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ENCUENTRO DEL PAPA CON LOS MIGRANTES Y REFUGIADOS PROCEDENTES DE LESBOS DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Este es el segundo chaleco salvavidas que recibo como regalo. El primero me lo dio hace unos años un grupo de socorristas. Pertenecía una niña que se ahogó en el Mediterráneo. Se lo di a los dos Subsecretarios de la Sección de Migrantes y Refugiados del Dicasterio para el Servicio de Desarrollo Humano Integral. Les dije: “¡Esta es vuestra misión!”. Con esto quería subrayar el compromiso ineludible de la Iglesia de salvar la vida de los migrantes, para que después puedan ser acogidos, protegidos, promovidos e integrados. Este segundo chaleco, entregado por otro grupo de socorristas hace apenas unos días, pertenecía a un migrante que desapareció en el mar el pasado mes de julio. Nadie sabe quién era ni de dónde venía. Sólo se sabe que su chaleco se encontró a la deriva en el Mediterráneo central el 3 de julio de 2019, en determinadas coordenadas geográficas. Nos enfrentamos a otra muerte causada por la injusticia. Sí, porque es la injusticia la que obliga a muchos migrantes a abandonar sus tierras. Es la injusticia la que les obliga a cruzar los desiertos y a sufrir abusos y torturas en los campos de detención. Es la injusticia la que los rechaza y los hace morir en el mar. El chaleco “viste” una cruz de resina de colores, que quiere expresar la experiencia espiritual que capté en las palabras de los socorristas. En Jesucristo la cruz es fuente de la salvación, «necedad para los que se pierden ―dice san Pablo― más para los que se salvan ―para nosotros― es fuerza de Dios» (1Cor 1,18). En la tradición cristiana la cruz es un símbolo de sufrimiento y sacrificio y, al mismo tiempo, de redención y salvación. Esta cruz es transparente: representa un desafío para mirar con más atención y buscar siempre la verdad. La cruz es luminiscente: quiere alentar nuestra fe en la resurrección, el triunfo de Cristo sobre la muerte. También el emigrante desconocido, que murió con la esperanza de una nueva vida, comparte esta victoria. Los socorristas me contaron cómo están aprendiendo humanidad de las personas que logran salvar. Me revelaron cómo en cada misión redescubren la belleza de ser una gran familia humana, unida en la fraternidad universal. He decidido mostrar aquí este chaleco salvavidas, “crucificado” en esta cruz, para recordarnos que debemos tener los ojos abiertos, tener el corazón abierto, para recordar a todos el compromiso imperativo de salvar toda vida humana, un deber moral que une a los creyentes y a los no creyentes. ¿Cómo podemos dejar de escuchar el grito desesperado de tantos hermanos y hermanas que prefieren enfrentarse a un mar tormentoso antes que morir lentamente en los campos de detención libios, lugares de tortura y esclavitud innoble? ¿Cómo podemos permanecer indiferentes ante los abusos y la violencia de los que son víctimas inocentes, dejándoles a merced de traficantes sin escrúpulos? ¿Cómo podemos “dar un rodeo”, como el sacerdote y el levita de la parábola del Buen Samaritano (cf. Lc 10,31-32), haciéndonos responsables de sus muertes? ¡Nuestra desidia es pecado! Doy gracias al Señor por todos aquellos que han decidido no permanecer indiferentes y se prodigan para socorrer al desventurado, sin hacerse demasiadas preguntas sobre cómo o por qué se toparon con ese pobre medio muerto en su camino. No se resuelve el problema bloqueando los barcos. Debemos comprometernos seriamente a vaciar los campos de detención en Libia, evaluando y aplicando todas las soluciones posibles. Debemos denunciar y perseguir a los traficantes que explotan y maltratan a los migrantes, sin temor a revelar connivencias y complicidades con las instituciones. Los intereses económicos deben dejarse de lado para que la persona, cada persona, cuya vida y dignidad son preciosas a los ojos de Dios, esté en el centro. Debemos socorrer y salvar, porque todos somos responsables de la vida de nuestro prójimo, y el Señor nos pedirá que demos cuenta de ello en el día del juicio. Gracias.

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SANTA MISA PARA LA COMUNIDAD CATÓLICA FILIPINA HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

(…) En Filipinas existe desde hace siglos una novena en preparación para la Santa Navidad llamada Simbang-Gabi (misa nocturna). Durante nueve días los fieles filipinos se reúnen al amanecer en sus parroquias para una celebración eucarística especial. En las últimas décadas, gracias a los emigrantes filipinos, esta devoción ha traspasado las fronteras nacionales llegando a muchos otros países. Desde hace años Simbang-Gabi también se celebra en la diócesis de Roma, y hoy lo celebramos juntos aquí, en la basílica de San Pedro. Con esta celebración queremos prepararnos para la Navidad según el espíritu de la Palabra de Dios que hemos escuchado, permaneciendo constantes hasta la venida definitiva del Señor, como nos recomienda el apóstol Santiago (cf. St 5,7). Queremos comprometernos a manifestar el amor y la ternura de Dios hacia todos, especialmente hacia los más pequeños. Estamos llamados a ser levadura en una sociedad que a menudo ya no puede saborear la belleza de Dios y experimentar la gracia de su presencia. Y vosotros, queridos hermanos y hermanas, que habéis dejado vuestra tierra en busca de un futuro mejor, tenéis una misión especial. Que vuestra fe sea “levadura” en las comunidades parroquiales a las que pertenecéis hoy. Os animo a multiplicar las oportunidades de encuentro para compartir vuestra riqueza cultural y espiritual, al mismo tiempo que os dejáis enriquecer por las experiencias de los demás. Todos estamos invitados a construir juntos esa comunión en la diversidad que es un rasgo distintivo del Reino de Dios, inaugurado por Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Todos estamos llamados a practicar juntos la caridad con los habitantes de las periferias existenciales, poniendo al servicio nuestros diversos dones, para renovar los signos de la presencia del Reino. Todos estamos llamados a anunciar juntos el Evangelio, la Buena Nueva de la salvación, en todas las lenguas, para llegar al mayor número posible de personas. (…)

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SANTA MISA PARA LA COMUNIDAD CATÓLICA CONGOLEÑA DE ROMA E ITALIA HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Papa Francisco: Boboto [paz] Asamblea: Bondeko [fraternidad] Papa Francisco: Bondeko [fraternidad] Asamblea: Esengo [alegría] En las lecturas de hoy aparece a menudo un verbo, venir, presente tres veces en la primera lectura, mientras que el Evangelio concluye diciendo que «viene el Hijo del Hombre» (Mt 24,44). Jesús viene: el Adviento nos recuerda esta certeza ya desde el nombre, porque la palabra Adviento significa venida. El Señor viene: esta es la raíz de nuestra esperanza, la certeza de que entre las tribulaciones del mundo viene a nosotros el consuelo de Dios, un consuelo que no está hecho de palabras, sino de presencia, de su presencia que viene entre nosotros. El Señor viene; hoy, primer día del año litúrgico, este anuncio marca nuestro punto de partida: sabemos que, más allá de cualquier acontecimiento favorable o contrario, el Señor no nos deja solos. Vino hace dos mil años y vendrá de nuevo al final de los tiempos, pero viene también hoy en mi vida, en tu vida. Sí, esta vida nuestra, con todos sus problemas, sus ansiedades e incertidumbres, es visitada por el Señor. He aquí la fuente de nuestra alegría: el Señor no se ha cansado y no se cansará nunca de nosotros, desea venir, visitarnos. Hoy el verbo venir no se conjuga solo para Dios, sino también para nosotros. De hecho, en la primera lectura Isaías profetiza: «Pueblos numerosos vendrán y dirán: “Venid, subamos al monte del Señor”» (2,3). Mientras que el mal en la tierra se deriva del hecho de que cada uno sigue su propio camino sin los otros, el profeta ofrece una visión maravillosa: todos van juntos al monte del Señor. En el monte estaba el templo, la casa de Dios. Isaías nos transmite, pues, una invitación de Dios a su casa. Somos los invitados de Dios, y el que es invitado es esperado, deseado. “Venid ―dice Dios―, porque en mi casa hay lugar para todos. Venid, porque en mi corazón no hay un solo pueblo, sino todos los pueblos”. Queridos hermanos y hermanas, habéis venido de lejos. Habéis dejado vuestros hogares, habéis dejado afectos y cosas queridas. Llegados aquí, encontrasteis acogida junto con dificultades e imprevistos. Pero para Dios, siempre sois bienvenidos. Para Él nunca somos extraños, sino hijos esperados. Y la Iglesia es la casa de Dios: aquí, por tanto, sentíos siempre en casa. Aquí venimos para caminar juntos hacia el Señor y realizar las palabras con las que termina la profecía de Isaías: «Vayamos, caminemos a la luz del Señor» (v. 5). Pero a la luz del Señor, se pueden preferir las tinieblas del mundo. Al Señor que viene y a su invitación a ir a Él se le puede responder “no, no voy”. A menudo no se trata de un “no” directo, descarado, sino taimado, encubierto. Es el no del que Jesús nos advierte en el Evangelio, exhortándonos a no hacer como en los «días de Noé» (Mt 24,37). ¿Qué pasaba en los días de Noé? Sucedía que, mientras algo nuevo y perturbador estaba a punto de llegar, nadie hacía caso, porque todos pensaban sólo en comer y beber (cf. v. 38). En otras palabras, todos ellos limitaban sus vidas a sus propias necesidades, se contentaban con una vida chata, horizontal, sin empuje. No se esperaba a nadie, sólo la pretensión de tener algo para uno mismo, para consumir. Espera del Señor que viene, y no pretensión de tener nosotros algo que consumir. Esto es el consumismo. El consumismo es un virus que mina la fe desde la raíz, porque te hace creer que la vida depende sólo de lo que tienes, y así te olvidas de Dios que viene a tu encuentro y de los que te rodean. El Señor viene, pero tú sigues los apetitos que te vienen; el hermano llama a tu puerta, pero te molesta porque trastoca tus planes ―y esta es la actitud egoísta del consumismo. En el Evangelio, cuando Jesús señala los peligros de la fe, no se preocupa de los enemigos poderosos, de la hostilidad y de las persecuciones. Todo esto ha sido, es y será, pero no debilita la fe. El verdadero peligro, en cambio, es lo que anestesia el corazón: es depender del consumo, es hacerse pesado y dejar que el corazón se olvide de las necesidades (cf. Lc 21, 34). Entonces se vive de cosas y no sabe para qué; se tienen muchos bienes pero ya no se hace el bien; las casas se llenan de cosas pero se vacían de niños. Este es el drama de hoy: casas llenas de cosas pero vacías de niños, el invierno demográfico que estamos sufriendo. El tiempo se desperdicia con pasatiempos, pero no hay tiempo para Dios ni para los demás. Y cuando se vive para las cosas, las cosas nunca son suficientes, la codicia crece y los demás se vuelven obstáculos en la carrera y así se termina por sentirse amenazado y, siempre insatisfechos y enfadados, sube el nivel de odio. “Quiero más, quiero más, quiero más…”. Lo vemos hoy allí donde reina el consumismo: ¡cuánta violencia, incluso solamente verbal, cuánta rabia y deseo de buscar un enemigo a toda costa! Así, mientras el mundo está lleno de armas que causan muertes, no nos damos cuenta de que seguimos armando nuestros corazones con la rabia. Jesús quiere despertarnos de todo esto. Lo hace con un verbo: «Velad» (Mt 24,42). “Estad preparados, velad”. Velar era tarea del centinela, que vigilaba despierto mientras todos dormían. Velar es no ceder al sueño que envuelve a todos. Para poder velar necesitamos tener una esperanza cierta: que la noche no durará siempre, que amanecerá pronto. Es lo mismo para nosotros: Dios viene y su luz iluminará hasta las tinieblas más espesas. Pero a nosotros hoy nos toca vigilar, velar: superar la tentación de que el sentido de la vida es acumular ―es una tentación, el sentido de la vida no es acumular―, nos toca a nosotros desenmascarar el engaño de que uno es feliz si tiene tantas cosas, resistir a las luces deslumbrantes del consumo, que brillarán en todas partes durante este mes, y creer que la oración y la caridad no son tiempo perdido, sino los tesoros más grandes. Cuando abrimos nuestro corazón al Señor y a nuestros hermanos y hermanas, llega el precioso bien que las cosas no nos pueden dar y que Isaías anuncia en la primera lectura, la paz: «Forjarán de sus espadas azadones y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra» (Is 2,4). Son palabras que también nos hacen pensar en vuestro país. Hoy rezamos por la paz, gravemente amenazada en el Este del país, especialmente en los territorios de Beni y Minembwe, donde estallan los conflictos, alimentados también desde fuera, en el silencio cómplice de muchos. Conflictos alimentados por los que se enriquecen vendiendo armas. Hoy recordáis a una bella figura, la beata Marie-Clémentine Anuarite Nengapeta, violentamente asesinada no sin antes decirle a su verdugo, como Jesús: «Te perdono, porque no sabes lo que haces». Pidamos por su intercesión que, en nombre de Dios-Amor y con la ayuda de las poblaciones vecinas, se renuncie a las armas, por un futuro que no sea ya de unos contra otros, sino de unos con otros, y se pase de una economía que se sirve de la guerra a una economía que sirve a la paz. El Papa Francisco: El que tenga oídos para oír. Asamblea: Oiga El Papa Francisco: El que tenga corazón para asentir. Asamblea: Asienta.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO MUNDIAL DE LA ASOCIACIÓN INTERNACIONAL DE DERECHO PENAL

El capital financiero mundial está en el origen de graves delitos no sólo contra la propiedad, sino también contra las personas y el medio ambiente. Se trata de delincuencia organizada responsable, entre otras cosas, del sobreendeudamiento de los Estados y del saqueo de los recursos naturales de nuestro planeta. El derecho penal no puede permanecer ajeno a conductas en las que, aprovechándose de situaciones asimétricas, se explota una posición dominante en detrimento del bienestar colectivo. Este es el caso, por ejemplo, de la reducción artificial de los precios de los títulos de deuda pública a través de la especulación, sin preocuparse de que esto afecte o agrave la situación económica de naciones enteras (cf. Oeconomicae et pecuniariae quaestiones. Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico-financiero, 17). Se trata de delitos que tienen la gravedad de crímenes de lesa humanidad, cuando conducen al hambre, a la miseria, a la migración forzada y a la muerte por enfermedades evitables, al desastre ambiental y al etnocidio de los pueblos indígenas. La protección jurídica y penal del medio ambiente Es cierto que la respuesta penal se produce cuando se ha cometido el delito, que no repara el daño ni evita la repetición y que rara vez tiene efectos disuasorios. También es cierto que, debido a su selectividad estructural, la función sancionadora suele recaer en los sectores más vulnerables. Tampoco ignoro que existe una corriente punicionista que pretende resolver los más variados problemas sociales a través del sistema penal.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO «PROMOTING DIGITAL CHILD DIGNITY»

(…) La propagación de la pornografía en el mundo digital crece vertiginosamente. Ya de por sí es algo muy grave, resultado de una pérdida general del sentido de la dignidad humana y no pocas veces vinculado a la trata de personas. El fenómeno es aún más dramático porque este material también es ampliamente accesible a los menores a través de Internet y especialmente a través de dispositivos móviles. La mayoría de los estudios científicos coincide en sus graves repercusiones en la psique y el comportamiento de los menores. Son consecuencias que durarán toda su vida, con fenómenos de grave dependencia, propensión a comportamientos violentos y relaciones emocionales y sexuales profundamente perturbadas. (…) (…) Aunque los padres sean los principales responsables de la educación de sus hijos, cabe señalar que, a pesar de la buena voluntad, ahora es cada vez más difícil controlar el uso de los aparatos electrónicos por parte de sus hijos. Por lo tanto, la industria debe cooperar con los padres en su responsabilidad educativa. La determinación de la edad de los usuarios no debe considerarse, pues, una violación del derecho a la intimidad, sino un requisito previo importante para la protección efectiva de los menores. (…)

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SALUDO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A UNA DELEGACIÓN DEL EJÉRCITO DE SALVACIÓN

Sr. General, queridos hermanos y hermanas: Me complace tener esta oportunidad para renovaros, así como a todos los miembros y voluntarios del Ejército de Salvación, mi grato aprecio por vuestro testimonio sobre la primacía del discipulado y el servicio a los pobres que os hace un signo reconocible y creíble del amor evangélico, en obediencia al mandato del Señor: «Amaos los unos a los otros. Como yo os he amado, así también debéis amaros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos» (Jn 13, 34). Como alguna vez he recordado― también ahora, en el coloquio―, recibí mi primera lección de ecumenismo hace muchos años, ¡yo tenía cuatro!, cuando con mi abuela encontré a los miembros del Ejército de Salvación. Su ejemplo de humilde servicio a los últimos entre nuestros hermanos y hermanas es más elocuente que cualquier palabra. Me viene en mente la sabia expresión de su predecesor, Sr. General, cuando nos encontramos hace cinco años: “La santidad trasciende las fronteras confesionales”. La santidad que se manifiesta en acciones concretas de bondad, de solidaridad y de sanación habla al corazón y da testimonio de la autenticidad de nuestro discipulado. Sobre esta base, los católicos y los miembros del Ejército de Salvación pueden ayudarse mutuamente y colaborar cada vez más con respeto mutuo, también en la vida de santidad. Este testimonio común es como la levadura que, en la parábola de Jesús, una mujer tomó y mezcló con harina hasta que toda la masa subió (cf. Lc 13,21). El amor gratuito que inspira los gestos de servicio a los necesitados no es sólo la levadura, sino también la fragancia del pan recién horneado. Atrae y convence. Los jóvenes en particular necesitan sentir esta fragancia, porque en muchos casos les falta en su experiencia diaria. En un mundo donde abundan el egoísmo y la división precisamente el noble gusto por el amor incondicional sirve de antídoto y abre el camino al significado trascendente de nuestra existencia. Como Obispo de Roma, de esta diócesis, deseo agradecer también al Ejército de Salvación lo que está haciendo en esta ciudad en beneficio de las personas sin hogar y marginadas; hay muchas en Roma, muchas. También soy consciente de su amplia participación en la lucha contra la trata de seres humanos y otras formas actuales de esclavitud. ¡Que Dios bendiga vuestro esfuerzo! Gracias de nuevo por vuestra visita. Acordémonos unos de otros en la oración y continuemos trabajando por la difusión del amor de Dios a través de obras de servicio y solidaridad.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO INTERNACIONAL DEL SECRETARIADO PARA LA JUSTICIA SOCIAL Y LA ECOLOGÍA § DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

Algunos de ustedes y otros muchos jesuitas que los antecedieron pusieron en marcha obras de servicio a los más pobres, obras de de educación, de atención a los refugiados, de defensa de los derechos humanos o de servicios sociales en multitud de campos. Continúen con este empeño creativo, necesitado siempre de renovación en una sociedad de cambios acelerados. Ayuden a la Iglesia en el discernimiento que hoy también tenemos que hacer sobre nuestros apostolados. No dejen de colaborar en red entre ustedes y con otras organizaciones eclesiales y civiles para tener una palabra en defensa de los más desfavorecidos en este mundo cada vez más globalizado. Con esa globalización que es esférica, que anula las identidades culturales, las identidades religiosas, las identidades personales, todo es igual. La verdadera globalización debe ser poliédrica, unirnos, pero cada uno conservando la propia peculiaridad. En el dolor de nuestros hermanos y de nuestra casa común amenazada es necesario contemplar el misterio del crucificado para ser capaces de dar la vida hasta el final, como hicieran tantos compañeros jesuitas desde el año 1975. Celebramos este año el 30 aniversario del martirio de los jesuitas de la Universidad Centroamericana de El Salvador, que tanto dolor causó al P. Kolvenbach y que lo movió a pedir la ayuda de jesuitas en toda la Compañía. Muchos respondieron generosamente. La vida y la muerte de los mártires son un aliento a nuestro servicio a los últimos.

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PAPA FRANCISCO ÁNGELUS

Y mis pensamientos se dirigen una vez más a Oriente Medio. En particular, a la amada y martirizada Siria, de donde vuelven a llegar noticias dramáticas sobre el destino de las poblaciones del noreste del país, obligadas a abandonar sus hogares a causa de las acciones militares: entre estas poblaciones hay también muchas familias cristianas. A todos los actores involucrados y también a la Comunidad internacional; por favor, renuevo mi llamamiento a comprometerse con sinceridad, con honestidad y trasparencia en el camino del diálogo para buscar soluciones eficaces. Junto con todos los miembros del Sínodo de los Obispos para la Región Panamazónica, especialmente los ecuatorianos, sigo con preocupación lo que ha estado sucediendo en ese país en las últimas semanas. Lo encomiendo a la oración común y a la intercesión de los nuevos santos, y me uno al dolor por los muertos, heridos y desaparecidos. Animo a buscar la paz social, con especial atención a las poblaciones más vulnerables, a los pobres y a los derechos humanos.

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MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA JORNADA MUNDIAL DEL MIGRANTE Y DEL REFUGIADO 2019

Queridos hermanos y hermanas: La fe nos asegura que el Reino de Dios está ya misteriosamente presente en nuestra tierra (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 39); sin embargo, debemos constatar con dolor que también hoy encuentra obstáculos y fuerzas contrarias. Conflictos violentos y auténticas guerras no cesan de lacerar la humanidad; injusticias y discriminaciones se suceden; es difícil superar los desequilibrios económicos y sociales, tanto a nivel local como global. Y son los pobres y los desfavorecidos quienes más sufren las consecuencias de esta situación. Las sociedades económicamente más avanzadas desarrollan en su seno la tendencia a un marcado individualismo que, combinado con la mentalidad utilitarista y multiplicado por la red mediática, produce la “globalización de la indiferencia”. En este escenario, las personas migrantes, refugiadas, desplazadas y las víctimas de la trata, se han convertido en emblema de la exclusión porque, además de soportar dificultades por su misma condición, con frecuencia son objeto de juicios negativos, puesto que se las considera responsables de los males sociales. La actitud hacia ellas constituye una señal de alarma, que nos advierte de la decadencia moral a la que nos enfrentamos si seguimos dando espacio a la cultura del descarte. De hecho, por esta senda, cada sujeto que no responde a los cánones del bienestar físico, mental y social, corre el riesgo de ser marginado y excluido. Por esta razón, la presencia de los migrantes y de los refugiados, como en general de las personas vulnerables, representa hoy en día una invitación a recuperar algunas dimensiones esenciales de nuestra existencia cristiana y de nuestra humanidad, que corren el riesgo de adormecerse con un estilo de vida lleno de comodidades. Razón por la cual, “no se trata sólo de migrantes” significa que al mostrar interés por ellos, nos interesamos también por nosotros, por todos; que cuidando de ellos, todos crecemos; que escuchándolos, también damos voz a esa parte de nosotros que quizás mantenemos escondida porque hoy no está bien vista. «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (Mt 14,27). No se trata sólo de migrantes, también se trata de nuestros miedos. La maldad y la fealdad de nuestro tiempo acrecienta «nuestro miedo a los “otros”, a los desconocidos, a los marginados, a los forasteros […]. Y esto se nota particularmente hoy en día, frente a la llegada de migrantes y refugiados que llaman a nuestra puerta en busca de protección, seguridad y un futuro mejor. Es verdad, el temor es legítimo, también porque falta preparación para este encuentro» (Homilía, Sacrofano, 15 febrero 2019). El problema no es el hecho de tener dudas y sentir miedo. El problema es cuando esas dudas y esos miedos condicionan nuestra forma de pensar y de actuar hasta el punto de convertirnos en seres intolerantes, cerrados y quizás, sin darnos cuenta, incluso racistas. El miedo nos priva así del deseo y de la capacidad de encuentro con el otro, con aquel que es diferente; nos priva de una oportunidad de encuentro con el Señor (cf. Homilía en la Concelebración Eucarística de la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, 14 enero 2018). «Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos?» (Mt 5,46). No se trata sólo de migrantes: se trata de la caridad. A través de las obras de caridad mostramos nuestra fe (cf. St 2,18). Y la mayor caridad es la que se ejerce con quienes no pueden corresponder y tal vez ni siquiera dar gracias. «Lo que está en juego es el rostro que queremos darnos como sociedad y el valor de cada vida […]. El progreso de nuestros pueblos […] depende sobre todo de la capacidad de dejarse conmover por quien llama a la puerta y con su mirada estigmatiza y depone a todos los falsos ídolos que hipotecan y esclavizan la vida; ídolos que prometen una aparente y fugaz felicidad, construida al margen de la realidad y del sufrimiento de los demás» (Discurso en la Cáritas Diocesana de Rabat, 30 marzo 2019). «Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció» (Lc 10,33). No se trata sólo de migrantes: se trata de nuestra humanidad. Lo que mueve a ese samaritano, un extranjero para los judíos, a detenerse, es la compasión, un sentimiento que no se puede explicar únicamente a nivel racional. La compasión toca la fibra más sensible de nuestra humanidad, provocando un apremiante impulso a “estar cerca” de quienes vemos en situación de dificultad. Como Jesús mismo nos enseña (cf. Mt 9,35-36; 14,13-14; 15,32-37), sentir compasión significa reconocer el sufrimiento del otro y pasar inmediatamente a la acción para aliviar, curar y salvar. Sentir compasión significa dar espacio a la ternura que a menudo la sociedad actual nos pide reprimir. «Abrirse a los demás no empobrece, sino que más bien enriquece, porque ayuda a ser más humano: a reconocerse parte activa de un todo más grande y a interpretar la vida como un regalo para los otros, a ver como objetivo, no los propios intereses, sino el bien de la humanidad» (Discurso en la Mezquita “Heydar Aliyev” de Bakú, Azerbaiyán, 2 octubre 2016). «Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial» (Mt 18,10). No se trata sólo de migrantes: se trata de no excluir a nadie. El mundo actual es cada día más elitista y cruel con los excluidos. Los países en vías de desarrollo siguen agotando sus mejores recursos naturales y humanos en beneficio de unos pocos mercados privilegiados. Las guerras afectan sólo a algunas regiones del mundo; sin embargo, la fabricación de armas y su venta se lleva a cabo en otras regiones, que luego no quieren hacerse cargo de los refugiados que dichos conflictos generan. Quienes padecen las consecuencias son siempre los pequeños, los pobres, los más vulnerables, a quienes se les impide sentarse a la mesa y se les deja sólo las “migajas” del banquete (cf. Lc 16,19-21). La Iglesia «en salida […] sabe tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24). El desarrollo exclusivista hace que los ricos sean más ricos y los pobres más pobres. El auténtico desarrollo es aquel que pretende incluir a todos los hombres y mujeres del mundo, promoviendo su crecimiento integral, y preocupándose también por las generaciones futuras. «El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos» (Mc 10,43-44). No se trata sólo de migrantes: se trata de poner a los últimos en primer lugar. Jesucristo nos pide que no cedamos a la lógica del mundo, que justifica el abusar de los demás para lograr nuestro beneficio personal o el de nuestro grupo: ¡primero yo y luego los demás! En cambio, el verdadero lema del cristiano es “¡primero los últimos!”. «Un espíritu individualista es terreno fértil para que madure el sentido de indiferencia hacia el prójimo, que lleva a tratarlo como puro objeto de compraventa, que induce a desinteresarse de la humanidad de los demás y termina por hacer que las personas sean pusilánimes y cínicas. ¿Acaso no son estas las actitudes que frecuentemente asumimos frente a los pobres, los marginados o los últimos de la sociedad? ¡Y cuántos últimos hay en nuestras sociedades! Entre estos, pienso sobre todo en los emigrantes, con la carga de dificultades y sufrimientos que deben soportar cada día en la búsqueda, a veces desesperada, de un lugar donde poder vivir en paz y con dignidad» (Discurso ante el Cuerpo Diplomático, 11 enero 2016). En la lógica del Evangelio, los últimos son los primeros, y nosotros tenemos que ponernos a su servicio. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10). No se trata sólo de migrantes: se trata de la persona en su totalidad, de todas las personas. En esta afirmación de Jesús encontramos el corazón de su misión: hacer que todos reciban el don de la vida en plenitud, según la voluntad del Padre. En cada actividad política, en cada programa, en cada acción pastoral, debemos poner siempre en el centro a la persona, en sus múltiples dimensiones, incluida la espiritual. Y esto se aplica a todas las personas, a quienes debemos reconocer la igualdad fundamental. Por lo tanto, «el desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico. Para ser auténtico, debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre» (S. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 14). «Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios» (Ef 2,19). No se trata sólo de migrantes: se trata de construir la ciudad de Dios y del hombre. En nuestra época, también llamada la era de las migraciones, son muchas las personas inocentes víctimas del “gran engaño” del desarrollo tecnológico y consumista sin límites (cf. Carta enc. Laudato si’, 34). Y así, emprenden un viaje hacia un “paraíso” que inexorablemente traiciona sus expectativas. Su presencia, a veces incómoda, contribuye a disipar los mitos de un progreso reservado a unos pocos, pero construido sobre la explotación de muchos. «Se trata, entonces, de que nosotros seamos los primeros en verlo y así podamos ayudar a los otros a ver en el emigrante y en el refugiado no sólo un problema que debe ser afrontado, sino un hermano y una hermana que deben ser acogidos, respetados y amados, una ocasión que la Providencia nos ofrece para contribuir a la construcción de una sociedad más justa, una democracia más plena, un país más solidario, un mundo más fraterno y una comunidad cristiana más abierta, de acuerdo con el Evangelio» (Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2014). Queridos hermanos y hermanas: La respuesta al desafío planteado por las migraciones contemporáneas se puede resumir en cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar. Pero estos verbos no se aplican sólo a los migrantes y a los refugiados. Expresan la misión de la Iglesia en relación a todos los habitantes de las periferias existenciales, que deben ser acogidos, protegidos, promovidos e integrados. Si ponemos en práctica estos verbos, contribuimos a edificar la ciudad de Dios y del hombre, promovemos el desarrollo humano integral de todas las personas y también ayudamos a la comunidad mundial a acercarse a los objetivos de desarrollo sostenible que ha establecido y que, de lo contrario, serán difíciles de alcanzar. Por lo tanto, no solamente está en juego la causa de los migrantes, no se trata sólo de ellos, sino de todos nosotros, del presente y del futuro de la familia humana. Los migrantes, y especialmente aquellos más vulnerables, nos ayudan a leer los “signos de los tiempos”. A través de ellos, el Señor nos llama a una conversión, a liberarnos de los exclusivismos, de la indiferencia y de la cultura del descarte. A través de ellos, el Señor nos invita a reapropiarnos de nuestra vida cristiana en su totalidad y a contribuir, cada uno según su propia vocación, a la construcción de un mundo que responda cada vez más al plan de Dios. Este es el deseo que acompaño con mi oración, invocando, por intercesión de la Virgen María, Nuestra Señora del Camino, abundantes bendiciones sobre todos los migrantes y los refugiados del mundo, y sobre quienes se hacen sus compañeros de viaje.

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CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON MOTIVO DEL ANIVERSARIO DE LA VISITA A LAMPEDUSA HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Hoy la Palabra de Dios nos habla de salvación y liberación. Salvación. Durante su viaje desde Berseba a Jarán, Jacob decide detenerse y descansar en un lugar solitario. Tuvo un sueño en el que vio una escalera apoyada en la tierra y cuya cima tocaba el cielo (cf. Gn 28,10-22). La escalera, por la que los ángeles de Dios subían y bajaban, representa la unión entre lo divino y lo humano, que se cumplió históricamente en la encarnación de Cristo (cf. Jn1,51), una ofrenda amorosa de revelación y salvación por parte del Padre. La escalera es una alegoría de la iniciativa divina que precede a todo movimiento humano. Es la antítesis de la torre de Babel, construida por hombres que con sus propias fuerzas querían alcanzar el cielo para convertirse en dioses. En este caso, por el contrario, es Dios quien “baja”, es el Señor quien se revela a sí mismo, es Dios quien salva. Y el Emmanuel, el Dioscon-nosotros, cumple la promesa de que el Señor y la humanidad se pertenezcan mutuamente, en el signo de un amor encarnado y misericordioso que da la vida en abundancia. Frente a esta revelación, Jacob realiza un acto de entrega al Señor, que se traduce en un compromiso de reconocimiento y adoración que marca un momento esencial en la historia de la salvación. Le pide al Señor que lo proteja en el difícil viaje que tendrá que proseguir y dice: «El Señor será mi Dios» (Gn 28,21). Como un eco de las palabras del patriarca, hemos repetido en el Salmo: «Dios mío, confío en ti». Él es nuestro refugio y fortaleza, nuestro escudo y armadura, ancla en los momentos de prueba. El Señor es refugio para los fieles que lo invocan en la tribulación. Por lo demás, precisamente en estas situaciones es donde nuestra oración se vuelve más pura, cuando nos damos cuenta de que las seguridades que ofrece el mundo valen poco y no nos queda más que Dios. Sólo Dios abre el Cielo al que vive en la tierra. Sólo Dios salva. Y este confiar de modo total y extremo es lo que une al jefe de la sinagoga y a la mujer enferma en el Evangelio (cf. Mt 9,18-26). Son episodios de liberación. Ambos se acercan a Jesús para obtener de él lo que ningún otro les puede dar: la liberación de la enfermedad y la muerte. Por una parte, tenemos a la hija de una de las autoridades de la ciudad; por otra, tenemos a una mujer que padece una enfermedad que la convierte en una excluida, una marginada, una persona impura. Pero Jesús no hace distinciones: la liberación se concede generosamente en ambos casos. La necesidad coloca a las dos, a la mujer y a la niña, entre esos “últimos” que hay que amar y levantar. Jesús revela a sus discípulos la necesidad de una opción preferencial por los últimos, que han de ser puestos en el primer lugar en el ejercicio de la caridad. Son muchas las pobrezas de hoy; como escribió san Juan Pablo II, los «“pobres”, en las múltiples dimensiones de la pobreza, son los oprimidos, los marginados, los ancianos, los enfermos, los pequeños y cuantos son considerados y tratados como los “últimos” en la sociedad» (Exhort. ap. Vita consecrata, 82). En este sexto aniversario de mi visita a Lampedusa, pienso en los “últimos” que todos los días claman al Señor, pidiendo ser liberados de los males que los afligen. Son los últimos engañados y abandonados para morir en el desierto; son los últimos torturados, maltratados y violados en los campos de detención; son los últimos que desafían las olas de un mar despiadado; son los últimos dejados en campos de una acogida que es demasiado larga para ser llamada temporal. Son sólo algunos de los últimos que Jesús nos pide que amemos y ayudemos a levantarse. Desafortunadamente, las periferias existenciales de nuestras ciudades están densamente pobladas por personas descartadas, marginadas, oprimidas, discriminadas, abusadas, explotadas, abandonadas, pobres y sufrientes. En el espíritu de las Bienaventuranzas, estamos llamados a consolarlas en sus aflicciones y a ofrecerles misericordia; a saciar su hambre y sed de justicia; a que sientan la paternidad premurosa de Dios; a mostrarles el camino al Reino de los Cielos. ¡Son personas, no se trata sólo de cuestiones sociales o migratorias! “No se trata sólo de migrantes”, en el doble sentido de que los migrantes son antes que nada seres humanos, y que hoy son el símbolo de todos los descartados de la sociedad globalizada. Aparece como algo natural el retomar la imagen de la escalera de Jacob. En Jesucristo, la conexión entre la tierra y el cielo es segura y accesible para todos. Pero subir los escalones de esta escalera requiere compromiso, esfuerzo y gracia. Hay que ayudar a los más débiles y vulnerables. Me gusta pensar, entonces, que podríamos ser nosotros aquellos ángeles que suben y bajan, tomando bajo el brazo a los pequeños, los cojos, los enfermos, los excluidos: los últimos, que de otra manera se quedarían atrás y verían sólo las miserias de la tierra, sin descubrir ya desde este momento algún resplandor del cielo. Esta es, hermanos y hermanas, una gran responsabilidad, de la que nadie puede estar exento si queremos llevar a cabo la misión de salvación y liberación a la que el mismo Señor nos ha llamado a colaborar. Sé que muchos de vosotros, que habéis llegado hace tan sólo unos meses, ya estáis ayudando a los hermanos y hermanas que han venido recientemente. Quiero agradeceros este hermoso signo de humanidad, gratitud y solidaridad.