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LA MISA MATUTINA TRANSMITIDA EN DIRECTO DESDE LA CAPILLA DE LA CASA SANTA MARTA HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

[…] En la historia hemos leído de las brutalidades que cometieron con los
esclavos: los llevaban de África a América —pienso en esa historia que toca a mi
tierra— y nosotros decimos “cuánta barbarie”… Pero aún hoy hay tantos
esclavos, tantos hombres y mujeres que no son libres de trabajar: se ven
obligados a trabajar, para sobrevivir, nada más. Son esclavos: trabajo forzado…
son trabajos forzados, injustos, mal pagados y que llevan al hombre a vivir con
la dignidad pisoteada. Hay muchos, muchos en el mundo. Muchos. En los
periódicos de hace unos meses leímos, en un país de Asia, que un señor había
matado a palos a uno de sus empleados que ganaba menos de medio dólar al
día, porque había hecho algo mal. La esclavitud de hoy es nuestra indignidad,
porque quita la dignidad al hombre, a la mujer, a todos nosotros. “No, yo
trabajo, tengo mi dignidad”: sí, pero tus hermanos, no. “Sí, padre, es verdad,
pero esto, como está tan lejos, me cuesta entenderlo. Pero aquí, entre
nosotros…”: aquí también, entre nosotros. Aquí, entre nosotros. Piensa en los
trabajadores, en los que trabajan a jornada, que los haces trabajar por un
salario ínfimo y no ocho, sino doce, catorce horas al día: esto sucede hoy, aquí.
En todo el mundo, pero también aquí. Piensa en la empleada del hogar que no
tiene un salario justo, que no tiene asistencia de la seguridad social, que no
tiene jubilación: esto no ocurre solo en Asia. […]

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CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS MOVIMIENTOS POPULARES

A los hermanos y hermanas
de los movimientos y organizaciones populares
Queridos amigos,
Con frecuencia recuerdo nuestros encuentros: dos en el Vaticano y uno en Santa
Cruz de la Sierra y les confieso que esta “memoria” me hace bien, me acerca a
ustedes, me hace repensar en tantos diálogos durante esos encuentros y en
tantas ilusiones que nacieron y crecieron allí y muchas de ellas se hicieron
realidad. Ahora, en medio de esta pandemia, los vuelvo a recordar de modo
especial y quiero estarles cerca.
En estos días de tanta angustia y dificultad, muchos se han referido a la
pandemia que sufrimos con metáforas bélicas. Si la lucha contra el COVID es
una guerra, ustedes son un verdadero ejército invisible que pelea en las más
peligrosas trincheras. Un ejército sin más arma que la solidaridad, la esperanza y
el sentido de la comunidad que reverdece en estos días en los que nadie se salva
solo. Ustedes son para mí, como les dije en nuestros encuentros, verdaderos
poetas sociales, que desde las periferias olvidadas crean soluciones dignas para
los problemas más acuciantes de los excluidos.
Sé que muchas veces no se los reconoce como es debido porque para este
sistema son verdaderamente invisibles. A las periferias no llegan las soluciones
del mercado y escasea la presencia protectora del Estado. Tampoco ustedes
tienen los recursos para realizar su función. Se los mira con desconfianza por
superar la mera filantropía a través la organización comunitaria o reclamar por
sus derechos en vez de quedarse resignados esperando a ver si cae alguna
migaja de los que detentan el poder económico. Muchas veces mastican bronca
e impotencia al ver las desigualdades que persisten incluso en momentos donde
se acaban todas las excusas para sostener privilegios. Sin embargo, no se
encierran en la queja: se arremangan y siguen trabajando por sus familias, por
sus barrios, por el bien común. Esta actitud de Ustedes me ayuda, cuestiona y
enseña mucho.
Pienso en las personas, sobre todo mujeres, que multiplican el pan en los
comedores comunitarios cocinando con dos cebollas y un paquete de arroz un
delicioso guiso para cientos de niños, pienso en los enfermos, pienso en los
ancianos. Nunca aparecen en los grandes medios. Tampoco los campesinos y
agricultores familiares que siguen labrando para producir alimentos sanos sin
destruir la naturaleza, sin acapararlos ni especular con la necesidad del pueblo.
Quiero que sepan que nuestro Padre Celestial los mira, los valora, los reconoce y
fortalece en su opción.
Qué difícil es quedarse en casa para aquel que vive en una pequeña vivienda
precaria o que directamente carece de un techo. Qué difícil es para los
migrantes, las personas privadas de libertad o para aquellos que realizan un
proceso de sanación por adicciones. Ustedes están ahí, poniendo el cuerpo junto
a ellos, para hacer las cosas menos difíciles, menos dolorosas. Los felicito y
agradezco de corazón. Espero que los gobiernos comprendan que los paradigmas
tecnocráticos (sean estadocéntricos, sean mercadocéntricos) no son suficientes
para abordar esta crisis ni los otros grandes problemas de la humanidad. Ahora
más que nunca, son las personas, las comunidades, los pueblos quienes deben
estar en el centro, unidos para curar, cuidar, compartir.
Sé que ustedes han sido excluidos de los beneficios de la globalización. No gozan
de esos placeres superficiales que anestesian tantas conciencias. A pesar de ello,
siempre tienen que sufrir sus perjuicios. Los males que aquejan a todos, a
ustedes los golpean doblemente. Muchos de ustedes viven el día a día sin ningún
tipo de garantías legales que los proteja. Los vendedores ambulantes, los
recicladores, los feriantes, los pequeños agricultores, los constructores, los
costureros, los que realizan distintas tareas de cuidado. Ustedes, trabajadores
informales, independientes o de la economía popular, no tienen un salario
estable para resistir este momento… y las cuarentenas se les hacen
insoportables. Tal vez sea tiempo de pensar en un salario universal que
reconozca y dignifique las nobles e insustituibles tareas que realizan; capaz de
garantizar y hacer realidad esa consigna tan humana y tan cristiana: ningún
trabajador sin derechos.
También quisiera invitarlos a pensar en el “después” porque esta tormenta va a
terminar y sus graves consecuencias ya se sienten. Ustedes no son unos
improvisados, tienen la cultura, la metodología pero principalmente la sabiduría
que se amasa con la levadura de sentir el dolor del otro como propio. Quiero que
pensemos en el proyecto de desarrollo humano integral que anhelamos,
centrado en el protagonismo de los Pueblos en toda su diversidad y el acceso
universal a esas tres T que ustedes defienden: tierra, techo y trabajo. Espero
que este momento de peligro nos saque del piloto automático, sacuda nuestras
conciencias dormidas y permita una conversión humanista y ecológica que
termine con la idolatría del dinero y ponga la dignidad y la vida en el centro.
Nuestra civilización, tan competitiva e individualista, con sus ritmos frenéticos de
producción y consumo, sus lujos excesivos y ganancias desmedidas para pocos,
necesita bajar un cambio, repensarse, regenerarse. Ustedes son constructores
indispensables de ese cambio impostergable; es más, ustedes poseen una voz
autorizada para testimoniar que esto es posible. Ustedes saben de crisis y
privaciones… que con pudor, dignidad, compromiso, esfuerzo y solidaridad
logran transformar en promesa de vida para sus familias y comunidades.
Sigan con su lucha y cuídense como hermanos. Rezo por ustedes, rezo con
ustedes y quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los bendiga, los colme de su
amor y los defienda en el camino dándoles esa fuerza que nos mantiene en pie y
no defrauda: la esperanza. Por favor, recen por mí que también lo necesito.

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PAPA FRANCISCO AUDIENCIA GENERAL

[…] En este momento, me gustaría abordar a todos los enfermos que tienen el virus y que padecen la enfermedad, y a muchos que sufren incertidumbres sobre sus enfermedades. Agradezco sinceramente al personal del hospital, los médicos, las enfermeras y las enfermeras, los voluntarios que en este momento difícil están junto a las personas que sufren. Agradezco a todos los cristianos, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que rezan por este momento, todos unidos, cualquiera que sea la tradición religiosa a la que pertenecen. Muchas gracias por este esfuerzo. Pero no quisiera que este dolor, esta epidemia tan fuerte nos haga olvidar a los sirios pobres, que han estado sufriendo en la frontera entre Grecia y Turquía: un pueblo que sufre desde hace años. Deben escapar de la guerra, del hambre, de las enfermedades. No olvidemos a los hermanos y hermanas, muchos niños, que sufren allí. […]

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PAPA FRANCISCO ÁNGELUS

Después del Ángelus […] Saludo a las asociaciones y grupos comprometidos en solidaridad con el pueblo sirio y especialmente con los habitantes de la ciudad de Idlib y del noroeste de Siria —os estoy viendo desde aquí— obligados a huir de los recientes acontecimientos de la guerra. Queridos hermanos y hermanas, renuevo mi gran preocupación, mi dolor por esta situación inhumana de estas personas indefensas, incluyendo muchos niños, que están arriesgando sus vidas. No debemos apartar la vista de esta crisis humanitaria, sino darle prioridad sobre todos los demás intereses. Recemos por esta gente, estos hermanos y hermanas nuestros, que sufren tanto en el noroeste de Siria, en la ciudad de Idlib. […]

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PAPA FRANCISCO ÁNGELUS

Después del Ángelus […] Me entristecen un poco las noticias que llegan de tantas personas desplazadas, tantos hombres, mujeres y niños expulsados por la guerra, tantos migrantes que buscan refugio en el mundo y ayuda. En estos días, ha adquirido mucha fuerza. Recemos por ellos.

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VISITA DEL SANTO PADRE FRANCISCO A BARI CON MOTIVO DEL ENCUENTRO DE REFLEXIÓN Y ESPIRITUALIDAD “MEDITERRÁNEO FRONTERA DE PAZ” ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DEL MEDITERRÁNEO DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Queridos hermanos: Me alegra encontraros y os agradezco a cada uno de vosotros el haber aceptado la invitación de la Conferencia Episcopal Italiana para participar en este encuentro que reúne a las Iglesias del Mediterráneo. Y mirando hoy esta iglesia [la Basílica de San Nicolás], recuerdo el otro encuentro, el que tuvimos con los jefes de las Iglesias cristianas ―ortodoxas, católicas…― aquí en Bari. Es la segunda vez en pocos meses que se tiene un gesto de unidad como este: aquella fue la primera vez, después del gran cisma, en que estábamos todos juntos; y esta es la primera vez de todos los obispos de las costas del Mediterráneo. Creo que podríamos llamar a Bari la capital de la unidad, de la unidad de la Iglesia ―¡si Monseñor Cacucci lo permite!―. Gracias por la acogida; Excelencia, gracias. Cuando, en su momento, el cardenal Bassetti me presentó la iniciativa, la acepté inmediatamente con alegría, viendo en ella la posibilidad de iniciar un proceso de escucha y diálogo, mediante el cual contribuir a la construcción de la paz en esta zona destacada del mundo. Por esta razón, quería estar presente y dar testimonio del valor que tiene el nuevo paradigma de fraternidad y colegialidad, del cual vosotros sois expresión. Me gusta esa palabra que habéis agregado al diálogo: convivialidad. Considero significativa la decisión de celebrar este encuentro en la ciudad de Bari, tan importante por los lazos que mantiene tanto con Oriente Medio como con el continente africano, signo elocuente de cuán arraigadas están las relaciones entre pueblos y tradiciones diferentes. Además, la diócesis de Bari siempre ha mantenido vivo el diálogo ecuménico e interreligioso, trabajando incansablemente para establecer lazos de estima y de fraternidad mutua. No es casualidad que haya elegido reunirme aquí, hace un año y medio ―como ya dije―, con los responsables de las comunidades cristianas de Oriente Medio, para un momento importante de diálogo y comunión, que ayudase a las Iglesias hermanas a caminar juntas y a sentirse más cercanas. En este contexto particular, os habéis reunido para reflexionar sobre la vocación y el destino del Mediterráneo, sobre la transmisión de la fe y la promoción de la paz. El Mare nostrum es el lugar físico y espiritual en el que se formó nuestra civilización, como resultado del encuentro de diferentes pueblos. Precisamente en virtud de su conformación, este mar obliga a las culturas y a los pueblos costeros a una proximidad constante, invitándolos a hacer memoria de lo que tienen en común y a recordar que sólo viviendo en armonía pueden disfrutar de las oportunidades que ofrece esta región desde el punto de vista de los recursos, de la belleza del territorio y de las diversas tradiciones humanas. En nuestros días, la importancia de esta región no ha disminuido como consecuencia de las dinámicas determinadas por la globalización; al contrario, esta última ha acentuado el rol del Mediterráneo como encrucijada de intereses y acontecimientos relevantes desde un punto de vista social, político, religioso y económico. El Mediterráneo sigue siendo un área estratégica, cuyo equilibrio también manifiesta sus efectos en otras partes del mundo. Se puede decir que sus dimensiones son inversamente proporcionales a su tamaño, lo que nos lleva a compararlo, más que a un océano, a un lago, como ya lo hizo Giorgio La Pira. Llamándolo “el gran lago de Tiberíades”, sugirió una analogía entre el tiempo de Jesús y el nuestro, entre el ambiente en que Él se movía y el que viven los pueblos que hoy lo habitan. Y así como Jesús obraba en un contexto heterogéneo de culturas y creencias, nos situamos en un marco multiforme y poliédrico, golpeado por divisiones y desigualdades, lo que aumenta su inestabilidad. En este epicentro de profundas líneas de ruptura y de conflictos económicos, religiosos, confesionales y políticos, estamos llamados a ofrecer nuestro testimonio de unidad y paz. Lo hacemos a partir de nuestra fe y de la pertenencia a la Iglesia, preguntándonos qué contribución podemos ofrecer, como discípulos del Señor, a todos los hombres y mujeres de la zona mediterránea. La transmisión de la fe sólo puede sacar fruto del patrimonio del que el Mediterráneo es depositario. Es un patrimonio custodiado por las comunidades cristianas, que se reaviva a través de la catequesis y la celebración de los sacramentos, la formación de conciencias y la escucha personal y comunitaria de la Palabra del Señor. De modo particular, la experiencia cristiana encuentra en la piedad popular una expresión tan significativa como indispensable: de hecho, la devoción del pueblo es principalmente una expresión de fe sencilla y genuina. Y, sobre esto, me gusta mencionar a menudo esa joya que es el número 48 de la Evangelii nuntiandi sobre la piedad popular, donde san Pablo VI cambia el nombre de “religiosidad” en “piedad”, y donde se presentan sus riquezas y también sus carencias. Ese número debe servirnos de guía para el anuncio del Evangelio a todos los pueblos. En esta región, un depósito de gran potencialidad es también el artístico, que combina los contenidos de la fe con la riqueza de las culturas y con la belleza de las obras de arte. Es un patrimonio que atrae continuamente a millones de visitantes de todo el mundo y que debe preservarse cuidadosamente, como un legado precioso que ha sido recibido “en préstamo” y que debe entregarse a las generaciones futuras. En este contexto, el anuncio del Evangelio no puede separarse del compromiso por el bien común y nos empuja a actuar como perseverantes constructores de la paz. Hoy el área del Mediterráneo está amenazada por muchos focos de 31 inestabilidad y guerra, tanto en Oriente Medio como en varios Estados del norte de África, y también entre diferentes grupos étnicos o grupos religiosos y confesionales. Tampoco podemos olvidar el conflicto, aún sin resolver, entre israelíes y palestinos, con el peligro de soluciones no equitativas y, por lo tanto, amenazantes de nuevas crisis. La guerra, que destina los recursos a la compra de armas y la fuerza militar, desviándolos de las funciones vitales de una sociedad, como el apoyo a las familias, a la salud y a la educación, es contraria a la razón, según la enseñanza de san Juan XXIII (cf. Carta enc. Pacem in terris, 114, 126). En otras palabras, es una locura, porque es irracional destruir casas, puentes, fábricas, hospitales, matar personas y aniquilar recursos en vez de construir relaciones humanas y económicas. Es un sinsentido al que no podemos resignarnos: la guerra nunca puede confundirse con la normalidad, ni ser aceptada como una forma ineludible para regular las divergencias y los intereses opuestos. Jamás. El objetivo final de toda sociedad humana sigue siendo la paz, tanto que se puede reiterar: «No hay alternativa posible a la paz». No existe una alternativa sensata a la paz, porque cada proyecto de explotación y supremacía degrada a quien golpea y a quien es golpeado, y revela una concepción miope de la realidad, puesto que priva del futuro no sólo al otro, sino también a uno mismo. La guerra se presenta como el fracaso de todo proyecto humano y divino: basta con visitar un lugar o una ciudad, escenarios de conflicto, para darse cuenta de cómo, a causa del odio, el jardín se convierte en una tierra desolada e inhóspita y el paraíso terreno en un infierno. Y a esto me gustaría agregar el grave pecado de hipocresía, cuando en las conferencias internacionales, en las reuniones, muchos países hablan de paz y luego venden armas a los países que están en guerra. Esto es una gran hipocresía. La construcción de la paz, que la Iglesia y todas las instituciones civiles deben sentir siempre como prioridad, tiene la justicia como premisa esencial. Esta es pisoteada cuando se ignoran las necesidades de las personas y prevalecen los intereses económicos partidistas sobre los derechos de los individuos y de la comunidad. La justicia se ve obstaculizada, además, por la cultura del descarte, que trata a las personas como si fueran cosas, y que genera y aumenta las desigualdades; así que, de modo escandaloso, en las costas del mismo mar viven sociedades de la abundancia y otras en las que muchos luchan por la supervivencia. Las innumerables obras de caridad, educación y capacitación realizadas por las comunidades cristianas contribuyen decisivamente a contrastar esta cultura. Y cada vez que las diócesis, parroquias, asociaciones, voluntarios ―el voluntariado es uno de los grandes tesoros de la pastoral italiana― o particulares trabajan para sostener a quienes están abandonados o necesitados, el Evangelio adquiere una nueva fuerza de atracción En la búsqueda del bien común —que es otro nombre de la paz— se debe asumir el criterio indicado por el mismo La Pira: dejarse guiar por las «expectativas de los pobres». Este principio —que jamás puede ser identificable en base a cálculos o a razones de conveniencia—, si se toma en serio, permite un cambio antropológico radical, que hace a todos más humanos. Por otra parte, ¿para qué sirve una sociedad que siempre logra nuevos resultados tecnológicos, pero que se vuelve menos solidaria con quien pasa necesidad? En cambio, con el anuncio del Evangelio, nosotros transmitimos la lógica por la cual no hay últimos y nos esforzamos por garantizar que la Iglesia, las Iglesias, a través de un compromiso cada vez más activo, sea signo de la atención privilegiada a los pequeños y los pobres, porque «los miembros que parecen más débiles son necesarios» (1 Co 12,22) y, «si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26). Entre los que más sufren en el área del Mediterráneo, están los que huyen de la guerra o dejan su tierra en busca de una vida humana digna. El número de estos hermanos —obligados a abandonar sus seres queridos y la patria, y a exponerse a condiciones extremadamente precarias— ha aumentado a causa del incremento de los conflictos y las dramáticas condiciones climáticas y ambientales de zonas cada vez más grandes. Es fácil predecir que este fenómeno, con su dinámica histórica, marcará la región mediterránea, por lo que los Estados y las comunidades religiosas no pueden encontrarse desprevenidos. Están involucrados los países transitados por los flujos migratorios y los de destino final, pero también los gobiernos y las iglesias de los Estados de origen de los migrantes, que con la partida de muchos jóvenes ven empobrecido su futuro. Somos conscientes de que en diferentes contextos sociales existe un sentido de indiferencia e incluso de rechazo, que hace pensar en la actitud, estigmatizada en muchas parábolas evangélicas, de aquellos que se cierran en su propia riqueza y autonomía, sin darse cuenta de quién está pidiendo ayuda con palabras o simplemente con su estado de indigencia. Se abre paso una sensación de miedo que lleva a elevar las defensas frente a lo que se presenta de manera instrumentalizada como una invasión. La retórica del choque de civilizaciones sólo sirve para justificar la violencia y alimentar el odio. El incumplimiento o, en cualquier caso, la debilidad de la política y el sectarismo son causas del radicalismo y del terrorismo. La comunidad internacional se ha quedado en intervenciones militares, mientras que debería construir instituciones que garanticen la igualdad de oportunidades y lugares donde los ciudadanos tengan la posibilidad de asumir el bien común. Por nuestra parte, hermanos, alcemos la voz para pedir a los gobiernos que defiendan las minorías y la libertad religiosa. La persecución, cuyas víctimas son sobre todo —pero no sólo— las comunidades cristianas, es una herida que nos desgarra el corazón y no puede dejarnos indiferentes. Al mismo tiempo, no aceptemos nunca que quien busca la esperanza cruzando el mar muera sin recibir ayuda o que quien viene de lejos sea víctima de explotación sexual, sea explotado o reclutado por las mafias. Por supuesto, la hospitalidad y la integración digna son etapas de un proceso difícil; sin embargo, es impensable poder enfrentarlo levantando muros. Me asusta cuando escucho algunos discursos de ciertos líderes de las nuevas formas de populismo, me parece estar oyendo discursos que sembraron miedo y luego odio en la década de los años 30 del siglo pasado. Como dije, este proceso de hospitalidad y de digna integración es impensable poder afrontarlo levantando muros. De esta manera, más bien se impide el acceso a la riqueza que trae el otro y que siempre constituye una oportunidad de crecimiento. Cuando se renuncia al deseo de comunión, inscrito en el corazón del hombre y en la historia de los pueblos, se va en contra del proceso de unificación de la familia humana, que ya se está abriendo camino a través de mil adversidades. La semana pasada, un artista de Turín me envió un cuadrito de la huida a Egipto, realizado con la técnica de pirograbado en madera. Había un san José, no tan tranquilo como estamos acostumbrados a verlo en las estampitas religiosas, sino un san José con la actitud de un refugiado sirio, con el niño sobre sus hombros: muestra el dolor, sin endulzar el drama, del Niño Jesús cuando tuvo que huir a Egipto. Es lo mismo que está sucediendo hoy. El Mediterráneo tiene una vocación peculiar en este sentido: es el mar del mestizaje, «culturalmente siempre abierto al encuentro, al diálogo y a la inculturación mutua». La pureza de las razas no tiene futuro. El mensaje del mestizaje nos dice mucho. Mirar al Mediterráneo, por lo tanto, representa un potencial extraordinario: no dejemos que una percepción contraria se difunda a causa de un espíritu nacionalista; es decir, que los Estados menos accesibles y geográficamente más aislados sean privilegiados. Sólo el diálogo nos permite encontrarnos, superar prejuicios y estereotipos, hablarnos y conocernos mejor. El diálogo y la otra palabra que escuché hoy: convivialidad. Una oportunidad particular, en este sentido, está representada por las nuevas generaciones, cuando se les garantiza el acceso a los recursos y se les coloca en las condiciones para convertirse en protagonistas de su camino; entonces se revelan como la savia capaz de generar futuro y esperanza. Este resultado es posible sólo cuando hay una acogida no superficial, sino sincera y compasiva, practicada por todos y en todos los ámbitos, en lo cotidiano de las relaciones interpersonales, así como en lo político e institucional, y promovida por aquellos que crean cultura y tienen una responsabilidad más relevante ante la opinión pública. Para quien cree en el Evangelio, el diálogo no sólo tiene un valor antropológico, sino también teológico. Escuchar al hermano no es solamente un acto de caridad, sino también una forma de disponernos para oír al Espíritu de Dios, quien ciertamente actúa en el otro y habla más allá de las fronteras, donde a menudo estamos tentados a encadenar la verdad. Además, conocemos el valor de la hospitalidad: «Por ella algunos, sin saberlo hospedaron a ángeles» (Hb 13,2). Es necesario desarrollar una teología de la acogida y del diálogo que reinterprete y vuelva a proponer la enseñanza bíblica. Puede elaborarse sólo si se hace todo lo posible por dar el primer paso y no se excluyen las semillas de la verdad que los otros también tienen. De esta manera, la comparación entre los contenidos de las diferentes religiones puede referirse no sólo a las verdades creídas, sino a temas específicos, que se convierten en puntos relevantes de toda la doctrina. Con demasiada frecuencia, la historia ha conocido contrastes y luchas, basados en la persuasión distorsionada de que estamos defendiendo a Dios ante quien no comparte nuestra creencia. En realidad, los extremismos y los fundamentalismos niegan la dignidad del hombre y su libertad religiosa, causando una decadencia moral y alentando una concepción antagónica de las relaciones humanas. Además, es por esta razón que se necesita con urgencia un encuentro más vivo entre las diferentes religiones, impulsado por un respeto sincero y por una apuesta por la paz. Dicho encuentro surge de la conciencia, establecida en el Documento sobre la fraternidad, firmado en Abu Dabi, de que «las enseñanzas verdaderas de las religiones invitan a permanecer anclados en los valores de la paz; a sostener los valores del conocimiento recíproco, de la fraternidad humana y de la convivencia común». Incluso, con referencia a la ayuda a los pobres y a la acogida a los migrantes, se puede lograr una colaboración más activa entre los grupos religiosos y las diferentes comunidades, de modo que el diálogo esté animado por propósitos comunes y acompañado por un compromiso activo. Los que juntos se ensucian las manos para construir la paz y la acogida, ya no podrán combatir por razones de fe, sino que recorrerán los caminos del diálogo respetuoso, de la solidaridad mutua y de la búsqueda de la unidad. Y lo contrario es lo que sentí cuando fui a Lampedusa; esa actitud de indiferencia: en la isla había hospitalidad, pero luego en el mundo la cultura de la indiferencia. Estos son los deseos que quiero comunicarles, queridos hermanos, al concluir el encuentro fructuoso y vivificante de estos días. Os encomiendo a la intercesión del apóstol Pablo, que cruzó por primera vez el Mediterráneo, afrontando peligros y adversidades de todo tipo para llevar a todos el Evangelio de Cristo. Que su ejemplo os muestre los caminos para continuar el compromiso alegre y liberador de transmitir la fe en nuestro tiempo. Como envío, os entrego las palabras del profeta Isaías, para que os den esperanza y valentía, como también a vuestras respectivas comunidades. Ante la desolación de Jerusalén después del exilio, el profeta no dejó de vislumbrar un futuro de paz y prosperidad: «Reconstruirán sobre ruinas antiguas, pondrán en pie los sitios desolados de antaño, renovarán ciudades devastadas, lugares desolados por generaciones» (Is 61,4). Esta es la tarea que el Señor os confía para esta amada zona del Mediterráneo: reconstruir los lazos que se han roto, levantar las ciudades destruidas por la violencia, hacer florecer un jardín donde hoy hay terrenos áridos, infundir esperanza a quienes la han perdido y exhortar a los que están encerrados en sí mismos a no temer a su hermano. Y contemplar esto, que ya se ha convertido en un cementerio, como lugar de futura resurrección para toda la región. Que el Señor acompañe vuestros pasos y bendiga vuestra obra de reconciliación y de paz. Gracias.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA DE LA CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA (DE LOS INSTITUTOS DE ESTUDIOS)

[…] En cuanto al método, la educación es un movimiento inclusivo. Una inclusión que va hacia todos los excluidos: por la pobreza, por la vulnerabilidad debida a guerras, hambrunas y desastres naturales, por la selectividad social, por las dificultades familiares y existenciales. Una inclusión que se concretiza en acciones educativas a favor de los refugiados, de las víctimas de la trata de seres humanos, de los migrantes, sin distinción alguna de sexo, religión o etnia. La inclusión no es un invento moderno, sino una parte integral del mensaje salvífico cristiano. Hoy es necesario acelerar este movimiento inclusivo de la educación para poner coto a la cultura del descarte, cuyo origen es el rechazo de la fraternidad como elemento constitutivo de la humanidad. […]

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS CABALLEROS DE COLÓN

[…] Desde su fundación, los Caballeros de Colón han mostrado una devoción incondicional al Sucesor de Pedro. La creación del Fondo Vicarius Christi lo atestigua, así como el deseo de participar en la solicitud del Papa por todas las Iglesias y en su misión universal de caridad. En nuestro mundo, marcado por las divisiones y las desigualdades, vuestro generoso compromiso de servir a todos los necesitados ofrece, especialmente a los jóvenes, una importante inspiración para superar la globalización de la indiferencia y construir juntos una sociedad más justa e inclusiva. […]

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PAPA FRANCISCO ÁNGELUS

Después del Ángelus Queridos hermanos y hermanas: Ayer, en la memoria litúrgica de Santa Josefina Bakhita, se celebró el Día Mundial de Oración y Reflexión contra la Trata de Personas. Para curar esta lacra ―¡porque es una verdadera lacra!― que explota a los más débiles, es necesario el compromiso de todos: instituciones, asociaciones y agencias educativas. En el frente de la prevención, quisiera señalar cómo diversas investigaciones demuestran que las organizaciones delictivas se sirven cada vez más de los medios de comunicación modernos para atraer a las víctimas mediante el engaño. Por consiguiente, es necesario, por una parte, educar a las personas sobre el uso saludable de los medios tecnológicos y, por otra, vigilar y recordar a los proveedores de esos servicios telemáticos sus responsabilidades. Siguen llegando noticias dolorosas desde el noroeste de Siria, en particular sobre la difícil situación de tantas mujeres y niños, de personas que se ven obligadas a huir debido a la escalada militar. Renuevo mi sincero llamamiento a la comunidad internacional y a todos los interesados para que utilicen los medios diplomáticos, el diálogo y las negociaciones, de conformidad con el derecho internacional humanitario, para salvaguardar la vida y la suerte de los civiles. Recemos por esta amada y atormentada Siria: Ave María,…[…]

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN EL SEMINARIO “NUEVAS FORMAS DE SOLIDARIDAD” ORGANIZADO POR LA PONTIFICIA ACADEMIA DE LAS CIENCIAS SOCIALES

Señoras y señores, buenas tardes. Quiero expresarles mi gratitud por este encuentro. Aprovechemos este nuevo inicio del año para construir puentes, puentes que favorezcan el desarrollo de una mirada solidaria desde los bancos, las finanzas, los gobiernos y las decisiones económicas. Necesitamos de muchas voces capaces de pensar, desde una perspectiva poliédrica, las diversas dimensiones de un problema global que afecta a nuestros pueblos y a nuestras democracias. Quisiera comenzar con un dato de hecho. El mundo es rico y, sin embargo, los pobres aumentan a nuestro alrededor. Según informes oficiales el ingreso mundial de este año será de casi 12.000 dólares por cápita. Sin embargo, cientos de millones de personas aún están sumidas en la pobreza extrema y carecen de alimentos, vivienda, atención médica, escuelas, electricidad, agua potable y servicios de saneamiento adecuados e indispensables. Se calcula que aproximadamente cinco millones de niños menores de 5 años este año morirán a causa de la pobreza. Otros 260 millones, de niños, carecerán de educación debido a falta de recursos, debido a las guerras y las migraciones. Esto en un mundo rico, porque el mundo es rico. Esta situación ha propiciado que millones de personas sean víctimas de la trata y de las nuevas formas de esclavitud, como el trabajo forzado, la prostitución y el tráfico de órganos. No cuentan con ningún derecho y garantías; ni siquiera pueden disfrutar de la amistad o de la familia. Estas realidades no deben ser motivo de desesperación, no, sino de acción. Son realidades que nos mueven a que hagamos algo. El principal mensaje de esperanza que quiero compartir con ustedes es precisamente este: se trata de problemas solucionables y no de ausencia de recursos. No existe un determinismo que nos condene a la inequidad universal. Permítanme repetirlo: no estamos condenados a la inequidad universal. Esto posibilita una nueva forma de asumir los acontecimientos, que permite encontrar y generar respuestas creativas ante el evitable sufrimiento de tantos inocentes; lo cual implica aceptar que, en no pocas situaciones, nos enfrentamos a falta de voluntad y decisión para cambiar las cosas y principalmente las prioridades. Se nos pide capacidad para dejarnos interpelar, para dejar caer las escamas de los ojos y ver con una nueva luz estas realidades, una luz que nos mueva a la acción. Un mundo rico y una economía vibrante pueden y deben acabar con la pobreza. Se pueden generar y estimular dinámicas capaces de incluir, alimentar, curar y vestir a los últimos de la sociedad en vez de excluirlos. Debemos elegir qué y a quién priorizar: si propiciamos mecanismos socioeconómicos humanizantes para toda la sociedad o, por el contrario, fomentamos un sistema que termina por justificar determinadas prácticas que lo único que logran es aumentar el nivel de injusticia y de violencia social. El nivel de riqueza y de técnica acumulado por la humanidad, así como la importancia y el valor que han adquirido los derechos humanos, ya no permite excusas. Nos toca ser conscientes de que todos somos responsables. Esto no quiere decir que todos somos culpables, no; todos somos responsables para hacer algo. Si existe la pobreza extrema en medio de la riqueza —también riqueza extrema— es porque hemos permitido que la brecha se amplíe hasta convertirse en la mayor de la historia. Estos son datos casi oficiales: las 50 personas más ricas del mundo tienen un patrimonio equivalente a 2,2 billones de dólares. Esas cincuenta personas por sí solas podrían financiar la atención médica y la educación de cada niño pobre en el mundo, ya sea a través de impuestos, iniciativas filantrópicas o ambas cosas. Esas cincuenta personas podrían salvar millones de vidas cada año. A la globalización de la indiferencia la he llamado “inacción”. San Juan Pablo II la llamó: estructuras del pecado. Tales estructuras encuentran una atmósfera propicia para su expansión cada vez que el bien común viene reducido o limitado a determinados sectores o, en el caso que nos convoca, cuando la economía y las finanzas se vuelven un fin en sí mismas. Es la idolatría del dinero, la codicia y la especulación. Y esta realidad sumada ahora al vértigo tecnológico exponencial, que incrementa a pasos jamás vistos la velocidad de las transacciones y la posibilidad de producir ganancias concentradas sin que estén ligadas a los procesos productivos ni a la economía real. La comunicación virtual favorece este tipo de cosas. Aristóteles celebra la invención de la moneda y su uso, pero condena firmemente la especulación financiera porque en esta «el dinero mismo se convierte en productivo, perdiendo su verdadera finalidad que es la de facilitar el comercio y la producción» (Política, I, 10,1258 b). De manera similar y siguiendo la razón iluminada por la fe, la doctrina social de la Iglesia celebra las formas de gobierno y los bancos —muchas veces creados a su amparo: es interesante ver la historia de los montes de piedad, de los bancos creados para favorecer y colaborar—, cuando cumplen con su finalidad, que es, en definitiva, buscar el bien común, la justicia social, la paz, como asimismo el desarrollo integral de cada individuo, de cada comunidad humana y de todas las personas. Sin embargo, la Iglesia advierte que estas benéficas instituciones, tanto públicas como privadas, pueden decaer en estructuras de pecado. Estoy utilizando la calificación de san Juan Pablo II. Las estructuras de pecado hoy incluyen repetidos recortes de impuestos para las personas más ricas, justificados muchas veces en nombre de la inversión y desarrollo; paraísos fiscales para las ganancias privadas y corporativas; y, por supuesto, la posibilidad de corrupción por parte de algunas de las empresas más grandes del mundo, no pocas veces en sintonía con algún sector político gobernante. Cada año cientos de miles de millones de dólares, que deberían pagarse en impuestos para financiar la atención médica y la educación, se acumulan en cuentas de paraísos fiscales impidiendo así la posibilidad del desarrollo digno y sostenido de todos los actores sociales. Las personas empobrecidas en países muy endeudados soportan cargas impositivas abrumadoras y recortes en los servicios sociales, a medida que sus gobiernos pagan deudas contraídas insensible e insosteniblemente. De hecho, la deuda pública contraída, en no pocos casos para impulsar y alentar el desarrollo económico y productivo de un país, puede constituirse en un factor que daña y perjudica el tejido social. Cuando termina orientada hacia otra finalidad. Así como existe una co-irresponsabilidad en cuanto a este daño provocado a la economía y a la sociedad, también existe una co-responsabilidad inspiradora y esperanzadora para crear un clima de fraternidad y de renovada confianza que abrace en conjunto la búsqueda de soluciones innovadoras y humanizantes. Es bueno recordar que no existe una ley mágica o invisible que nos condene al congelamiento o a la parálisis frente a la injusticia. Y menos aún existe una racionalidad económica que suponga que la persona humana es simplemente una acumuladora de beneficios individuales ajenos a su condición de ser social. Las exigencias morales de san Juan Pablo II en 1991 resultan asombrosamente actuales hoy: «Es ciertamente justo el principio de que las deudas deben ser pagadas. No es lícito, en cambio, exigir o pretender su pago cuando este vendría a imponer de hecho opciones políticas tales que llevaran al hambre y a la desesperación a poblaciones enteras. No se puede pretender que las deudas contraídas sean pagadas con sacrificios insoportables. En estos casos es necesario —como, por lo demás, está ocurriendo en parte— encontrar modalidades de reducción, dilación o extinción de la deuda, compatibles con el derecho fundamental de los pueblos a la subsistencia y al progreso» (Carta enc. Centesimus Annus, 35). De hecho, los Objetivos del Desarrollo Sostenible aprobados por unanimidad por todas la naciones también reconocen este punto —es un punto humano— y exhortan a todas los pueblos a «ayudar a los países en desarrollo a lograr la sostenibilidad de la deuda a largo plazo a través de políticas coordinadas destinadas a fomentar el financiamiento de la deuda, el alivio de la deuda y la reestructuración de la deuda, según corresponda, y abordar el problema externo deuda de los países pobres muy endeudados para reducir la angustia de la deuda» (Objetivo 17.4). En esto deben consistir las nuevas formas de solidaridad que hoy nos convocan, que nos convocan aquí, si se piensa en el mundo de los bancos y las finanzas: en la ayuda para el desarrollo de los pueblos postergados y la nivelación entre los países que gozan de un determinado estándar y nivel de desarrollo con aquellos imposibilitados a garantizar los mínimos necesarios a sus pobladores. Solidaridad y economía para la unión, no para la división con la sana y clara conciencia de la corresponsabilidad. Prácticamente de aquí es necesario afirmar que la mayor estructura de pecado, o la mayor estructura de injusticia, es la misma industria de la guerra, ya que es dinero y tiempo al servicio de la división y de la muerte. El mundo pierde cada año billones de dólares en armamentos y violencia, sumas que terminarían con la pobreza y el analfabetismo si se pudieran redirigir. Verdaderamente, Isaías habló en nombre de Dios para toda la humanidad cuando previó el día del Señor en que «con las espadas forjarán arados y con las lanzas podaderas» (Is 2,4). ¡Sigámoslo! Hace más de setenta años, la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas comprometió a todos sus Estados Miembros a cuidar de los pobres en su tierra y hogar, y en todo el mundo; es decir, en la casa común, todo el mundo es la casa común. Los gobiernos reconocieron que la protección social, los ingresos básicos, la atención médica para todos y la educación universal eran inherentes a la dignidad humana fundamental y, por tanto, a los derechos humanos fundamentales. Estos derechos económicos y un entorno seguro para todos son la medida más básica de la solidaridad humana. Y la buena noticia es que mientras que en 1948 estos objetivos no estaban al alcance inmediato, hoy, con un mundo mucho más desarrollado e interconectado, sí lo están. Se ha progresado en esto. Ustedes, que tan amablemente se han reunido aquí, son los líderes financieros y especialistas económicos del mundo. Junto con sus colegas, ayudan a establecer las reglas impositivas globales, informar al público global sobre nuestra condición económica y asesorar a los gobiernos del mundo sobre los presupuestos. Conocen de primera mano cuáles son las injusticias de nuestra economía global actual, o las injusticias de cada país. Trabajemos juntos para terminar con estas injusticias. Cuando los organismos multilaterales de crédito asesoren a las diferentes naciones, resulta importante tener en cuenta los conceptos elevados de la justicia fiscal, los presupuestos públicos responsables en su endeudamiento y, sobre todo, la promoción efectiva y protagónica de los más pobres en el entramado social. Recuérdenles su responsabilidad de proporcionar asistencia para el desarrollo a las naciones empobrecidas y alivio de la deuda para las naciones muy endeudadas. Recuérdenles el imperativo de detener el cambio climático provocado por el hombre, como lo han prometido todas las naciones, para que no destruyamos las bases de nuestra Casa Común. Una nueva ética supone ser conscientes de la necesidad de que todos se comprometan a trabajar juntos para cerrar las guaridas fiscales, evitar las evasiones y el lavado de dinero que le roban a la sociedad, como también para decir a las naciones la importancia de defender la justicia y el bien común sobre los intereses de las empresas y multinacionales más poderosas —que terminan por asfixiar e impedir la producción local—. El tiempo presente exige y reclama dar el paso de una lógica insular y antagónica como único mecanismo autorizado para la solución a los conflictos, a otra lógica, capaz de promover la interconexión que propicia una cultura del encuentro, donde se renueven las bases sólidas de una nueva arquitectura financiera internacional. En este contexto donde el desarrollo de algunos sectores sociales y financieros alcanzó niveles nunca antes vistos, qué importante es recordar las palabras del Evangelio de Lucas: «Al que mucho se le da, se le exigirá mucho» (12,48). Qué inspirador es escuchar a san Ambrosio, quien piensa con el Evangelio: «Tú [rico] no das de lo tuyo al pobre [cuando haces caridad], sino que le estás entregando lo que es suyo. Pues, la propiedad común dada en uso para todos, la estás usando tu solo» (Naboth 12,53). Este es el principio del destino universal de los bienes, la base de la justicia económica y social, como también del bien común. Me alegro de vuestra presencia hoy aquí. Celebramos la oportunidad de sabernos copartícipes en la obra del Señor que puede cambiar el curso de la historia en beneficio de la dignidad de cada persona de hoy y de mañana, especialmente de los excluidos y en beneficio del gran bien de la paz. Nos esforzamos juntos con humildad y sabiduría para servir a la justicia internacional e intergeneracional. Tenemos una esperanza ilimitada en la enseñanza de Jesús de que los pobres en espíritu son bendecidos y felices, porque de ellos es el Reino de los cielos (cf. Mt 5,3) que comienza ya aquí y ahora. ¡Muchas gracias! Y, por favor, voy a hacer un pedido, no es un préstamo: No se olviden de rezar por mí, porque este trabajo no es nada fácil el que me toca hacer y yo sobre ustedes invoco todas las bendiciones, sobre ustedes y su trabajo.