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VIDEOMENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO A UNA REUNIÓN SOBRE LA CRISIS HUMANITARIA DE SIRIA E IRAK, ORGANIZADA POR EL DICASTERIO PARA EL SERVICIO DEL DESARROLLO HUMANO INTEGRAL

Queridos amigos:

Os dirijo con alegría este afectuoso saludo durante este encuentro organizado
por el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, junto con otras
instancias de la Santa Sede, para discutir y reflexionar sobre los gravísimos
problemas que todavía hoy afligen a las amadas poblaciones de Siria, Irak y los
países limítrofes.

Cada esfuerzo —grande o pequeño— destinado a favorecer el proceso de paz es
como poner un ladrillo en la construcción de una sociedad justa, abierta a la
acogida, y donde todos puedan encontrar un lugar para vivir en paz. Mis
pensamientos se dirigen sobre todo a las personas que han tenido que dejar sus
hogares para escapar de los horrores de la guerra, en busca de mejores
condiciones de vida para ellos y sus seres queridos. En particular, recuerdo a los
cristianos obligados a abandonar los lugares donde nacieron y crecieron, donde
se desarrolló y enriqueció su fe. Debemos hacer que la presencia cristiana en
estas tierras siga siendo lo que siempre ha sido: un signo de paz, de progreso,
de desarrollo y de reconciliación entre las personas y los pueblos.

En segundo lugar, mis pensamientos se dirigen a los refugiados que desean
retornar a su país. Hago un llamamiento a la comunidad internacional para que
haga el máximo esfuerzo para facilitar este retorno, garantizando las condiciones
de seguridad y económicas necesarias para que sea posible. Cada gesto, cada
esfuerzo en esta dirección es precioso.

Una reflexión final sobre la labor de los organismos católicos que se dedican a la
ayuda humanitaria. Un pensamiento de aliento para todos vosotros que,
siguiendo el ejemplo del Buen Samaritano, trabajáis sin reservas para acoger,
atender y acompañar a los migrantes y desplazados en estas tierras, sin
distinción de credo o pertenencia. Como he dicho tantas veces, la Iglesia no es
una ONG. Nuestra acción caritativa debe estar inspirada por y para el Evangelio.
Esta ayuda debe ser un signo tangible de la caridad de una Iglesia local que
ayuda a otra Iglesia que sufre, a través de estos maravillosos medios que son
los organismos católicos de ayuda humanitaria y de desarrollo. ¡Una Iglesia que
ayuda a otra Iglesia!

Para concluir, quiero que sepáis que cuando os encontréis trabajando en estos
lugares, no estáis solos. Toda la Iglesia se hace una, para salir al encuentro del
hombre herido que se tropezó con unos ladrones en el camino de Jerusalén a
Jericó. En vuestro trabajo, os acompañará siempre mi bendición, que os imparto
hoy de buen grado para que este encuentro lleve en vuestros países abundantes
frutos de prosperidad, desarrollo y paz, para una nueva vida. ¡Gracias!

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CARTA APOSTÓLICA PATRIS CORDE DEL SANTO PADRE FRANCISCO CON MOTIVO DEL 150.° ANIVERSARIO DE LA DECLARACIÓN DE SAN JOSÉ COMO PATRONO DE LA IGLESIA UNIVERSAL

[…] Sabemos que fue un humilde carpintero (cf. Mt 13,55), desposado con
María (cf. Mt 1,18; Lc 1,27); un «hombre justo» (Mt 1,19), siempre dispuesto a
hacer la voluntad de Dios manifestada en su ley (cf. Lc 2,22.27.39) y a través de
los cuatro sueños que tuvo (cf. Mt 1,20; 2,13.19.22). Después de un largo y
duro viaje de Nazaret a Belén, vio nacer al Mesías en un pesebre, porque en otro
sitio «no había lugar para ellos» (Lc 2,7). Fue testigo de la adoración de los
pastores (cf. Lc 2,8-20) y de los Magos (cf. Mt 2,1-12), que representaban
respectivamente el pueblo de Israel y los pueblos paganos.

Tuvo la valentía de asumir la paternidad legal de Jesús, a quien dio el nombre
que le reveló el ángel: «Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su
pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Como se sabe, en los pueblos antiguos poner
un nombre a una persona o a una cosa significaba adquirir la pertenencia, como
hizo Adán en el relato del Génesis (cf. 2,19-20). […]

[…] En el templo, cuarenta días después del nacimiento, José, junto a la madre,
presentó el Niño al Señor y escuchó sorprendido la profecía que Simeón
pronunció sobre Jesús y María (cf. Lc 2,22-35). Para proteger a Jesús de
Herodes, permaneció en Egipto como extranjero (cf. Mt 2,13-18). De regreso en
su tierra, vivió de manera oculta en el pequeño y desconocido pueblo de
Nazaret, en Galilea —de donde, se decía: “No sale ningún profeta” y “no puede
salir nada bueno” (cf. Jn 7,52; 1,46)—, lejos de Belén, su ciudad de origen, y de
Jerusalén, donde estaba el templo. Cuando, durante una peregrinación a
Jerusalén, perdieron a Jesús, que tenía doce años, él y María lo buscaron
angustiados y lo encontraron en el templo mientras discutía con los doctores de
la ley (cf. Lc 2,41-50).

En el segundo sueño el ángel ordenó a José: «Levántate, toma contigo al niño y
a su madre, y huye a Egipto; quédate allí hasta que te diga, porque Herodes va
a buscar al niño para matarlo» (Mt 2,13). José no dudó en obedecer, sin
cuestionarse acerca de las dificultades que podía encontrar: «Se levantó, tomó
de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto, donde estuvo hasta la muerte
de Herodes» (Mt 2,14-15).

En Egipto, José esperó con confianza y paciencia el aviso prometido por el ángel
para regresar a su país. Y cuando en un tercer sueño el mensajero divino,
después de haberle informado que los que intentaban matar al niño habían
muerto, le ordenó que se levantara, que tomase consigo al niño y a su madre y
que volviera a la tierra de Israel (cf. Mt 2,19-20), él una vez más obedeció sin
vacilar: «Se levantó, tomó al niño y a su madre y entró en la tierra de Israel»
(Mt 2,21).

Pero durante el viaje de regreso, «al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea
en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí y, avisado en sueños —y es
la cuarta vez que sucedió—, se retiró a la región de Galilea y se fue a vivir a un
pueblo llamado Nazaret» (Mt 2,22-23).

El evangelista Lucas, por su parte, relató que José afrontó el largo e incómodo
viaje de Nazaret a Belén, según la ley del censo del emperador César Augusto,
para empadronarse en su ciudad de origen. Y fue precisamente en esta
circunstancia que Jesús nació y fue asentado en el censo del Imperio, como
todos los demás niños (cf. Lc 2,1-7). […]

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A UN GRUPO DE EMBAJADORES ACREDITADOS ANTE LA SANTA SEDE

[…] Hoy, quizás más que nunca, nuestro mundo cada vez más globalizado
requiere urgentemente un diálogo y una colaboración sinceros y respetuosos,
capaces de unirnos para hacer frente a las graves amenazas que se ciernen
sobre nuestro planeta e hipotecan el futuro de las generaciones más jóvenes. En
mi reciente encíclica, Fratelli tutti expresaba el deseo de que «en esta época que
nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos
hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad» (n. 8). La presencia
de la Santa Sede en la comunidad internacional está al servicio del bien común
mundial, llamando la atención sobre los aspectos antropológicos, éticos y
religiosos de las diversas cuestiones que afectan a la vida de las personas, los
pueblos y las naciones enteras.

Espero que vuestra actividad diplomática como representantes de vuestras
naciones ante la Santa Sede favorezca la «cultura del encuentro» (Fratelli tutti,
215), tan necesaria para superar las diferencias y divisiones que tan a menudo
obstaculizan la realización de los altos ideales y objetivos propuestos por la
comunidad internacional. Cada uno de nosotros está invitado, en efecto, a
trabajar diariamente para la construcción de un mundo cada vez más justo,
fraternal y unido. […]

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JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES SANTA MISA HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

[…] Me gustaría agradecer a tantos fieles siervos de Dios, que no dan de qué
hablar sobre ellos mismos, sino que viven así, sirviendo. Pienso, por ejemplo, en
D. Roberto Malgesini. Este sacerdote no hizo teorías; simplemente, vio a Jesús
en los pobres y el sentido de la vida en el servicio. Enjugó las lágrimas con
mansedumbre, en el nombre de Dios que consuela. En el comienzo de su día
estaba la oración, para acoger el don de Dios; en el centro del día estaba la
caridad, para hacer fructificar el amor recibido; en el final, un claro testimonio
del Evangelio. Este hombre comprendió que tenía que tender su mano a los
muchos pobres que encontraba diariamente porque veía a Jesús en cada uno de
ellos. Hermanos y hermanas: Pidamos la gracia de no ser cristianos de palabras,
sino en los hechos. Para dar fruto, como Jesús desea. Que así sea. […]

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CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO AL CARDENAL PIETRO PAROLIN, SECRETARIO DE ESTADO, CON MOTIVO DEL 50 ANIVERSARIO DE COLABORACIÓN ENTRE LA SANTA SEDE Y LAS INSTITUCIONES EUROPEAS

[…] Lo vemos en los numerosos temores que atraviesan nuestras sociedades
actuales, entre los que no puedo callar el recelo respecto a los migrantes. Sólo
una Europa que sea comunidad solidaria puede hacer frente a este desafío de
forma provechosa, mientras que las soluciones parciales ya han demostrado su
insuficiencia. Es evidente, en efecto, que la necesaria acogida de los migrantes
no puede limitarse a simples operaciones de asistencia al que llega, a menudo
escapando de conflictos, hambre o desastres naturales, sino que debe consentir
su integración para que puedan «conocer, respetar y también asimilar la cultura
y las tradiciones de la nación que los acoge» (Discurso a los participantes en la
Conferencia “Repensando Europa”, 28 octubre 2017). […]

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CARTA ENCÍCLICA FRATELLI TUTTI SOBRE LA FRATERNIDAD Y LA AMISTAD SOCIAL

SIN DIGNIDAD HUMANA EN LAS FRONTERAS

37. Tanto desde algunos regímenes políticos populistas como desde
planteamientos económicos liberales, se sostiene que hay que evitar a toda
costa la llegada de personas migrantes. Al mismo tiempo se argumenta que
conviene limitar la ayuda a los países pobres, de modo que toquen fondo y
decidan tomar medidas de austeridad. No se advierte que, detrás de estas
afirmaciones abstractas difíciles de sostener, hay muchas vidas que se
desgarran. Muchos escapan de la guerra, de persecuciones, de catástrofes
naturales. Otros, con todo derecho, «buscan oportunidades para ellos y para sus
familias. Sueñan con un futuro mejor y desean crear las condiciones para que se
haga realidad» (Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 25 marzo 2019, 91).

38. Lamentablemente, otros son «atraídos por la cultura occidental, a veces con
expectativas poco realistas que los exponen a grandes desilusiones. Traficantes
sin escrúpulos, a menudo vinculados a los cárteles de la droga y de las armas,
explotan la situación de debilidad de los inmigrantes, que a lo largo de su viaje
con demasiada frecuencia experimentan la violencia, la trata de personas, el
abuso psicológico y físico, y sufrimientos indescriptibles» (Exhort. ap. postsin.
Christus vivit, 25 marzo 2019, 92). Los que emigran «tienen que separarse de
su propio contexto de origen y con frecuencia viven un desarraigo cultural y
religioso. La fractura también concierne a las comunidades de origen, que
pierden a los elementos más vigorosos y emprendedores, y a las familias, en
particular cuando emigra uno de los padres o ambos, dejando a los hijos en el
país de origen» (Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 25 marzo 2019, 93). Por
consiguiente, también «hay que reafirmar el derecho a no emigrar, es decir, a
tener las condiciones para permanecer en la propia tierra» (Benedicto XVI,
Mensaje para la 99.ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, 12 octubre
2012).

39. Para colmo «en algunos países de llegada, los fenómenos migratorios
suscitan alarma y miedo, a menudo fomentados y explotados con fines políticos.
Se difunde así una mentalidad xenófoba, de gente cerrada y replegada sobre sí
misma» (Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 25 marzo 2019, 92). Los migrantes
no son considerados suficientemente dignos para participar en la vida social
como cualquier otro, y se olvida que tienen la misma dignidad intrínseca de
cualquier persona. Por lo tanto, deben ser «protagonistas de su propio rescate»
(Mensaje para la 106.ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2020, 13
mayo 2020). Nunca se dirá que no son humanos pero, en la práctica, con las
decisiones y el modo de tratarlos, se expresa que se los considera menos
valiosos, menos importantes, menos humanos. Es inaceptable que los cristianos
compartan esta mentalidad y estas actitudes, haciendo prevalecer a veces
ciertas preferencias políticas por encima de hondas convicciones de la propia fe:
la inalienable dignidad de cada persona humana más allá de su origen, color o
religión, y la ley suprema del amor fraterno.

40. «Las migraciones constituirán un elemento determinante del futuro del
mundo» (Discurso al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, 11
enero 2016). Pero hoy están afectadas por una «pérdida de ese “sentido de la
responsabilidad fraterna”, sobre el que se basa toda sociedad civil» (Discurso al
Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, 13 enero 2014). Europa, por
ejemplo, corre serios riesgos de ir por esa senda. Sin embargo, «inspirándose en
su gran patrimonio cultural y religioso, tiene los instrumentos necesarios para
defender la centralidad de la persona humana y encontrar un justo equilibrio
entre el deber moral de tutelar los derechos de sus ciudadanos, por una parte, y,
por otra, el de garantizar la asistencia y la acogida de los emigrantes» (Discurso
al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, 11 enero 2016).

41. Comprendo que ante las personas migrantes algunos tengan dudas y sientan
temores. Lo entiendo como parte del instinto natural de autodefensa. Pero
también es verdad que una persona y un pueblo sólo son fecundos si saben
integrar creativamente en su interior la apertura a los otros. Invito a ir más allá
de esas reacciones primarias, porque «el problema es cuando esas dudas y esos
miedos condicionan nuestra forma de pensar y de actuar hasta el punto de
convertirnos en seres intolerantes, cerrados y quizás, sin darnos cuenta, incluso
racistas. El miedo nos priva así del deseo y de la capacidad de encuentro con el
otro» (Mensaje para la 105.ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, 27
mayo 2019).

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MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA 106 JORNADA MUNDIAL DEL MIGRANTE Y DEL REFUGIADO 2020

A principios de año, en mi discurso a los miembros del Cuerpo Diplomático
acreditado ante la Santa Sede, señalé entre los retos del mundo contemporáneo
el drama de los desplazados internos: «Las fricciones y las emergencias
humanitarias, agravadas por las perturbaciones del clima, aumentan el número
de desplazados y repercuten sobre personas que ya viven en un estado de
pobreza extrema. Muchos países golpeados por estas situaciones carecen de
estructuras adecuadas que permitan hacer frente a las necesidades de los
desplazados» (9 enero 2020).
La Sección Migrantes y Refugiados del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo
Humano Integral ha publicado las “Orientaciones Pastorales sobre Desplazados
Internos” (Ciudad del Vaticano, 5 mayo 2020) un documento que desea inspirar
y animar las acciones pastorales de la Iglesia en este ámbito concreto.
Por ello, decidí dedicar este Mensaje al drama de los desplazados internos, un
drama a menudo invisible, que la crisis mundial causada por la pandemia del
COVID-19 ha agravado. De hecho, esta crisis, debido a su intensidad, gravedad
y extensión geográfica, ha empañado muchas otras emergencias humanitarias
que afligen a millones de personas, relegando iniciativas y ayudas
internacionales, esenciales y urgentes para salvar vidas, a un segundo plano en
las agendas políticas nacionales. Pero «este no es tiempo del olvido. Que la crisis
que estamos afrontando no nos haga dejar de lado a tantas otras situaciones de
emergencia que llevan consigo el sufrimiento de muchas personas» (Mensaje
Urbi et Orbi, 12 abril 2020).
A la luz de los trágicos acontecimientos que han caracterizado el año 2020,
extiendo este Mensaje, dedicado a los desplazados internos, a todos los que han
experimentado y siguen aún hoy viviendo situaciones de precariedad, de
abandono, de marginación y de rechazo a causa del COVID-19.
Quisiera comenzar refiriéndome a la escena que inspiró al papa Pío XII en la
redacción de la Constitución Apostólica Exsul Familia (1 agosto 1952). En la
huida a Egipto, el niño Jesús experimentó, junto con sus padres, la trágica
condición de desplazado y refugiado, «marcada por el miedo, la incertidumbre,
las incomodidades (cf. Mt 2,13-15.19-23). Lamentablemente, en nuestros días,
millones de familias pueden reconocerse en esta triste realidad. Casi cada día la
televisión y los periódicos dan noticias de refugiados que huyen del hambre, de
la guerra, de otros peligros graves, en busca de seguridad y de una vida digna
para sí mismos y para sus familias» (Ángelus, 29 diciembre 2013). Jesús está
presente en cada uno de ellos, obligado —como en tiempos de Herodes— a huir
para salvarse. Estamos llamados a reconocer en sus rostros el rostro de Cristo,
hambriento, sediento, desnudo, enfermo, forastero y encarcelado, que nos
interpela (cf. Mt 25,31-46). Si lo reconocemos, seremos nosotros quienes le
agradeceremos el haberlo conocido, amado y servido.
Los desplazados internos nos ofrecen esta oportunidad de encuentro con el
Señor, «incluso si a nuestros ojos les cuesta trabajo reconocerlo: con la ropa
rota, con los pies sucios, con el rostro deformado, con el cuerpo llagado, incapaz
de hablar nuestra lengua» (Homilía, 15 febrero 2019). Se trata de un reto
pastoral al que estamos llamados a responder con los cuatro verbos que señalé
en el Mensaje para esta misma Jornada en 2018: acoger, proteger, promover e
integrar. A estos cuatro, quisiera añadir ahora otras seis parejas de verbos, que
se corresponden a acciones muy concretas, vinculadas entre sí en una relación
de causa-efecto.
Es necesario conocer para comprender. El conocimiento es un paso necesario
hacia la comprensión del otro. Lo enseña Jesús mismo en el episodio de los
discípulos de Emaús: «Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se
acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de
reconocerlo» (Lc 24,15-16). Cuando hablamos de migrantes y desplazados, nos
limitamos con demasiada frecuencia a números. ¡Pero no son números, sino
personas! Si las encontramos, podremos conocerlas. Y si conocemos sus
historias, lograremos comprender. Podremos comprender, por ejemplo, que la
precariedad que hemos experimentado con sufrimiento, a causa de la pandemia,
es un elemento constante en la vida de los desplazados.
Hay que hacerse prójimo para servir. Parece algo obvio, pero a menudo no lo es.
«Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se
compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y,
montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó» (Lc
10,33-34). Los miedos y los prejuicios —tantos prejuicios—, nos hacen mantener
las distancias con otras personas y a menudo nos impiden “acercarnos como
prójimos” y servirles con amor. Acercarse al prójimo significa, a menudo, estar
dispuestos a correr riesgos, como nos han enseñado tantos médicos y personal
sanitario en los últimos meses. Este estar cerca para servir, va más allá del
estricto sentido del deber. El ejemplo más grande nos lo dejó Jesús cuando lavó
los pies de sus discípulos: se quitó el manto, se arrodilló y se ensució las manos
(cf. Jn 13,1-15).
Para reconciliarse se requiere escuchar. Nos lo enseña Dios mismo, que quiso
escuchar el gemido de la humanidad con oídos humanos, enviando a su Hijo al
mundo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que
todo el que cree en él […] tenga vida eterna» (Jn 3,16-17). El amor, el que
reconcilia y salva, empieza por una escucha activa. En el mundo de hoy se
multiplican los mensajes, pero se está perdiendo la capacidad de escuchar. Sólo
a través de una escucha humilde y atenta podremos llegar a reconciliarnos de
verdad. Durante el 2020, el silencio se apoderó por semanas enteras de nuestras
calles. Un silencio dramático e inquietante, que, sin embargo, nos dio la
oportunidad de escuchar el grito de los más vulnerables, de los desplazados y de
nuestro planeta gravemente enfermo. Y, gracias a esta escucha, tenemos la
oportunidad de reconciliarnos con el prójimo, con tantos descartados, con
nosotros mismos y con Dios, que nunca se cansa de ofrecernos su misericordia.
Para crecer hay que compartir. Para la primera comunidad cristiana, la acción de
compartir era uno de sus pilares fundamentales: «El grupo de los creyentes
tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que
tenía, pues lo poseían todo en común» (Hch 4,32). Dios no quiso que los
recursos de nuestro planeta beneficiaran únicamente a unos pocos. ¡No, el Señor
no quiso esto! Tenemos que aprender a compartir para crecer juntos, sin dejar
fuera a nadie. La pandemia nos ha recordado que todos estamos en el mismo
barco. Darnos cuenta que tenemos las mismas preocupaciones y temores
comunes, nos ha demostrado, una vez más, que nadie se salva solo. Para crecer
realmente, debemos crecer juntos, compartiendo lo que tenemos, como ese
muchacho que le ofreció a Jesús cinco panes de cebada y dos peces… ¡Y fueron
suficientes para cinco mil personas! (cf. Jn 6,1-15).
Se necesita involucrar para promover. Así hizo Jesús con la mujer samaritana
(cf. Jn 4,1-30). El Señor se acercó, la escuchó, habló a su corazón, para después
guiarla hacia la verdad y transformarla en anunciadora de la buena nueva:
«Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será este el
Mesías?» (v. 29). A veces, el impulso de servir a los demás nos impide ver sus
riquezas. Si queremos realmente promover a las personas a quienes ofrecemos
asistencia, tenemos que involucrarlas y hacerlas protagonistas de su propio
rescate. La pandemia nos ha recordado cuán esencial es la corresponsabilidad y
que sólo con la colaboración de todos —incluso de las categorías a menudo
subestimadas— es posible encarar la crisis. Debemos «motivar espacios donde
todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de
fraternidad y de solidaridad» (Meditación en la Plaza de San Pedro, 27 marzo
2020).
Es indispensable colaborar para construir. Esto es lo que el apóstol san Pablo
recomienda a la comunidad de Corinto: «Os ruego, hermanos, en nombre de
nuestro Señor Jesucristo, a que digáis todos lo mismo y que no haya divisiones
entre vosotros. Estad bien unidos con un mismo pensar y un mismo sentir» (1
Co 1,10). La construcción del Reino de Dios es un compromiso común de todos
los cristianos y por eso se requiere que aprendamos a colaborar, sin dejarnos
tentar por los celos, las discordias y las divisiones. Y en el actual contexto, es
necesario reiterar que: «Este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que
enfrentamos nos une a todos y no hace acepción de personas» (Mensaje Urbi et
Orbi, 12 abril 2020). Para preservar la casa común y hacer todo lo posible para
que se parezca, cada vez más, al plan original de Dios, debemos
comprometernos a garantizar la cooperación internacional, la solidaridad global y
el compromiso local, sin dejar fuera a nadie.
Quisiera concluir con una oración sugerida por el ejemplo de san José, de
manera especial cuando se vio obligado a huir a Egipto para salvar al Niño.
Padre, Tú encomendaste a san José lo más valioso que tenías: el Niño Jesús y su
madre, para protegerlos de los peligros y de las amenazas de los malvados.
Concédenos, también a nosotros, experimentar su protección y su ayuda. Él, que
padeció el sufrimiento de quien huye a causa del odio de los poderosos, haz que
pueda consolar y proteger a todos los hermanos y hermanas que, empujados
por las guerras, la pobreza y las necesidades, abandonan su hogar y su tierra,
para ponerse en camino, como refugiados, hacia lugares más seguros.
Ayúdalos, por su intercesión, a tener la fuerza para seguir adelante, el consuelo
en la tristeza, el valor en la prueba.
Da a quienes los acogen un poco de la ternura de este padre justo y sabio, que
amó a Jesús como un verdadero hijo y sostuvo a María a lo largo del camino.
Él, que se ganaba el pan con el trabajo de sus manos, pueda proveer de lo
necesario a quienes la vida les ha quitado todo, y darles la dignidad de un
trabajo y la serenidad de un hogar.
Te lo pedimos por Jesucristo, tu Hijo, que san José salvó al huir a Egipto, y por
intercesión de la Virgen María, a quien amó como esposo fiel según tu voluntad.
Amén.
Roma, San Juan de Letrán, 13 de mayo de 2020,
Memoria de la Bienaventurada Virgen María de Fátima.

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PAPA FRANCISCO ÁNGELUS

Después del Ángelus:
¡Queridos hermanos y hermanas!
[…] Hoy la Iglesia celebra la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado.
Saludo a los refugiados y a los migrantes presentes en la plaza en torno al
monumento titulado: “Ángeles sin saberlo” (cfr. Hb 13, 2), que bendije hace un
año. Este año he querido dedicar mi mensaje a los desplazados internos, los
cuales están obligados a huir, como les sucedió también a Jesús y a su familia.
«Como Jesús obligados a huir», así los desplazados, los migrantes. A ellos, de
forma particular, y a quien les asiste va nuestro recuerdo y nuestra oración. […]

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PAPA FRANCISCO AUDIENCIA GENERAL

[…] Queriendo decir esto con el lenguaje de la gente común: se escucha más a
los poderosos que a los débiles y este no es el camino, no es el camino humano,
no es el camino que nos ha enseñado Jesús, no es realizar el principio de
subsidiariedad. Así no permitimos a las personas que sean «protagonistas del
propio rescate» (Mensaje para la 106 Jornada Mundial del Migrante y del
Refugiado 2020, 13 de mayo de 2020). En el subconsciente colectivo de algunos
políticos o de algunos sindicalistas está este lema: todo por el pueblo, nada con
el pueblo. De arriba hacia abajo pero sin escuchar la sabiduría del pueblo, sin
implementar esta sabiduría en el resolver los problemas, en este caso para salir
de la crisis. O pensemos también en la forma de curar el virus: se escucha más
a las grandes compañías farmacéuticas que a los trabajadores sanitarios,
comprometidos en primera línea en los hospitales o en los campos de
refugiados. Este no es un buen camino. Todos tienen que ser escuchados, los
que están arriba y los que están abajo, todos. […]

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PAPA FRANCISCO ÁNGELUS

Después del Ángelus:
¡Queridos hermanos y hermanas!
En los últimos días, una serie de incendios ha devastado el campamento de
refugiados de Moria, en la isla de Lesbos, dejando a miles de personas sin
refugio, aunque precario. Todavía recuerdo la visita que hicimos allí y el
llamamiento lanzado junto con el Patriarca Ecuménico Bartolomé y el Arzobispo
Ieronymos de Atenas, para garantizar «que los emigrantes, los refugiados y los
demandantes de asilo se vean acogidos con dignidad en Europa» (16 de abril de
2016). Expreso mi solidaridad y cercanía a todas las víctimas de estos
dramáticos acontecimientos.