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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN EL FORO INTERNACIONAL SOBRE «MIGRACIONES Y PAZ»

[…] De hecho, no es posible leer los actuales desafíos de los movimientos migratorios contemporáneos y de la construcción de la paz sin incluir el binomio “desarrollo e integración”: con este fin he querido instituir el dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, dentro del cual una sección se ocupa específicamente de lo que concierte a los migrantes, los refugiados y las víctimas de la trata.
Las migraciones en sus distintas formas, no representan realmente un nuevo fenómeno en la historia de la humanidad. Estas han marcado profundamente cada época, favoreciendo el encuentro de los pueblos y el nacimiento de nuevas civilizaciones. En su esencia, migrar es expresión del anhelo intrínseco a la felicidad precisamente de cada ser humano, felicidad que es buscada y perseguida. Para nosotros cristianos, toda la vida terrena es un caminar hacia la patria celeste. El inicio de este tercer milenio es fuertemente caracterizado por los movimientos migratorios que, en términos de origen, tránsito y destino, afectan prácticamente a cada lugar de la tierra. Lamentablemente, en gran parte de los casos, se trata de movimientos forzados, causados por conflictos, desastres naturales, persecuciones, cambios climáticos, violencias, pobreza extrema y condiciones de vida indignas: «es impresionante el número de personas que emigra de un continente a otro, así como de aquellos que se desplazan dentro de sus propios países y de las propias zonas geográficas. Los flujos migratorios contemporáneos constituyen el más vasto movimiento de personas, incluso de pueblos, de todos los tiempos»[1]. Ante de este escenario complejo, siento el deber de expresar una preocupación particular por la naturaleza forzosa de muchos flujos migratorios contemporáneos, que aumenta los desafíos planteados a la comunidad política, a la sociedad civil y a la Iglesia y pide responder aún más urgentemente a tales desafíos de manera coordinada y eficaz. Nuestra respuesta común se podría articular entorno a cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar. Acoger. «Hay un tipo de rechazo que nos afecta a todos, que nos lleva a no ver al prójimo como a un hermano al que acoger, sino a dejarlo fuera de nuestro horizonte personal de vida, a transformarlo más bien en un adversario, en un súbdito al que dominar»[2]. Frente a este tipo de rechazo, enraizado en último lugar, en el egoísmo y amplificado por demagogias populistas, urge un cambio de actitud, para superar la indiferencia y anteponer a los temores una generosa actitud de acogida hacia aquellos que llaman a nuestras puertas. Por los que huyen de guerras y persecuciones terribles, a menudo atrapados en las garras de organizaciones criminales sin escrúpulos, es necesario abrir canales humanitarios accesibles y seguros. Una acogida responsable y digna de estos hermanos y hermanas nuestras empieza por su primera ubicación es espacios adecuados y decorosos. Los grandes asentamientos de solicitantes y refugiados no han dado resultados positivos, generando más bien nuevas situaciones de vulnerabilidad y de malestar. Los programas de acogida difundida, ya iniciados en diferentes localidades, parecen sin embargo facilitar el encuentro personal, permitir una mejor calidad de los servicios y ofrecer mayores garantías de éxito.
Proteger. Mi predecesor, el Papa Benedicto, puso en evidencia que la experiencia migratoria hace a menudo a las personas más vulnerables a la explotación, al abuso y a la violencia[3]. Hablamos de millones de trabajadores y trabajadoras migrantes —y entre estos particularmente los que están en situación irregular—, de refugiados y solicitantes de asilo, de víctimas de la trata. La defensa de sus derechos inalienables, la garantía de las libertades fundamentales y el respeto de su dignidad son tareas de las que nadie se puede eximir. Proteger a estos hermanos y hermanas es un imperativo moral para traducir adoptando instrumentos jurídicos, internacionales y nacionales, claros y pertinentes; cumpliendo elecciones políticas justas y con visión de futuro; prefiriendo procesos constructivos, quizá más lentos, para un consenso inmediato; realizando programas tempestivos y humanizadores en la lucha contra los “traficantes de carne humana” que se lucran con las desventuras de otros; coordinando los esfuerzos de todos los actores, entre los cuales, podéis estar seguros, estará siempre la Iglesia.
Promover. Proteger no basta, es necesario promover el desarrollo humano integral de migrantes, refugiados y desplazados, que «este desarrollo se lleva a cabo mediante el cuidado de los inconmensurables bienes de la justicia, la paz y la protección de la creación[4]. El desarrollo, según la doctrina social de la Iglesia[5], es un derecho innegable de cada ser humano. Como tal, debe ser garantizado asegurando las condiciones necesarias para el ejercicio, tanto en la esfera individual como en la social, dando a todos un ecuo acceso a los bienes fundamentales y ofreciendo posibilidad de elección y de crecimiento. También en esto es necesaria una acción coordinada y providente de todas las fuerzas en juego: de la comunidad política a la sociedad civil, de las organizaciones internacionales a las instituciones religiosas. La promoción humana de los migrantes y de sus familias comienza por las comunidades de origen, allí donde debe ser garantizado, junto al derecho a emigrar, también el derecho a no emigrar[6], es decir el derecho de encontrar en la patria condiciones que permiten una realización digna de la existencia. Con tal fin son animados los esfuerzos que llevan a la realización de programas de cooperación internacional desvinculados de intereses de parte y de desarrollo transnacional en los que los migrantes están implicados como protagonistas
Integrar. La integración, que no es ni asimilación ni incorporación, es un proceso bidireccional, que se funda esencialmente sobre el mutuo reconocimiento de la riqueza cultural del otro: no es aplanamiento de una cultura sobre la otra, y tampoco aislamiento recíproco, con el riesgo de nefastas y peligrosas “guetizaciones”.
Por lo que se refiere a quien llega y no debe cerrarse a la cultura y a las tradiciones del país que les acoge, respetando sobre todo las leyes, no se debe descuidar en absoluto la dimensión familiar del proceso de integración: por eso siento el deber de subrayar la necesidad, varias veces evidenciada por el Magisterio[7], de políticas aptas para favorecer y privilegiar las reunificaciones familiares. Por lo que se refiere a las poblaciones autóctonas, estas deben ser ayudadas, sensibilizándolas adecuadamente y disponiéndolas positivamente a los procesos de integración, no siempre sencillos e inmediatos, pero siempre esenciales e imprescindibles para el futuro. Por esto son necesarios también programas específicos, que favorezcan el encuentro significativo con el otro. Para la comunidad cristiana, además, la integración pacífica de personas de varias culturas es, de alguna manera, también un reflejo de su catolicidad, ya que la unidad que no anula las diferencias étnicas y culturales constituye una dimensión de la vida de la Iglesia, que en el Espíritu de Pentecostés está abierta y desea abrazar a todos[8].
Creo que conjugar estos cuatro verbos, en primera persona del singular y en primer persona del plural, represente hoy un deber, un deber en lo relacionado con los hermanos y hermanas que, por diferentes razones, están forzados a dejar el propio lugar de origen: un deber de justicia, de civilización y de solidaridad. En primer lugar, un deber de justicia. Ya no son sostenibles las inaceptables desigualdades económicas, que impiden poner en práctica el principio de la destinación universal de los bienes de la tierra. Estamos todos llamados a emprender procesos de compartir respetuoso, responsable e inspirados en los dictados de la justicia distributiva. «Es necesario encontrar los modos para que todos se puedan beneficiar de los frutos de la tierra, no sólo para evitar que se amplíe la brecha entre quien más tiene y quien se tiene que conformar con las migajas, sino también, y sobre todo, por una exigencia de justicia, de equidad y de respeto hacia el ser humano»[9]. No puede un grupito de individuos controlar los recursos de medio mundo. No pueden personas y pueblos enteros tener derecho a recoger solo las migajas. Y nadie puede sentirse tranquilo y dispensado de los imperativos morales que derivan de la corresponsabilidad en la gestión del planeta, una corresponsabildad varias veces reafirmada por la comunidad política internacional, así como también por el Magisterio[10]. Tal corresponsabilidad hay que interpretarla en acuerdo con el principio de subsidariedad «que otorga libertad para el desarrollo de las capacidades presentes en todos los niveles, pero al mismo tiempo exige más responsabilidad por el bien común a quien detenta más poder»[11]. Hacer justicia significa también reconciliar la historia con el presente globalizado, sin perpetuar lógicas de explotación de personas y territorios, que responden al más cínico uso del mercado, para incrementar el bienestar de pocos. Como afirmó el Papa Benedicto, el proceso de descolonización fue retrasado «tanto por nuevas formas de colonialismo y dependencia de antiguos y nuevos países hegemónicos, como por graves irresponsabilidades internas en los propios países que se han independizado»[12]. Todo esto se necesita reparar.
En segundo lugar, hay un deber de civilización. Nuestro compromiso a favor de los migrantes, de los refugiados y de los desplazados es una aplicación de esos principios y valores de acogida y fraternidad que constituyen un patrimonio común de humanidad y sabiduría de la que valerse. Tales principios y valores han sido históricamente codificados en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en numerosas convenciones y pactos internacionales. «Todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación»[13]. Hoy más que nunca es necesario reafirmar la centralidad de la persona humana, sin permitir que condiciones contingentes y accesorias, como también el necesario cumplimiento de requisitos burocráticos o administrativos, ofusquen la dignidad esencial. Como declaró san Juan Pablo II, «la condición de irregularidad legal no permite menoscabar la dignidad del emigrante, el cual tiene derechos inalienables, que no pueden violarse ni desconocerse»[14]. Para deber de civilización se recupera también el valor de la fraternidad, que se funda en la nativa constitución relacional de ser humano: «La viva conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver y a tratar a cada persona como una verdadera hermana y un verdadero hermano; sin ella, es imposible la construcción de una sociedad justa, de una paz estable y duradera»[15]. La fraternidad es el modo más civil de relacionarse con la presencia del otro, la cual no amenaza, sino que interroga, reafirmar y enriquece nuestra identidad individual[16].
Hay, finalmente, un deber de solidaridad. Frente a las tragedias que “marcan a fuego” la vida de tantos migrantes y refugiados —guerras, persecuciones, abusos, violencias, muerte—, no pueden evitar brotar sentimientos espontáneos de empatía y compasión. “¿Dónde está tu hermano? (cf Génesis 4, 9): esta pregunta, que Dios hace al hombre desde los orígenes, nos atañe, hoy especialmente respecto a los hermanos y hermanas que migran: «no es una pregunta dirigida a otros, es una pregunta dirigida a mí, a ti, a cada uno de nosotros»[17]. La solidaridad nace precisamente de la capacidad de comprender las necesidades del hermano y de la hermana en dificultad y de hacerse cargo de ello. Sobre esto, en sustancia, se funda el valor sagrado de la hospitalidad, presente en las tradiciones religiosas. Para nosotros cristianos, la hospitalidad ofrecida al forastero necesitado de refugio es ofrecida a Jesucristo mismo, identificado en el extranjero: «era forastero y me acogisteis» (Mateo 25, 35). Es deber de solidaridad contrastar la cultura del descarte y nutrir mayor atención por los más débiles, pobres y vulnerables. Por eso «se necesita por parte de todos un cambio de actitud hacia los inmigrantes y los refugiados, el paso de una actitud defensiva y recelosa, de desinterés o de marginación –que, al final, corresponde a la “cultura del rechazo”— a una actitud que ponga como fundamento la “cultura del encuentro”, la única capaz de construir un mundo más justo y fraterno, un mundo mejor»[18].
En conclusión de esta reflexión, permitidme llamar la atención sobre un grupo particularmente vulnerable entre los migrantes, desplazados y refugiados que estamos llamados a acoger, proteger, promover e integrar. Me refiero a los niños y a los adolescentes que son forzados a vivir lejos de su tierra de origen y separados de los afectos familiares. A ellos he dedicado el último Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, subrayando cómo «centrarse en la protección, la integración y en soluciones estables»[19]. […]

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO EN LA UNIVERSIDAD ROMA TRE*

[…] Nos interpelan tantas urgencias sociales y tantas situaciones de penuria y de pobreza: pensemos en las personas que viven en la calle, en los emigrantes, en los necesitados no sólo de alimentos y ropa, sino de un lugar en la sociedad, como los que salen de la cárcel. Saliendo al encuentro de estas pobrezas sociales, nos convertimos en protagonistas de acciones constructivas que se oponen a las destructivas de los conflictos violentos y también a la cultura del hedonismo y del descarte, basada en los ídolos del dinero, del placer, del aparentar… En cambio, trabajando con proyectos, incluso pequeños, que favorecen el encuentro y la solidaridad, recuperamos juntos un sentido de confianza en la vida. […]

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CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE «MOTU PROPIO» DEL SOMMO PONTEFICE FRANCESCO SANCTUARIO EN ECLESIA

4. […] A través de la espiritualidad propia de cada Santuario, los peregrinos son guiados con la «pedagogía de la evangelización» [6] a un compromiso cada vez más responsable tanto en su formación cristiana como en el necesario testimonio de caridad que de ella se deriva. Además, el Santuario contribuye un poco al compromiso catequético de la comunidad cristiana, [7] transmitiendo, de manera coherente a los tiempos, el mensaje que dio origen a su fundación, enriquece la vida de los creyentes, ofreciéndoles los motivos de una compromiso con la fe (ver 1 Ts 1,3) más maduro y consciente. Finalmente, en el Santuario, las puertas están abiertas para los enfermos, los discapacitados y, sobre todo, para los pobres, los marginados, los refugiados y los migrantes. […]

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MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO CON OCASIÓN DEL ENCUENTRO DE MOVIMIENTOS POPULARES EN MODESTO, CALIFORNIA

[…] Gracias Cardenal Turkson por seguir acompañando a los movimientos populares desde el nuevo Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral. ¡Me alegra tanto verlos trabajar juntos por la justicia social! Cómo quisiera que en todas las diócesis se contagie esta energía constructiva, que tiende puentes entre los Pueblos y las personas, puentes capaces de atravesar los muros de la exclusión, la indiferencia, el racismo y la intolerancia. […]

No debemos quedar paralizados por el miedo pero tampoco quedar aprisionados en el conflicto. Hay que reconocer el peligro pero también la oportunidad que cada crisis supone para avanzar hacia una síntesis superadora. En el idioma chino, que expresa la ancestral sabiduría de ese gran pueblo, la palabra crisis se compone de dos ideogramas: Wēi que representa el peligro y Jī que representa la oportunidad.
El peligro es negar al prójimo y así, sin darnos cuenta, negar su humanidad, nuestra humanidad, negarnos a nosotros mismos, y negar el más importante de los mandamientos de Jesús. Esa es la deshumanización. Pero existe una oportunidad: que la luz del amor al prójimo ilumine la Tierra con su brillo deslumbrante como un relámpago en la oscuridad, que nos despierte y la verdadera humanidad brote con esa empecinada y fuerte resistencia de lo auténtico.[…]

Jesús nos enseña otro camino. No clasificar a los demás para ver quién es el prójimo y quién no lo es. Tú puedes hacerte prójimo de quien se encuentra en la necesidad, y lo serás si en tu corazón tienes compasión, es decir, si tienes esa capacidad de sufrir con el otro. Tienes que hacerte samaritano. Y luego, también, ser como el hotelero al que el samaritano confía, al final de la parábola, a la persona que sufre. ¿Quién es este hotelero? Es la Iglesia, la comunidad cristiana, las personas solidarias, las organizaciones sociales, somos nosotros, son ustedes, a quienes el Señor Jesús, cada día, confía a quienes tienen aflicciones, en el cuerpo y en el espíritu, para que podamos seguir derramando sobre ellos, sin medida, toda su misericordia y la salvación. En eso radica la auténtica humanidad que resiste la deshumanización que se nos ofrece bajo la forma de indiferencia, hipocresía o intolerancia.
Sé que ustedes han asumido el compromiso de luchar por la justicia social, defender la hermana madre tierra y acompañar a los migrantes. Quiero reafirmarlos en su opción y compartir dos reflexiones al respecto. […]

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DIRECCIÓN DEL SANTO PADRE FRANCIS A LA COMUNIDAD DE «CIVILIZACIÓN CATÓLICA»

[…] La crisis es global y, por lo tanto, es necesario dirigir nuestra mirada hacia las creencias culturales dominantes y los criterios por los cuales las personas creen que algo es bueno o malo, deseable o no. Solo un pensamiento verdaderamente abierto puede enfrentar la crisis y la comprensión de hacia dónde va el mundo, de cómo abordar las crisis más complejas y urgentes, la geopolítica, los desafíos de la economía y la grave crisis humanitaria vinculada al drama migratorio, que es el verdadero nudo político global de nuestros días. […]

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PAPA FRANCISCO AUDIENCIA GENERAL

LLAMAMIENTOS
[…] Vuelvo a la celebración de hoy, la Jornada de oración y reflexión contra la trata de personas, que se celebra hoy porque hoy es la fiesta de santa Josefina Bakhita [muestra un folleto que habla de ella]. Esta chica esclavizada en África, explotada, humillada, no perdió la esperanza y llevó adelante la fe, y terminó llegando como migrante a Europa. Y allí ella sintió la llamada del Señor y se hizo religiosa. Recemos a santa Josefina Bakhita por todos los migrantes, los refugiados, los explotados que sufren mucho, mucho.
Y hablado de migrantes expulsados, explotados, yo quisiera rezar con vosotros, hoy, de forma especial por nuestros hermanos y hermanas rohinyás: expulsados de Myanmar, van de una parte a otra porque no les quieren… Es gente buena, gente pacífica. ¡No son cristianos, son buenos, son hermanos y hermanas nuestros! Sufren desde hace años. Han sido torturados, asesinados, sencillamente porque llevan adelante sus tradiciones, su fe musulmana. Rezamos por ellos. Os invito a rezar por ellos a nuestro Padre que está en los Cielos, todos juntos, por nuestros hermanos y hermanas rohinyás. [Oración del Padre Nuestro] Santa Josefina Bakhita – reza por nosotros. ¡Y un aplauso a santa Josefina Bakhita!
[…]

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS MIEMBROS DE LA DIRECCIÓN ANTIMAFIA Y ANTITERRORISMO DE ITALIA

[…] La sociedad deposita gran confianza en vuestra profesionalidad y en vuestra experiencia de jueces de instrucción dedicados a combatir y a erradicar el crimen organizado. Os exhorto a dedicar cada esfuerzo especialmente en la lucha contra la trata de personas y del contrabando de los migrantes : ¡estos son reatos gravísimos que se ceban con los más débiles entre los débiles! Para ello, es necesario incrementar las actividades de tutela de las víctimas, previendo asistencia legal y social para estos hermanos y hermanas en busca de paz y de futuro. Los cuales huyen de los propios países a causa de la guerra, de las violencias, de las persecuciones tienen derecho a encontrar una adecuada acogida e idónea protección en los países que se definen civiles. […]

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MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA JORNADA MUNDIAL DEL MIGRANTE Y DEL REFUGIADO 2017

Queridos hermanos y hermanas:
«El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado» (Mc 9,37; cf. Mt 18,5; Lc 9,48; Jn 13,20). Con estas palabras, los evangelistas recuerdan a la comunidad cristiana una enseñanza de Jesús que apasiona y, a la vez, compromete. Estas palabras en la dinámica de la acogida trazan el camino seguro que conduce a Dios, partiendo de los más pequeños y pasando por el Salvador. Precisamente la acogida es condición necesaria para que este itinerario se concrete: Dios se ha hecho uno de nosotros, en Jesús se ha hecho niño y la apertura a Dios en la fe, que alimenta la esperanza, se manifiesta en la cercanía afectuosa hacia los más pequeños y débiles. La caridad, la fe y la esperanza están involucradas en las obras de misericordia, tanto espirituales como corporales, que hemos redescubierto durante el reciente Jubileo extraordinario.
Pero los evangelistas se fijan también en la responsabilidad del que actúa en contra de la misericordia: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar» (Mt18,6; cf. Mc 9,42; Lc 17,2). ¿Cómo no pensar en esta severa advertencia cuando se considera la explotación ejercida por gente sin escrúpulos, ocasionando daño a tantos niños y niñas, que son iniciados en la prostitución o atrapados en la red de la pornografía, esclavizados por el trabajo de menores o reclutados como soldados, involucrados en el tráfico de drogas y en otras formas de delincuencia, obligados a huir de conflictos y persecuciones, con el riesgo de acabar solos y abandonados?
Por eso, con motivo de la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, que se celebra cada año, deseo llamar la atención sobre la realidad de los emigrantes menores de edad, especialmente los que están solos, instando a todos a hacerse cargo de los niños, que se encuentran desprotegidos por tres motivos: porque son menores, extranjeros e indefensos; por diversas razones, son forzados a vivir lejos de su tierra natal y separados del afecto de su familia.
Hoy, la emigración no es un fenómeno limitado a algunas zonas del planeta, sino que afecta a todos los continentes y está adquiriendo cada vez más la dimensión de una dramática cuestión mundial. No se trata sólo de personas en busca de un trabajo digno o de condiciones de vida mejor, sino también de hombres y mujeres, ancianos y niños que se ven obligados a abandonar sus casas con la esperanza de salvarse y encontrar en otros lugares paz y seguridad. Son principalmente los niños quienes más sufren las graves consecuencias de la emigración, casi siempre causada por la violencia, la miseria y las condiciones ambientales, factores a los que hay que añadir la globalización en sus aspectos negativos. La carrera desenfrenada hacia un enriquecimiento rápido y fácil lleva consigo también el aumento de plagas monstruosas como el tráfico de niños, la explotación y el abuso de menores y, en general, la privación de los derechos propios de la niñez sancionados por la Convención Internacional sobre los Derechos de la Infancia.
La edad infantil, por su particular fragilidad, tiene unas exigencias únicas e irrenunciables. En primer lugar, el derecho a un ambiente familiar sano y seguro donde se pueda crecer bajo la guía y el ejemplo de un padre y una madre; además, el derecho-deber de recibir una educación adecuada, sobre todo en la familia y también en la escuela, donde los niños puedan crecer como personas y protagonistas de su propio futuro y del respectivo país. De hecho, en muchas partes del mundo, leer, escribir y hacer cálculos elementales sigue siendo privilegio de unos pocos. Todos los niños tienen derecho a jugar y a realizar actividades recreativas, tienen derecho en definitiva a ser niños.
Sin embargo, los niños constituyen el grupo más vulnerable entre los emigrantes, porque, mientras se asoman a la vida, son invisibles y no tienen voz: la precariedad los priva de documentos, ocultándolos a los ojos del mundo; la ausencia de adultos que los acompañen impide que su voz se alce y sea escuchada. De ese modo, los niños emigrantes acaban fácilmente en lo más bajo de la degradación humana, donde la ilegalidad y la violencia queman en un instante el futuro de muchos inocentes, mientras que la red de los abusos a los menores resulta difícil de romper.
¿Cómo responder a esta realidad?
En primer lugar, siendo conscientes de que el fenómeno de la emigración no está separado de la historia de la salvación, es más, forma parte de ella. Está conectado a un mandamiento de Dios: «No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto» (Ex 22,20); «Amaréis al forastero, porque forasteros fuisteis en Egipto» (Dt 10,19). Este fenómeno es un signo de los tiempos, un signo que habla de la acción providencial de Dios en la historia y en la comunidad humana con vistas a la comunión universal. Sin ignorar los problemas ni, tampoco, los dramas y tragedias de la emigración, así como las dificultades que lleva consigo la acogida digna de estas personas, la Iglesia anima a reconocer el plan de Dios, incluso en este fenómeno, con la certeza de que nadie es extranjero en la comunidad cristiana, que abraza «todas las naciones, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7,9). Cada uno es valioso, las personas son más importantes que las cosas, y el valor de cada institución se mide por el modo en que trata la vida y la dignidad del ser humano, especialmente en situaciones de vulnerabilidad, como es el caso de los niños emigrantes.
También es necesario centrarse en la protección, la integración y en soluciones estables.
Ante todo, se trata de adoptar todas las medidas necesarias para que se asegure a los niños emigrantes protección y defensa, ya que «estos chicos y chicas terminan con frecuencia en la calle, abandonados a sí mismos y víctimas de explotadores sin escrúpulos que, más de una vez, los transforman en objeto de violencia física, moral y sexual» (Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado 2008).
Por otra parte, la línea divisoria entre la emigración y el tráfico puede ser en ocasiones muy sutil. Hay muchos factores que contribuyen a crear un estado de vulnerabilidad en los emigrantes, especialmente si son niños: la indigencia y la falta de medios de supervivencia ―a lo que habría que añadir las expectativas irreales inducidas por los medios de comunicación―; el bajo nivel de alfabetización; el desconocimiento de las leyes, la cultura y, a menudo, de la lengua de los países de acogida. Esto los hace dependientes física y psicológicamente. Pero el impulso más fuerte hacia la explotación y el abuso de los niños viene a causa de la demanda. Si no se encuentra el modo de intervenir con mayor rigor y eficacia ante los explotadores, no se podrán detener las numerosas formas de esclavitud de las que son víctimas los menores de edad.
Es necesario, por tanto, que los inmigrantes, precisamente por el bien de sus hijos, cooperen cada vez más estrechamente con las comunidades que los acogen. Con mucha gratitud miramos a los organismos e instituciones, eclesiales y civiles, que con gran esfuerzo ofrecen tiempo y recursos para proteger a los niños de las distintas formas de abuso. Es importante que se implemente una cooperación cada vez más eficaz y eficiente, basada no sólo en el intercambio de información, sino también en la intensificación de unas redes capaces que puedan asegurar intervenciones tempestivas y capilares. No hay que subestimar el hecho de que la fuerza extraordinaria de las comunidades eclesiales se revela sobre todo cuando hay unidad de oración y comunión en la fraternidad
En segundo lugar, es necesario trabajar por la integración de los niños y los jóvenes emigrantes. Ellos dependen totalmente de la comunidad de adultos y, muy a menudo, la falta de recursos económicos es un obstáculo para la adopción de políticas adecuadas de acogida, asistencia e inclusión. En consecuencia, en lugar de favorecer la integración social de los niños emigrantes, o programas de repatriación segura y asistida, se busca sólo impedir su entrada, beneficiando de este modo que se recurra a redes ilegales; o también son enviados de vuelta a su país de origen sin asegurarse de que esto corresponda realmente a su «interés superior».
La situación de los emigrantes menores de edad se agrava más todavía cuando se encuentran en situación irregular o cuando son captados por el crimen organizado. Entonces, se les destina con frecuencia a centros de detención. No es raro que sean arrestados y, puesto que no tienen dinero para pagar la fianza o el viaje de vuelta, pueden permanecer por largos períodos de tiempo recluidos, expuestos a abusos y violencias de todo tipo. En esos casos, el derecho de los Estados a gestionar los flujos migratorios y a salvaguardar el bien común nacional se tiene que conjugar con la obligación de resolver y regularizar la situación de los emigrantes menores de edad, respetando plenamente su dignidad y tratando de responder a sus necesidades, cuando están solos, pero también a las de sus padres, por el bien de todo el núcleo familiar.
Sigue siendo crucial que se adopten adecuados procedimientos nacionales y planes de cooperación acordados entre los países de origen y los de acogida, para eliminar las causas de la emigración forzada de los niños.
En tercer lugar, dirijo a todos un vehemente llamamiento para que se busquen y adopten soluciones permanentes. Puesto que este es un fenómeno complejo, la cuestión de los emigrantes menores de edad se debe afrontar desde la raíz. Las guerras, la violación de los derechos humanos, la corrupción, la pobreza, los desequilibrios y desastres ambientales son parte de las causas del problema. Los niños son los primeros en sufrirlas, padeciendo a veces torturas y castigos corporales, que se unen a las de tipo moral y psíquico, dejándoles a menudo huellas imborrables.
Por tanto, es absolutamente necesario que se afronten en los países de origen las causas que provocan la emigración. Esto requiere, como primer paso, el compromiso de toda la Comunidad internacional para acabar con los conflictos y la violencia que obligan a las personas a huir. Además, se requiere una visión de futuro, que sepa proyectar programas adecuados para las zonas afectadas por la inestabilidad y por las más graves injusticias, para que a todos se les garantice el acceso a un desarrollo auténtico que promueva el bien de los niños y niñas, esperanza de la humanidad.
Por último, deseo dirigir una palabra a vosotros, que camináis al lado de los niños y jóvenes por los caminos de la emigración: ellos necesitan vuestra valiosa ayuda, y la Iglesia también os necesita y os apoya en el servicio generoso que prestáis. No os canséis de dar con audacia un buen testimonio del Evangelio, que os llama a reconocer y a acoger al Señor Jesús, presente en los más pequeños y vulnerables.
Encomiendo a todos los niños emigrantes, a sus familias, sus comunidades y a vosotros, que estáis cerca de ellos, a la protección de la Sagrada Familia de Nazaret, para que vele sobre cada uno y os acompañe en el camino; y junto a mi oración os imparto la Bendición Apostólica.

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PAPA FRANCISCO ÁNGELUS

Después del Ángelus:
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy se celebra la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, dedicada al tema «Menores migrantes, vulnerables y sin voz». Estos nuestros hermanos pequeños, especialmente si no están acompañados, están expuestos a muchos peligros. Y os digo, ¡hay muchos! Es necesario adoptar toda medida posible para garantizar a los menores migrantes la protección y la defensa, como también su integración.
Dirijo un saludo especial a la representación de distintas comunidades étnicas aquí reunidas. Queridos amigos, os deseo vivir serenamente en las localidades que os acogen, respetando las leyes y las tradiciones y, al mismo tiempo, custodiando los valores de vuestras culturas de origen. ¡El encuentro de varias culturas es siempre un enriquecimiento para todos! Doy las gracias a la oficina Migrantes de la diócesis de Roma y a los que trabajan con los migrantes para acogerlos y acompañarlos en sus dificultades, y animo a continuar esta obra, recordando el ejemplo de santa Francisca Javier Cabrini, patrona de los migrantes, de la cual se celebra este año el centenario de su muerte. Esta religiosa valiente dedicó su vida a llevar el amor de Cristo a los que estaban lejos de la patria y de la familia. Que su testimonio nos ayude a cuidar del hermano forastero, en el cual está presente Jesús, que a menudo sufre, es rechazado y humillado. Cuántas veces en la Biblia el Señor nos ha pedido acoger a migrantes y forasteros, recordándonos que también nosotros somos forasteros. […]

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A UNA DELEGACIÓN DE LA GLOBAL FOUNDATION

[…] n primer lugar quisiera reiterar que es inaceptable, porque es inhumano, un sistema económico mundial que descarta a hombres, mujeres y niños, por el hecho de que no parezcan útiles según los criterios de rentabilidad de las empresas u otras organizaciones. Precisamente este descartar a las personas comporta la regresión y la deshumanización de cualquier sistema político y económico: los que causan o permiten el descarte de los demás —los refugiados, los niños abusados ​​o esclavos, los pobres que mueren en la calle cuando hace frío— se convierten en máquinas sin alma, aceptando implícitamente el principio de que ellos también, tarde o temprano, serán descartados. ¡Esto es un boomerang! Pero es verdad: antes o después ellos serán descartados, cuando ya no sean útiles a una sociedad que ha puesto en el centro al dios dinero.[…]