad!
En cambio, la pandemia es la gran adversidad. Ha hecho que nos redescubramos
frágiles, necesitados de los demás. También en este país es un desafío que
requiere oportunas intervenciones por parte de las autoridades —me refiero a la
necesidad de la campaña de vacunación— y no pocos sacrificios para los
ciudadanos. Pero en medio de tanto esfuerzo se ha abierto camino un notable
sentido de solidaridad, al que la Iglesia católica local es dichosa de poder seguir
contribuyendo, con la convicción de que esto constituya una herencia que no
debe perderse con el lento aplacarse de la tempestad. Algunas palabras del
juramento de Hipócrates parecen escritas para nuestro tiempo, tales como el
esfuerzo por “regular el tenor de vida por el bien de los enfermos”, por
“abstenerse de todo daño y ofensa” a los demás, por salvaguardar la vida en
todo momento, particularmente en el seno materno (cf. Juramento de
Hipócrates, texto antiguo). Siempre ha de privilegiarse el derecho al cuidado y a
los tratamientos para todos, para que los más débiles nunca sean descartados,
en particular los ancianos; que los ancianos no sean las primeras personas
excluidas por la cultura del descarte. Los ancianos son el singo de la sabiduría de
un pueblo. En efecto, la vida es un derecho; no lo es la muerte, que se acoge,
no se suministra.
Queridos amigos, algunos ejemplares de olivo mediterráneo atestiguan una vida
tan larga que precede al nacimiento de Cristo. Milenarios y duraderos, han
resistido el paso del tiempo y nos recuerdan la importancia de custodiar raíces
fuertes, inervadas de memoria. Este país puede definirse como la memoria de
Europa, —ustedes son la memoria de Europa— y estoy contento de visitarlo
después de veinte años de la histórica visita del Papa Juan Pablo II y en el
bicentenario de su independencia. A este respecto, es conocida la frase del
general Colocotronis: “Dios ha puesto su firma sobre la libertad de Grecia”. Dios
pone gustosamente su firma sobre la libertad humana, siempre y en todo lugar,
es su don más grande y lo que, a su vez, más valora de nosotros. Él, en efecto,
nos ha creado libres y lo que más le agrada es que amemos libremente a Él y al
prójimo. Las leyes contribuyen a hacerlo posible, pero también la educación en
la responsabilidad y el crecimiento de una cultura del respeto. A este respecto,
quiero renovar mi agradecimiento por el reconocimiento público de la comunidad
católica y aseguro su voluntad de promover el bien común de la sociedad griega,
orientando en ese sentido la universalidad que la caracteriza, con el deseo de
que en términos prácticos siempre se garanticen las condiciones necesarias para
desempeñar bien su servicio.
Hace doscientos años, el Gobierno provisorio del país se dirigió a los católicos
con palabras conmovedoras: “Cristo ha establecido el mandamiento del amor al
prójimo. ¿Pero quién es más prójimo a ustedes, nuestros conciudadanos, aunque
haya algunas diferencias en los ritos? Nosotros tenemos una única patria,
pertenecemos a un único pueblo; nosotros cristianos somos hermanos,
hermanos en las raíces, en el crecimiento y en los frutos por la Santa Cruz”. Ser
hermanos bajo el signo de la cruz, en este país bendecido por la fe y por sus
tradiciones cristianas, exhorta a todos los creyentes en Cristo a cultivar la
comunión en todos los ámbitos, en el nombre de ese Dios que abraza a todos
con su misericordia. En este sentido, queridos hermanos y hermanas, les
agradezco su compromiso y los exhorto a hacer progresar a este país en la
apertura, la inclusión y la justicia. Desde esta ciudad, desde esta cuna de la
civilización se elevó —y que siga elevándose siempre— un mensaje orientado
hacia lo alto y hacia el otro; que a las seducciones del autoritarismo responda
con la democracia; que a la indiferencia individualista oponga el cuidado del
otro, del pobre y de la creación, pilares esenciales para un humanismo renovado,
que es lo que necesitan nuestros tiempos y nuestra Europa. O Theós na evloghí
tin Elládha! [¡Que Dios bendiga a Grecia!]

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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A CHIPRE Y GRECIA (2-6 DE DICIEMBRE DE 2021) SANTA MISA HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Saludo al final de la Santa Misa
Queridos hermanos y hermanas:
Soy yo el que desea agradecerles a todos ustedes. Mañana por la mañana, al
despedirme de este país, tendré la oportunidad de saludar al señor Presidente de
la República, aquí presente, pero ya desde ahora deseo expresar de corazón mi
gratitud a todos por la acogida y el afecto que me han brindado. ¡Gracias!
Aquí en Chipre estoy respirando un poco de esa atmósfera típica de Tierra Santa,
donde la antigüedad y la variedad de las tradiciones cristianas enriquecen al
peregrino. Esto me hace bien, y hace bien encontrar comunidades de creyentes
que viven el presente con esperanza, abiertas al futuro, y que comparten este
horizonte con los más necesitados. Pienso particularmente en los migrantes que
buscan una vida mejor, con los que tendré mi último encuentro en esta isla,
junto a los hermanos y hermanas de diversas confesiones cristianas.
Gracias a todos los que han colaborado en esta visita. Recen por mí. Que el
Señor los bendiga y la Virgen Santa los proteja. Efcharistó! [¡Gracias!]

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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A CHIPRE Y GRECIA (2-6 DE DICIEMBRE DE 2021) ORACIÓN ECUMÉNICA CON LOS MIGRANTES

Queridos hermanos y hermanas:
Es una gran alegría estar aquí con ustedes y concluir mi visita a Chipre con este
encuentro de oración. Agradezco a los Patriarcas Pizzaballa y Béchara Raï, así
como también a la señora Elisabeth de Cáritas. Saludo con afecto y gratitud a los
Representantes de las diversas confesiones cristianas presentes en Chipre.
A ustedes, jóvenes migrantes que han dado sus testimonios, deseo decirles un
enorme “gracias” de corazón. Había recibido los testimonios con anticipación,
hace aproximadamente un mes, y me habían emocionado mucho, y también hoy
me han conmovido nuevamente al escucharlos. Pero no es sólo emoción, es
mucho más, es la conmoción que viene de la belleza de la verdad, como la de
Jesús cuando exclamó: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
has revelado todo esto a los pequeños y lo has ocultado a los sabios y a los
astutos» (Mt 11,25). También yo alabo al Padre celestial porque esto sucede hoy,
aquí —como también en todo el mundo—, Dios revela su Reino a los pequeños:
Reino de amor, de justicia y de paz.
Después de escucharlos a ustedes comprendemos mejor toda la fuerza profética
de la Palabra de Dios que, por medio del apóstol Pablo, dice: «Ustedes ya no son
extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familia de Dios» (Ef
2,19). Fueron palabras escritas a los cristianos de Éfeso —no lejos de aquí—;
muy distantes en el tiempo, pero palabras tan cercanas, que son más actuales
que nunca, como si hubieran sido escritas hoy para nosotros: “Ustedes no son
forasteros, sino conciudadanos”. Esta es la profecía de la Iglesia, una comunidad
que encarna —con todos los límites humanos— el sueño de Dios. Porque
también Dios sueña, como tú, Mariamie, que vienes de la República Democrática
del Congo y te has definido “llena de sueños”. Como tú, Dios sueña un mundo de
paz, en el que sus hijos viven como hermanos y hermanas. Dios quiere esto,
Dios sueña esto. Somos nosotros los que no lo queremos.
Su presencia, hermanos y hermanas migrantes, es muy significativa en esta
celebración. Sus testimonios son como un “espejo” para nosotros, comunidades
cristianas. Cuando tú, Thamara, que vienes de Sri Lanka, dices: “A menudo me
preguntan quién soy”: la brutalidad de la migración pone en juego la propia
identidad. “Pero, ¿este soy yo? No lo sé. ¿Dónde están mis raíces? ¿Quién soy?”.
Y cuando dices esto, nos recuerdas que también a nosotros se nos hace a veces
esta pregunta: “¿Quién eres tú?”. Y, lamentablemente, con frecuencia lo que se
quiere decir es: “¿De qué parte estás? ¿A qué grupo perteneces?”. Pero como tú
nos has dicho, no somos números, no somos individuos que haya que catalogar:
somos “hermanos”, “amigos”, “creyentes” y “prójimos” los unos de los otros.
Pero cuando los intereses de grupo o los intereses políticos, también de las
naciones, presionan, muchos de entre nosotros son apartados y, sin quererlo, se
ven esclavos. Porque el interés siempre esclaviza, siempre crea esclavos. El
amor que es amplio y que es contrario al odio, nos hace libres.
Cuando tú, Maccolins, que vienes de Camerún, dices que a lo largo de tu vida
has sido “herido por el odio”, tú estás hablando de esto, de estas heridas de los
intereses; y nos recuerdas que el odio también ha contaminado nuestras
relaciones entre cristianos. Y esto, como tú has dicho, deja una marca, una
marca profunda que dura mucho tiempo: es un veneno. Sí, lo has expresado con
tu pasión: el odio es un veneno del que resulta difícil desintoxicarse. Y el odio es
una mentalidad distorsionada que, en vez de hacer que nos reconozcamos
hermanos, lleva a que nos veamos como adversarios, como rivales, o si no como
objetos que se venden o se explotan.
Cuando tú, Rozh, que vienes de Irak, dices que eres “una persona en camino”,
nos recuerdas que también nosotros somos una comunidad en camino, que
estamos en marcha del conflicto a la comunión. En este camino, que es largo y
está formado por subidas y bajadas, no nos deben asustar las diferencias entre
nosotros, sino más bien, sí deben darnos miedo nuestras cerrazones, y nuestros
prejuicios, que impiden que nos encontremos realmente y que caminemos
juntos. Las cerrazones y los prejuicios vuelven a construir entre nosotros ese
muro de separación que Cristo ha derribado, es decir, la enemistad (cf. Ef 2,14).
Y entonces nuestro viaje hacia la unidad plena podrá avanzar en la medida en
que tengamos todos juntos la mirada fija en Jesús, en Él, que es «nuestra paz»
(ibíd.), que es la «piedra principal» (v. 20). Y Él, el Señor Jesús, viene a nuestro
encuentro en el rostro del hermano marginado y descartado, en el rostro del
migrante despreciado, rechazado, oprimido, explotado. Pero también —como has
dicho tú—, en el rostro del migrante que está en camino hacia algo, hacia una
esperanza, hacia una convivencia más humana.
Y así Dios nos habla a través de sus sueños. El peligro es que muchas veces no
dejamos entrar los sueños dentro de nosotros, preferimos dormir y no soñar. Es
más fácil mirar a otra parte. Y en este mundo nos acostumbramos a la cultura de
la indiferencia, a la cultura de mirar a otro lado, y dormirnos así, tranquilos. Pero
por este camino nunca se puede soñar. Es duro. Dios habla por medio de sus
sueños. Dios no habla por medio de las personas que no pueden soñar nada,
porque tienen todo o porque su corazón se ha endurecido. Dios también a
nosotros nos llama a no resignarnos a vivir en un mundo dividido, a no
resignarnos a comunidades cristianas divididas, sino a caminar en la historia
atraídos por el sueño de Dios, que es una humanidad sin muros de separación,
liberada de la enemistad, sin más forasteros sino sólo conciudadanos, como nos
decía Pablo en el pasaje que he citado. Diferentes, es verdad, y orgullosos de
nuestras peculiaridades; orgullosos de ser diferentes, de estas peculiaridades
que son un don de Dios, Diferentes, orgullosos de serlo, pero siempre
reconciliados, siempre hermanos.
Que esta isla, marcada por una dolorosa división —estoy mirando el muro, allí [a
través de la puerta abierta de la Iglesia]—, pueda convertirse con la gracia de
Dios en taller de fraternidad. Yo agradezco a todos los que trabajan por esto.
Pensar que esta isla es generosa, pero no puede hacerlo todo, porque el número
de gente que llega es superior a sus posibilidades de incorporar, de integrar, de
acompañar, de promover. Su cercanía geográfica facilita, pero no es fácil.
Debemos entender los límites que tienen los gobernantes de esta isla. Pero
siempre está presente en esta isla, y lo he visto en los responsables que he
visitado, [el compromiso] de convertirse, con la gracia de Dios, en taller de
fraternidad. Y podrá serlo con dos condiciones: la primera es el reconocimiento
efectivo de la dignidad de cada persona humana (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 8).
Nuestra dignidad no se vende, no se alquila, no se pierde. La frente alta: yo soy
digno hijo de Dios. El reconocimiento efectivo de la dignidad de toda persona
humana: este es el fundamento ético, un fundamento universal que está
también en el centro de la doctrina social cristiana. La segunda condición es la
apertura confiada a Dios, Padre de todos, y este es el “fermento” que estamos
llamados a ser como creyentes (cf. ibíd., 272).
Con estas condiciones es posible que el sueño se traduzca en un viaje cotidiano,
hecho de pasos concretos que van del conflicto a la comunión, del odio al amor,
de la huida al encuentro. Un camino paciente que, día tras día, nos hace entrar
en la tierra que Dios ha preparado para nosotros, la tierra donde, si te
preguntan: “¿Quién eres?”, puedes responder a cara descubierta: “Mira, soy tu
hermano, ¿no me conoces?”. Y andar así, lentamente.
Escuchándolos a ustedes, mirándolos a la cara, la memoria va más allá, va a los
sufrimientos. Ustedes llegaron aquí, pero, ¿cuántos de sus hermanos y
hermanas se quedaron en el camino? ¿Cuántos, desesperados, empezaron el
viaje en condiciones muy difíciles, incluso precarias, y no pudieron llegar?
Podemos decir que este mar se ha convertido en un gran cementerio. Mirándolos
a ustedes veo los sufrimientos del camino, tantos que han sido secuestrados,
vendidos, explotados; todavía están en camino, no sabemos dónde. Es la
historia de una esclavitud, una esclavitud universal. Nosotros miramos lo que
sucede, y lo peor es que nos estamos acostumbrando a esto: “Ah, sí, hoy se
hundió un barco, allí, muchos desaparecidos”. Pero mira que este acostumbrarse
es una enfermedad grave, es una enfermedad muy grave y no hay antibiótico
para esta enfermedad. Debemos reaccionar contra este vicio de acostumbrarse a
leer estas tragedias en los periódicos o escucharlas en otros medios de
comunicación. Mirándolos a ustedes, pienso en tantos que tuvieron que regresar
porque los rechazaron y terminaron en los campos de refugiados, verdaderos
campos de concentración, donde las mujeres son vendidas, los hombres
torturados, esclavizados. Nosotros nos lamentamos cuando leemos las historias
de los campos de concentración del siglo pasado, los de los nazis, los de Stalin,
nos lamentamos cuando vemos eso y decimos: “Pero, ¿cómo es posible que
haya sucedido eso?”. Hermanos y hermanas: está sucediendo hoy, en las costas
cercanas. Lugares de esclavitud. He visto algunos testimonios grabados de eso:
lugares de tortura, de venta de personas. Esto lo digo porque es mi
responsabilidad ayudar a que abramos los ojos. La migración forzada no es una
costumbre casi turística, ¡por favor! Y el pecado que tenemos dentro nos impulsa
a pensar así: “Pobre gente, pobre gente”. Y con ese “pobre gente” borramos
todo. Es la guerra de este momento, es el sufrimiento de hermanos y hermanas
que nosotros no podemos callar. Aquellos que han dado todo lo que tenían para
subir a un barco, de noche sin saber si llegarían. Y después, tantos de ellos son
rechazados y terminan en los campos de concentración, verdaderos lugares de
confinamiento, de tortura y de esclavitud.
Esta es la historia de esta civilización desarrollada, que nosotros llamamos
Occidente. Y después —perdónenme, pero quisiera decir lo que tengo en el
corazón, al menos para rezar unos por otros y hacer algo—, después los
alambres de púas. Uno lo veo aquí: esta es una guerra de odio que divide a un
país. Pero los alambres de púas, en otros lugares donde están, se ponen para no
dejar entrar al refugiado, al que viene a pedir libertad, pan, ayuda, hermandad,
alegría, que está huyendo del odio y se encuentra ante un odio que se llama
alambre de púas. Que el Señor despierte las conciencias de todos nosotros
frente a estas cosas.
Y perdónenme si he dicho las cosas como son, pero no podemos callar y mirar a
otro lado, en esta cultura de la indiferencia.
Que el Señor los bendiga a todos. Gracias.

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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A CHIPRE Y GRECIA (2-6 DE DICIEMBRE DE 2021) ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES, LA SOCIEDAD CIVIL Y EL CUERPO DIPLOMÁTICO DISCURSO DEL SANTO PADRE

[…] Una perla, en efecto, se convierte en lo que es porque se forma con el paso
del tiempo, requiere años para que las diversas estratificaciones la hagan
compacta y reluciente. De este modo, la belleza de esta tierra deriva de las
culturas que a lo largo de los siglos se encontraron y mezclaron. También hoy la
luz de Chipre tiene muchos matices, varios son los pueblos y las personas que,
con tonalidades diversas, componen la gama cromática de esta población. Pienso
también en la presencia de muchos inmigrantes, que porcentualmente es la más
relevante entre los países de la Unión Europea. Salvaguardar la belleza
multicolor y poliédrica del conjunto no es fácil. Se necesita tiempo y paciencia,
como para la formación de la perla. Se requiere una mirada amplia que abrace la
variedad de las culturas y tienda hacia el futuro con amplitud de miras. En este
sentido, es importante tutelar y promover a cada componente de la sociedad, de
modo especial a los que estadísticamente son minoritarios. Pienso además en
varias entidades católicas que se beneficiarían de un oportuno reconocimiento
institucional, para que la contribución que aportan a la sociedad por medio de
sus actividades, en particular educativas y caritativas, sea definido
adecuadamente desde el punto de vista legal.
Una perla pone de manifiesto su belleza en circunstancias difíciles. Nace de la
oscuridad, cuando la ostra “sufre” después de haber recibido una visita
inesperada que amenaza su incolumidad, como, por ejemplo, un grano de arena
que la irrita. Para protegerse, reacciona asimilando aquello que la ha herido,
envuelve aquello que para ella es peligroso y extraño y lo transforma en belleza,
en una perla. La perla de Chipre fue eclipsada por la pandemia, que impidió a
muchos visitantes que accedan a ver su belleza, agravando, como en otros
lugares, las consecuencias de la crisis económica y financiera. Lo que garantizará
un desarrollo sólido y duradero en este período de reactivación no será el
entusiasmo por recobrar cuanto se ha perdido, sino el compromiso por promover
la recuperación de la sociedad, particularmente por medio de una decidida lucha
contra la corrupción y las plagas que atentan contra la dignidad de la persona;
me refiero, por ejemplo, al tráfico de seres humanos. […]

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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A CHIPRE Y GRECIA (2-6 DE DICIEMBRE DE 2021) ENCUENTRO CON SACERDOTES, RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS, DIÁCONOS, CATEQUISTAS, ASOCIACIONES Y MOVIMIENTOS ECLESIALES DE CHIPRE DISCURSO DEL SANTO PADRE

[…] Saludo también a la Iglesia latina, presente aquí por milenios, que ha visto
crecer en el tiempo, junto a sus hijos, el entusiasmo de la fe y que hoy, gracias a
la presencia de tantos hermanos y hermanas migrantes, se presenta como un
pueblo “multicolor”, un auténtico lugar de encuentro entre etnias y culturas
diferentes. Este rostro de la Iglesia refleja el rol de Chipre en el continente
europeo: una tierra de campos dorados, una isla acariciada por las olas del mar,
pero sobre todo una historia que es cruce de pueblos y mosaico de encuentros.
Así es también la Iglesia: católica, es decir, universal, espacio abierto en el que
todos son acogidos y alcanzados por la misericordia de Dios y su invitación a
amar. No hay ni debe haber muros en la Iglesia católica. Y esto no lo olvidemos.
Ninguno de nosotros ha sido llamado aquí para hacer proselitismo como
predicadores, eso jamás. El proselitismo es estéril, no da vida. Todos hemos sido
llamados por la misericordia de Dios, que nunca se cansa de llamar, nunca se
cansa de estar cerca, nunca se cansa de perdonar. ¿Dónde están las raíces de
nuestra vocación cristiana? En la misericordia de Dios. Nunca debemos olvidar
eso. El Señor no defrauda; su misericordia no defrauda. Siempre nos espera. No
hay y no debe haber muros en la Iglesia católica, por favor. Es una casa común,
es el lugar de las relaciones, es la convivencia de la diversidad: ese rito, ese otro
rito; uno lo piensa así, esa monja lo vio así, la otra lo vio de otro modo. La
diversidad de todos y, en esa diversidad, la riqueza de la unidad. ¿Y quién hace
la unidad? El Espíritu Santo. ¿Y quién hace la diversidad? El Espíritu Santo.
Quien puede entender que entienda. Él es el autor de la diversidad y el autor de
la armonía. San Basilio solía decirlo: “Ipse harmonia est”. Él es quien hace la
diversidad de dones y la unidad armoniosa de la Iglesia. […]

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PAPA FRANCISCO AUDIENCIA GENERAL

LLAMAMIENTO
[…] Mañana viajaré a Chipre y después a Grecia para realizar una visita a las
queridas poblaciones de esos países ricos de historia, de espiritualidad y de
civilización. Será un viaje a las fuentes de la fe apostólica y de la fraternidad
entre cristianos de varias confesiones. Tendré también la oportunidad de
acercarme a una humanidad herida en la carne de tantos migrantes que buscan
esperanza: iré a Lesbos. Os pido, por favor, que me acompañéis con la oración.
Gracias. […]

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PAPA FRANCISCO ÁNGELUS

Después del Ángelus:
Queridos hermanos y hermanas:
Ayer me reuní con miembros de asociaciones y grupos de migrantes y de
personas que, con espíritu de fraternidad, comparten su camino. ¡Están aquí en
la plaza, con esa gran bandera! Bienvenidos. Pero cuántos migrantes
—pensemos en esto—, cuántos migrantes están expuestos, incluso en estos
días, a peligros muy graves, y cuántos pierden la vida en nuestras fronteras. Me
duelen las noticias de la situación en la que se encuentran tantos de ellos: de los
que murieron en el Canal de la Mancha; de los que están en las fronteras de
Bielorrusia, muchos de los cuales son niños; de los que se ahogan en el
Mediterráneo. Mucho dolor al pensar en ellos. De los que son repatriados al
norte de África, capturados por los traficantes, que los convierten en esclavos:
venden a las mujeres, torturan a los hombres… De los que, también esta
semana, han intentado cruzar el Mediterráneo buscando una tierra de bienestar
y encontraron allí, en cambio, una tumba; y de tantos otros. A los migrantes que
se encuentran en estas situaciones de crisis les aseguro mi oración, y también
mi corazón: sepan que estoy cerca de ustedes. Rezar y obrar. Doy las gracias a
todas las instituciones, tanto de la Iglesia Católica como de otros lugares,
especialmente a las agencias nacionales de Cáritas y a todos los que se
comprometen a aliviar su sufrimiento. Renuevo mi más sincero llamamiento a
quienes pueden contribuir a resolver estos problemas, especialmente a las
autoridades civiles y militares, para que el entendimiento y el diálogo se
impongan finalmente a cualquier tipo de instrumentalización y orienten sus
voluntades y esfuerzos hacia soluciones que respeten la humanidad de estas
personas. Pensemos en los migrantes, en su sufrimiento, y recemos en
silencio… [momento de silencio].