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ÁNGELUS

Después del Ángelus:
Queridos hermanos y hermanas:
[…] Os saludo cordialmente a todos vosotros, peregrinos italianos y de varios países; pero hoy me dirijo a los romanos de manera especial, en la fiesta de nuestros Santos Patronos. ¡Los bendigo, queridos romanos! Le deseo todo lo mejor a la ciudad de Roma: que, gracias al esfuerzo de todos vosotros, de todos los ciudadanos, sea habitable y acogedora, que nadie quede excluido, que se cuide a los niños y a los ancianos, que haya trabajo y que sea digno, que los pobres y los últimos estén en el centro de los proyectos políticos y sociales. Rezo por esto. Y vosotros también, queridos fieles de Roma, rezad por vuestro obispo. Gracias. […]

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A UNA DELEGACIÓN DEL PATRIARCADO ECUMÉNICO DE CONSTANTINOPLA

[…] Tomar en serio la crisis que estamos atravesando significa, por tanto, para nosotros, cristianos en camino hacia la plena comunión, preguntarnos cómo queremos proceder. Cada crisis nos presenta una encrucijada y nos abre dos caminos: el del repliegue sobre uno mismo, en la búsqueda de la propia seguridad y de las propias oportunidades, o el de la apertura a los demás, con los riesgos que ello conlleva, pero sobre todo con los frutos de gracia que Dios garantiza. Queridos hermanos y hermanas, ¿no ha llegado el momento, con la ayuda del Espíritu, de dar un nuevo impulso a nuestro camino para romper viejos prejuicios y superar definitivamente las rivalidades dañinas? Sin ignorar las diferencias que se han de superar a través del diálogo, en la caridad y en la verdad, ¿no podríamos inaugurar una nueva fase de las relaciones entre nuestras Iglesias, caracterizada por caminar más juntos, por querer dar verdaderos pasos adelante, por sentirnos verdaderamente corresponsables unos de otros? Si somos dóciles al amor, el Espíritu Santo, que es el amor creador de Dios y armoniza la diversidad, abrirá el camino para una fraternidad renovada. […]

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PAPA FRANCISCO ÁNGELUS

Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas,
[…] Aseguro mi cercanía a los habitantes del sureste de la República Checa,
azotados por un fuerte huracán. Rezo por los muertos y los heridos y por todos
los que han tenido que abandonar sus hogares, gravemente dañados. […]

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CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PATRIARCAS CATÓLICOS DE ORIENTE MEDIO

Beatitudes,
queridos hermanos en Cristo:

He aceptado con alegría la invitación que me habéis hecho para unirme a vosotros en este día tan especial, en el que cada uno de vosotros celebra con sus fieles una Divina Liturgia para invocar del Señor el don de la paz en Oriente Medio y consagrarlo a la Sagrada Familia.

Desde el inicio de mi pontificado he tratado de estar cerca de vuestros sufrimientos, sea peregrinando a Tierra Santa, luego a Egipto, a los Emiratos Árabes Unidos y finalmente, hace unos meses, a Irak, como invitando a toda la Iglesia a rezar y a mostrar una solidaridad concreta con Siria y Líbano, tan probados por la guerra y la inestabilidad social, política y económica. Recuerdo muy bien, además el encuentro del 7 de julio de 2018 en Bari, y os doy las gracias porque con vuestra reunión de hoy estáis preparando los corazones para la convocatoria del próximo 1 de julio en el Vaticano, junto a todos los Jefes de las Iglesias de la Tierra de los Cedros.

La Sagrada Familia de Jesús, José y María, a la que habéis elegido consagrar Oriente Medio, representa bien vuestra identidad y vuestra misión. Por encima de todo, custodiaba el misterio del Hijo de Dios hecho carne, se constituía en torno a Jesús y en razón de Él. Nos lo dio María, a través de su sí al anuncio del ángel en Nazaret, José lo acogió permaneciendo incluso durante el sueño a la escucha de la voz de Dios y dispuesto a cumplir su voluntad una vez despertado. Un misterio de humildad y de despojamiento, como en el nacimiento en Belén, reconocido por los pequeños y los lejanos, pero amenazado por los que estaban más apegados al poder terrenal que al asombro por el cumplimiento de la promesa de Dios. Para custodiar al Verbo hecho carne, José y María se ponen en camino hacia Egipto, uniendo la humildad del nacimiento en Belén con la pobreza de las personas obligadas a emigrar. Sin embargo, así permanecen fieles a su vocación y anticipan, sin saberlo, el destino de exclusión y persecución que espera a Jesús adulto, que revelará, sin embargo, la respuesta del Padre en la mañana de Pascua.

La consagración a la Sagrada Familia convoca también a cada uno de vosotros a redescubrir como individuos y como comunidad vuestra vocación de ser cristianos en Oriente Medio, no sólo pidiendo el justo reconocimiento de vuestros derechos como ciudadanos originarios de esas amadas tierras, sino viviendo vuestra misión de custodios y testigos de los primeros orígenes apostólicos. En dos ocasiones, durante mi visita a Irak, utilicé la imagen de la alfombra, que las hábiles manos de los hombres y mujeres de Oriente Medio saben tejer creando geometrías precisas e imágenes preciosas, pero que son fruto del entrelazado de numerosos hilos que sólo al estar juntos se convierten en una obra maestra. Si la violencia, la envidia, la división, pueden llegar a rasgar incluso uno solo de esos hilos, el conjunto queda herido y desfigurado. En ese momento, los proyectos y acuerdos humanos poco pueden hacer si no confiamos en el poder sanador de Dios. No busquéis saciar vuestra sed en los pozos envenenados del odio, dejad que los surcos del campo de vuestros corazones los riegue el rocío del Espíritu, como hicieron los grandes santos de vuestras respectivas tradiciones: coptos, maronitas, melquitas, sirios, armenios, caldeos, latinos.

Cuántas civilizaciones y dominaciones han surgido, florecido y luego han caído, con sus obras admirables y sus conquistas: todo ha pasado. A partir de nuestro padre Abraham, la Palabra de Dios ha seguido siendo, en cambio, lámpara que ha iluminado e ilumina nuestros pasos.

Os dejo la paz, os doy mi paz, dijo el Señor resucitado a los discípulos que todavía estaban asustados en el Cenáculo después de la Pascua: agradeciéndoos también vuestro testimonio y vuestra perseverancia en la fe, os invito a vivir la profecía de la fraternidad humana, que fue el centro de mis encuentros en Abu Dhabi y Nayaf, así como de mi carta encíclica Fratelli tutti.

Sed verdaderamente la sal de vuestras tierras, dad sabor a la vida social, deseosos de contribuir a la construcción del bien común, según aquellos principios de la Doctrina Social de la Iglesia que tanto necesitan ser conocidos, como indicaba la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Medio Oriente y como habéis querido como habéis querido recordar al conmemorar el ciento treinta aniversario de la carta encíclica Rerum Novarum.

Al impartir de corazón la bendición apostólica a todos los que han participado en esta celebración y a los que la seguirán a través de los medios de comunicación, os pido que recéis por mí.

Roma, San Juan de Letrán, 27 de junio de 2021

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS MIEMBROS DE LA CÁRITAS ITALIANA EN EL 50 ANIVERSARIO DE SU FUNDACIÓN

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos todos!
Agradezco al cardenal Bassetti y al presidente de Cáritas Italiana, monseñor
Redaelli, las palabras que me han dirigido en nombre de todos. Gracias. Habéis
venido de toda Italia, en representación de las 218 Cáritas diocesanas y de
Cáritas Italiana, y me alegra compartir con vosotros este Jubileo, ¡vuestro
cincuentenario de vida! Sois parte viva de la Iglesia, sois «nuestra Caritas»,
como le gustaba decir a san Pablo VI, el Papa que la quiso y fundamentó. Él
animó a la Conferencia Episcopal Italiana a crear un organismo pastoral para
promover el testimonio de la caridad en el espíritu del Concilio Vaticano II, para
que la comunidad cristiana fuera un sujeto de la caridad. Yo confirmo vuestra
tarea: en los tiempos cambiantes de hoy hay muchos retos y dificultades, son
siempre más los rostros de los pobres y las situaciones complejas en el
territorio. Pero —decía san Pablo VI— «nuestras organizaciones de Cáritas
trabajan más allá de sus fuerzas» (Ángelus, 18 de enero de 1976). ¡Y es verdad!
El aniversario de los 50 años es una etapa de agradecimiento al Señor por el
camino recorrido y para renovar, con su ayuda, el impulso y los compromisos. A
este respecto, me gustaría indicar tres vías, tres caminos por los que continuar
el recorrido.
El primero es el camino de los últimos. De ellos partimos, de los más frágiles e
indefensos. De ellos. Si no se empieza por ellos, no se entiende nada. Y me
permito una confidencia. El otro día escuché, sobre esto, palabras de
experiencia, de boca de don Franco, aquí presente. No quiere que digamos
“eminencia”, “cardenal Montenegro”: don Franco. Y me explicó esto, el camino
de los últimos, porque él lo vivió toda su vida. En su persona doy las gracias a
muchos hombres y mujeres que hacen caridad porque lo han vivido así, han
entendido el camino de los últimos. La caridad es la misericordia que va en
busca de los más débiles, que avanza hasta las fronteras más difíciles para
liberar a las personas de la esclavitud que las oprime y hacerlas protagonistas de
su propia vida. En estas cinco décadas, han sido muchas las opciones
significativas que han ayudado a Cáritas y a las Iglesias locales a practicar esta
misericordia: desde la objeción de conciencia hasta el apoyo al voluntariado;
desde el compromiso con la cooperación con el Sur del planeta hasta las
intervenciones en emergencias en Italia y en todo el mundo; desde un enfoque
global del complejo fenómeno de la migración, con propuestas innovadoras como
los pasillos humanitarios, hasta la activación de instrumentos capaces de acercar
la realidad, como los Centros de Escucha, los Observatorios de la pobreza y de
los recursos. Es hermoso ensanchar los senderos de la caridad, manteniendo
siempre la mirada fija en los últimos de todos los tiempos. Ampliar la mirada, sí,
pero partiendo de los ojos del pobre que tengo delante. Ahí es donde se
aprende. Si no somos capaces de mirar a los ojos a los pobres, de mirarlos a los
ojos, de tocarlos con un abrazo, con la mano, no haremos nada. Es con sus ojos
con los que debemos mirar la realidad, porque mirando a los ojos de los pobres
vemos la realidad de una forma diferente de la que procede de nuestra
mentalidad. La historia no se mira desde la perspectiva de los vencedores, que
la hacen parecer bella y perfecta, sino desde la perspectiva de los pobres,
porque es la perspectiva de Jesús. Son los pobres los que ponen el dedo en la
llaga de nuestras contradicciones e inquietan nuestra conciencia de forma
saludable, invitándonos a cambiar. Y cuando nuestro corazón, nuestra
conciencia, mirando al pobre, a los pobres, no se inquieta… deteneos…
tendríamos que detenernos: algo no funciona.
Un segundo camino irrenunciable: el camino del Evangelio. Me refiero al estilo
que hay que tener, que es sólo uno, el del Evangelio. Es el estilo del amor
humilde, concreto pero no vistoso, que se propone pero no se impone. Es el
estilo del amor gratuito, que no busca recompensas. Es el estilo de la
disponibilidad y del servicio, a imitación de Jesús que se hizo nuestro siervo. Es
el estilo descrito por san Pablo, cuando dice que la caridad «todo lo excusa, todo
lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor 13,7). Me impresiona la palabra
todo. Todo. Nos la dice a nosotros, a los que nos gusta hacer distingos. Todo. La
caridad es inclusiva; no se ocupa sólo del aspecto material ni tampoco sólo del
espiritual. La salvación de Jesús abarca a todo el hombre. Necesitamos una
caridad dedicada al desarrollo integral de la persona: una caridad espiritual,
material e intelectual. Es el estilo integral que habéis experimentado en las
grandes calamidades, también a través de los hermanamientos, una hermosa
experiencia de alianza total en la caridad entre las Iglesias de Italia, de Europa y
del mundo. Pero esto —como bien sabéis— no debe surgir sólo con ocasión de
las calamidades: necesitamos que Cáritas y las comunidades cristianas estén
siempre atentas para servir a todo el hombre, porque «el hombre es el camino
de la Iglesia», según la concisa expresión de san Juan Pablo II (cf. Carta
encíclica Redemptor hominis, 14).
El camino del Evangelio nos muestra que Jesús está presente en cada pobre. Es
bueno que lo recordemos para liberarnos de la tentación, siempre recurrente, de
la autorreferencia eclesiástica y ser una Iglesia de ternura y cercanía, donde los
pobres son bienaventurados, donde la misión está en el centro, donde la alegría
nace del servicio. Recordemos que el estilo de Dios es el estilo de la cercanía, de
la compasión y de la ternura. Este es el estilo de Dios. Hay dos mapas
evangélicos que nos ayudan a no perdernos en el camino: las Bienaventuranzas
(Mt 5,3-12) y Mateo 25 (vv. 31-46). En las Bienaventuranzas la condición de los
pobres se reviste de esperanza y su consuelo se hace realidad, mientras que las
palabras del Juicio Final —el protocolo con el que seremos juzgados— nos hacen
encontrar a Jesús presente en los pobres de todos los tiempos. Y de las
contundentes expresiones de juicio del Señor se desprende también la invitación
a la parresía de la denuncia que nunca es una polémica contra alguien, sino una
profecía para todos: es proclamar la dignidad humana cuando es pisoteada, es
hacer que se escuche el grito sofocado de los pobres, es dar voz a los que no la
tienen.
Y el tercer camino es el camino de la creatividad. La rica experiencia de estos
cincuenta años no es un bagaje de cosas que hay que repetir; es la base sobre
la que hay que construir para declinar de manera constante lo que san Juan
Pablo II llamaba la imaginación de la caridad (cf. Carta Apostólica Novo Millennio
Ineunte, 50). No os dejéis desanimar por el creciente número de nuevos pobres
y nuevas pobrezas. ¡Hay tantas y aumentan! Seguid cultivando sueños de
fraternidad y sed signos de esperanza. Contra el virus del pesimismo,
inmunizaros compartiendo la alegría de ser una gran familia. En este ambiente
fraterno el Espíritu Santo, que es creador y creativo y poeta sugerirá nuevas
ideas, adecuadas a los tiempos que vivimos.
Y ahora, después de este sermón de Cuaresma, quiero decir gracias, gracias:
¡gracias a vosotros, a los trabajadores, a los sacerdotes y a los voluntarios!
Gracias también porque con motivo de la pandemia la red Cáritas ha
intensificado su presencia y ha aliviado la soledad, el sufrimiento y las
necesidades de muchos. Hay decenas de miles de voluntarios, entre los que se
encuentran muchos jóvenes, incluidos los que se dedican al servicio civil, que
han ofrecido durante este tiempo escucha y respuestas concretas a los que
necesitaban ayuda. Es precisamente a los jóvenes a quienes me gustaría que se
prestara atención. Son las víctimas más frágiles de esta época de cambios, pero
también son los artífices potenciales de un cambio de época. Son los
protagonistas del porvenir. No son el porvenir, son el presente, pero son los
protagonistas del porvenir. Nunca se pierde el tiempo que se les dedica para
tejer juntos, con amistad, entusiasmo y paciencia, relaciones que superen las
culturas de la indiferencia y las apariencias. Para vivir no bastan los «likes»: se
necesita fraternidad, se necesita alegría verdadera. Cáritas puede ser un
gimnasio de vida para ayudar a muchos jóvenes a descubrir el sentido del don,
para que prueben el buen sabor de redescubrirse a sí mismos dedicando su
tiempo a los demás. Haciendo así, la propia Cáritas seguirá siendo joven y
creativa, mantendrá una mirada sencilla y directa, que se dirige sin miedo hacia
lo Alto y hacia el otro, como hacen los niños. No olvidéis el modelo de los niños:
hacia lo Alto y hacia el otro
Queridos amigos, recordad por favor, estos tres caminos y seguidlos con alegría:
empezar por los últimos, mantener el estilo del Evangelio, desarrollar la
creatividad. Os saludo con una frase del apóstol Pablo, al que celebraremos
dentro de unos días: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Cor 5,14). El amor de
Cristo nos apremia. Deseo que os dejéis apremiar por esta caridad: sentiros
cada día elegidos para el amor, experimentad la caricia misericordiosa del Señor
que se posa sobre vosotros y llevadla a los demás. Os acompaño con la oración
y os bendigo; y os pido que por favor que recéis por mí. Gracias.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA DE LA REUNIÓN DE LAS OBRAS DE AYUDA A LAS IGLESIAS ORIENTALES (ROACO)

Queridos amigos:
Me complace encontrarme con vosotros al final de los trabajos de vuestra sesión
plenaria. Saludo al cardenal Leonardo Sandri, al cardenal Zenari, a monseñor
Pizzaballa, a los demás Superiores del Dicasterio —que han cambiado
entretanto—, a los oficiales y a los miembros de los organismos que componen
vuestra asamblea.
El hecho de encontrarse en presencia da confianza y ayuda a vuestro trabajo,
mientras que el año pasado sólo era posible conectarse a distancia para
reflexionar juntos; pero sabemos que no es lo mismo: necesitamos
encontrarnos, para hacer dialogar mejor las palabras y los pensamientos, para
acoger las preguntas y el grito que vienen de tantas partes del mundo,
especialmente de las Iglesias y de los países para los que realizáis vuestro
trabajo. Yo mismo soy testigo de ello, pues fue precisamente en este contexto,
en 2019, cuando anuncié mi intención de viajar a Irak, y gracias a Dios hace
unos meses pude hacer realidad este deseo. Me alegró incluir, entre las personas
de la comitiva, a uno de vuestros representantes, también como muestra de
gratitud por lo que habéis hecho y por lo que haréis.
A pesar de la pandemia, durante este año habéis tenido reuniones
extraordinarias, tanto para tratar la situación en Eritrea como para seguir la
situación en el Líbano, tras la terrible explosión en el puerto de Beirut el 4 de
agosto. Y en este sentido os agradezco vuestro compromiso de sostener al
Líbano en esta grave crisis; y os pido que recéis e invitéis a hacerlo para el
encuentro que tendremos el 1 de julio, junto con los Jefes de las Iglesias
cristianas del país, para que el Espíritu Santo nos guíe e ilumine.
A través de vosotros quiero expresar mi agradecimiento a todas las personas
que apoyan vuestros proyectos y que los hacen posibles: a menudo son simples
fieles, familias, parroquias, voluntarios…, que se saben “todos hermanos” y
dedican parte de su tiempo y de sus recursos a esas situaciones de las que os
ocupáis. Me han dicho que en 2020 la colecta para Tierra Santa recaudó
aproximadamente la mitad que en años anteriores. Ciertamente, pesaron mucho
los largos meses en los que la gente no pudo reunirse en las iglesias para las
celebraciones, pero también la crisis económica generada por la pandemia. Si
por un lado esto es bueno para nosotros, porque nos empuja a una mayor
esencialidad, tampoco puede dejarnos indiferentes, pensando también en las
calles desiertas de Jerusalén, sin peregrinos que van a regenerarse en la fe, pero
también a expresar una solidaridad concreta con las Iglesias y las poblaciones
locales. Renuevo, pues, mi llamamiento a todos para que redescubran la
importancia de esta caridad, de la que ya hablaba san Pablo en sus Cartas y que
san Pablo VI quiso reorganizar con la Exhortación apostólica Nobis in animo de
1974, que vuelvo a proponer con toda su actualidad y vigencia.
En vuestra reunión habéis analizado varios contextos geográficos y eclesiales. En
primer lugar, la Tierra Santa, con Israel y Palestina, pueblos para los que
siempre soñamos que se abra en el cielo el arco de la paz, que Dios dio a Noé
como signo de la alianza entre el cielo y la tierra y de la paz entre los hombres
(cf. Gn 9,12-17). Sin embargo, demasiado a menudo, incluso recientemente,
esos cielos están surcados por artefactos que llevan la destrucción, la muerte y
el miedo.
El grito que se eleva desde Siria está siempre presente en el corazón de Dios,
pero parece no tocar el de los hombres que tienen en sus manos los destinos de
los pueblos. Queda el escándalo de diez años de conflicto, los millones de
desplazados internos y externos, las víctimas, la necesidad de reconstrucción
que sigue siendo rehén de la lógica partidista y de la falta de decisiones
valientes por el bien de esa nación martirizada.
Además del cardenal Zenari, nuncio apostólico en Damasco, la presencia de los
representantes pontificios en Líbano, Irak, Etiopía, Armenia y Georgia, a los que
saludo y agradezco de corazón, os ha permitido reflexionar sobre la situación
eclesial en esos países. Vuestro estilo es precioso, porque ayuda a los Pastores y
a los fieles a centrarse en lo esencial, es decir, en lo necesario para el anuncio
del Evangelio, mostrando juntos el rostro de la Iglesia, que es Madre, con
especial atención a los pequeños y a los pobres. A veces es necesario reconstruir
edificios y catedrales, incluso los destruidos por las guerras, pero antes hay que
tener en cuenta las piedras vivas que están heridas y dispersas.
Sigo con inquietud la situación surgida con el conflicto en la región etíope de
Tigray, sabiendo que su alcance abarca también a la vecina Eritrea. Más allá de
las diferencias religiosas y confesionales, nos damos cuenta de lo esencial que es
el mensaje de Fratelli tutti cuando las diferencias entre grupos étnicos y las
consiguientes luchas por el poder se erigen en sistema.
Al final de mi viaje apostólico a Armenia en 2016, junto con el Catholicós Karekin
II soltamos palomas al cielo como señal y deseo de paz en toda la región del
Cáucaso. Desgraciadamente, en los últimos meses ha sido herida de nuevo, y
por eso os agradezco la atención que habéis dedicado a la situación de Georgia y
de Armenia, para que la comunidad católica siga siendo signo y fermento de vida
evangélica.
Queridos amigos, gracias por vuestra presencia, gracias por vuestra escucha y
vuestro trabajo. Bendigo a cada uno de vosotros y a vuestro trabajo. Y vosotros,
por favor, seguid rezando por mí. Gracias.

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PAPA FRANCISCO ÁNGELUS

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la liturgia de hoy se narra el episodio de la tempestad calmada por Jesús (Mc
4,35-41). La barca en la que los discípulos atraviesan el lago es asaltada por el
viento y las olas y ellos temen hundirse. Jesús está con ellos en la barca, sin
embargo, se queda en la popa durmiendo sobre un cabezal. Los discípulos,
llenos de miedo, le gritan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38).
Y muchas veces también nosotros, asaltados por las pruebas de la vida, hemos
gritado al Señor: “¿Por qué te quedas en silencio y no haces nada por mí?”.
Sobre todo cuando parece que nos hundimos, porque el amor o el proyecto en el
que habíamos puesto grandes esperanzas desvanece; o cuando estamos a
merced de las persistentes olas de la ansiedad; o cuando nos sentimos
sumergidos por los problemas o perdidos en medio del mar de la vida, sin ruta y
sin puerto. O incluso, en los momentos en los que desaparece la fuerza para ir
adelante, porque falta el trabajo o un diagnóstico inesperado nos hace temer por
nuestra salud o la de un ser querido. Son muchos los momentos en los que nos
sentimos en tempestad, nos sentimos casi acabados.
En estas situaciones y en muchas otras, también nosotros nos sentimos
ahogados por el miedo y, como los discípulos, corremos el riesgo de perder de
vista lo más importante. En la barca, de hecho, incluso si duerme, Jesús está, y
comparte con los suyos todo lo que está sucediendo. Su sueño, por un lado nos
sorprende, y por el otro nos pone a prueba. El Señor está ahí, presente; de
hecho, espera —por así decir— que seamos nosotros los que le impliquemos, le
invoquemos, le pongamos en el centro de lo que vivimos. Su sueño nos provoca
el despertarnos. Porque, para ser discípulos de Jesús, no basta con creer que
Dios está, que existe, sino que es necesario involucrarse con Él, es necesario
también alzar la voz con Él. Escuchad esto: es necesario gritarle a Él. La oración,
muchas veces, es un grito: “¡Señor, sálvame!”. Hoy, Día del Refugiado, estaba
viendo en el programa “A sua immagine” (A su imagen), muchos que vienen en
pateras y cuando se van a ahogar gritan: “¡Sálvanos!”. También en nuestra vida
sucede lo mismo: “¡Señor, sálvanos!”, y la oración se convierte en un grito.
Hoy podemos preguntarnos: ¿cuáles son los vientos que se abaten sobre mi
vida, cuáles son las olas que obstaculizan mi navegación y ponen en peligro mi
vida espiritual, mi vida de familia, mi vida psíquica también? Digamos todo esto
a Jesús, contémosle todo. Él lo desea, quiere que nos aferremos a Él para
encontrar refugio de las olas anómalas de vida. El Evangelio cuenta que los
discípulos se acercan a Jesús, le despiertan y le hablan (cfr. v. 38). Este es el
inicio de nuestra fe: reconocer que solos no somos capaces de mantenernos a
flote, que necesitamos a Jesús como los marineros a las estrellas para encontrar
la ruta. La fe comienza por el creer que no bastamos nosotros mismos, con el
sentir que necesitamos a Dios. Cuando vencemos la tentación de encerrarnos en
nosotros mismos, cuando superamos la falsa religiosidad que no quiere
incomodar a Dios, cuando le gritamos a Él, Él puede obrar maravillas en
nosotros. Es la fuerza mansa y extraordinaria de la oración, que realiza milagros.
Jesús, implorado por los discípulos, calma el viento y las olas. Y les plantea una
pregunta, una pregunta que nos concierne también a nosotros: «¿Por qué estáis
con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?» (v. 40). Los discípulos se habían dejado
llevar por el miedo, porque se habían quedado mirando las olas más que mirar a
Jesús. Y el miedo nos lleva a mirar las dificultades, los problemas difíciles y no a
mirar al Señor, que muchas veces duerme. También para nosotros es así:
¡cuántas veces nos quedamos mirando los problemas en vez de ir al Señor y
dejarle a Él nuestras preocupaciones! ¡Cuántas veces dejamos al Señor en un
rincón, en el fondo de la barca de la vida, para despertarlo solo en el momento
de la necesidad! Pidamos hoy la gracia de una fe que no se canse de buscar al
Señor, de llamar a la puerta de su Corazón. La Virgen María, que en su vida
nunca dejó de confiar en Dios, despierte en nosotros la necesidad vital de
encomendarnos a Él cada día.
_________________________
Después del Ángelus
¡Queridos hermanos y hermanas!
Uno mi voz a la de los obispos de Myanmar, que la semana pasada lanzaron un
llamamiento llamando la atención del mundo entero sobre la desgarradora
experiencia de miles de personas que en ese país están desplazados y están
muriendo de hambre: «Nosotros suplicamos con toda la gentileza permitir
pasillos humanitarios» y que «iglesias, pagodas, monasterios, mezquitas,
templos, como también escuelas y hospitales» sean respetados como lugares
neutrales de refugio. ¡Que el Corazón de Cristo toque los corazones de todos
llevando paz a Myanmar!
Hoy se celebra el Día Mundial del Refugiado, promovido por las Naciones Unidas,
sobre el tema “Juntos podemos hacer la diferencia”. Abramos nuestro corazón a
los refugiados; hagamos nuestras sus tristezas y sus alegrías; ¡aprendamos de
su valiente resiliencia! Y así, todos juntos, haremos crecer una comunidad más
humana, una única gran familia.

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VIDEOMENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO CON MOTIVO DE LA 109 REUNIÓN DE LA CONFERENCIA INTERNACIONAL DEL TRABAJO

Señor Presidente de la Conferencia Internacional del Trabajo,
Estimados Representantes de los Gobiernos, de las Organizaciones de
empleadores y de trabajadores:
Agradezco al Director General, señor Guy Ryder, quien tan amablemente me ha
invitado a presentar este mensaje en la Cumbre sobre el mundo del trabajo.
Esta Conferencia se convoca en un momento crucial de la historia social y
económica, que presenta graves y amplios desafíos para el mundo entero. En los
últimos meses, la Organización Internacional del Trabajo, a través de sus
informes periódicos, ha realizado una labor encomiable dedicando especial
atención a nuestros hermanos y hermanas más vulnerables.
Durante la persistente crisis, deberíamos seguir ejerciendo un «especial cuidado»
del bien común. Muchos de los trastornos posibles y previstos aún no se han
manifestado, por lo tanto, se requerirán decisiones cuidadosas. La disminución
de las horas de trabajo en los últimos años se ha traducido tanto en pérdidas de
empleo como en una reducción de la jornada laboral de los que conservan su
trabajo. Muchos servicios públicos, así como empresas, se han enfrentado a
tremendas dificultades, algunos corriendo el riesgo de quiebra total o parcial. En
todo el mundo, hemos observado una pérdida de empleo sin precedentes en
2020.
Con las prisas de volver a una mayor actividad económica al final de la amenaza
del COVID-19, evitemos las pasadas fijaciones en el beneficio, el aislacionismo y
el nacionalismo, el consumismo ciego y la negación de las claras evidencias que
apuntan a la discriminación de nuestros hermanos y hermanas “desechables” en
nuestra sociedad. Por el contrario, busquemos soluciones que nos ayuden a
construir un nuevo futuro del trabajo fundado en condiciones laborales decentes
y dignas, que provenga de una negociación colectiva, y que promueva el bien
común, una base que hará del trabajo un componente esencial de nuestro
cuidado de la sociedad y de la creación. En ese sentido, el trabajo es verdadera
y esencialmente humano. De esto se trata, que sea humano.
Recordando el papel fundamental que desempeñan esta Organización y esta
Conferencia como lugares privilegiados para el diálogo constructivo, estamos
llamados a dar prioridad a nuestra respuesta hacia los trabajadores que se
encuentran en los márgenes del mundo del trabajo y que todavía se ven
afectados por la pandemia del COVID-19: los trabajadores poco cualificados, los
jornaleros, los del sector informal, los trabajadores migrantes y refugiados, los
que realizan lo que se suele denominar el “trabajo de las tres dimensiones”:
peligroso, sucio y degradante, y así podemos seguir la lista.
Muchos migrantes y trabajadores vulnerables junto con sus familias,
normalmente quedan excluidos del acceso a programas nacionales de promoción
de la salud, prevención de enfermedades, tratamiento y atención, así como de
los planes de protección financiera y de los servicios psicosociales. Es uno de los
tantos casos de esta filosofía del descarte que nos hemos habituado a imponer
en nuestras sociedades. Esta exclusión complica la detección temprana, la
realización de pruebas, el diagnóstico, el rastreo de contactos y la búsqueda de
atención médica por el COVID-19 para los refugiados y los migrantes y, por lo
tanto, aumenta el riesgo de que se produzcan brotes entre esas poblaciones.
Dichos brotes pueden no ser controlados o incluso ocultarse activamente, lo que
constituye una amenaza adicional a la salud pública [1].
La falta de medidas de protección social frente al impacto del COVID-19 ha
provocado un aumento de la pobreza, el desempleo, el subempleo, el
incremento de la informalidad del trabajo, el retraso en la incorporación de los
jóvenes al mercado laboral, que esto es muy grave, el aumento del trabajo
infantil, más grave aún, la vulnerabilidad al tráfico de personas, la inseguridad
alimentaria y una mayor exposición a la infección entre poblaciones como los
enfermos y los ancianos. En este sentido, agradezco esta oportunidad para
plantear algunas preocupaciones y observaciones clave.
En primer lugar, es misión esencial de la Iglesia apelar a todos a trabajar
conjuntamente, con los gobiernos, las organizaciones multilaterales y la sociedad
civil, para servir y cuidar el bien común y garantizar la participación de todos en
este empeño. Nadie debería ser dejado de lado en un diálogo por el bien común,
cuyo objetivo es, sobre todo, construir, consolidar la paz y la confianza entre
todos. Los más vulnerables —los jóvenes, los migrantes, las comunidades
indígenas, los pobres— no pueden ser dejados de lado en un diálogo que
también debería reunir a gobiernos, empresarios y trabajadores. También es
esencial que todas las confesiones y comunidades religiosas se comprometan
juntas. La Iglesia tiene una larga experiencia en la participación en estos
diálogos a través de sus comunidades locales, movimientos populares y
organizaciones, y se ofrece al mundo como constructora de puentes para ayudar
a crear las condiciones de este diálogo o, cuando sea apropiado, ayudar a
facilitarlo. Estos diálogos por el bien común son esenciales para realizar un
futuro solidario y sostenible de nuestra casa común y deberían tener lugar tanto
a nivel comunitario como nacional e internacional. Y una de las características
del verdadero diálogo es que quienes dialogan estén en el mismo nivel de
derechos y deberes. No uno que tenga menos derechos o más derechos dialoga
con uno que no los tiene. El mismo nivel de derechos y deberes garantiza así un
diálogo serio.
En segundo lugar, también es esencial para la misión de la Iglesia garantizar que
todos obtengan la protección que necesitan según sus vulnerabilidades:
enfermedad, edad, discapacidades, desplazamiento, marginación o dependencia.
Los sistemas de protección social, que a su vez se están enfrentando a
importantes riesgos, necesitan ser apoyados y ampliados para asegurar el
acceso a los servicios sanitarios, a la alimentación y a las necesidades humanas
básicas. En tiempos de emergencia, como la pandemia de COVID-19, se
requieren medidas especiales de asistencia. Una atención especial a la
prestación integral y eficaz de asistencia a través de los servicios públicos
también es importante. Los sistemas de protección social han sido llamados a
afrontar muchos de los desafíos de la crisis, al mismo tiempo que sus puntos
débiles se han hecho más evidentes. Por último, debe garantizarse la protección
de los trabajadores y de los más vulnerables mediante el respeto de sus
derechos esenciales, incluido el derecho de la sindicalización. O sea, sindicarse
es un derecho. La crisis del COVID ya ha afectado a los más vulnerables y ellos
no deberían verse afectados negativamente por las medidas para acelerar una
recuperación que se centra únicamente en los marcadores económicos. O sea,
aquí hace también falta una reforma del modo económico, una reforma a fondo
de la economía. El modo de llevar adelante la economía tiene que ser diverso,
también tiene que cambiar.
En este momento de reflexión, en el que tratamos de modelar nuestra acción
futura y de dar forma a una agenda internacional post COVID-19, deberíamos
prestar especial atención al peligro real de olvidar a los que han quedado atrás.
Corren el riesgo de ser atacados por un virus peor aún del COVID-19: el de la
indiferencia egoísta. O sea, una sociedad no puede progresar descartando, no
puede progresar. Este virus se propaga al pensar que la vida es mejor si es
mejor para mí, y que todo estará bien si está bien para mí, y así se comienza y
se termina seleccionando a una persona en lugar de otra, descartando a los
pobres, sacrificando a los dejados atrás en el llamado “altar del progreso”. Y es
toda una dinámica elitaria, de constitución de nuevas élites a costa del descarte
de mucha gente y de muchos pueblos.
Mirando al futuro, es fundamental que la Iglesia, y por tanto la acción de la
Santa Sede con la Organización Internacional del Trabajo, apoye medidas que
corrijan situaciones injustas o incorrectas que afectan a las relaciones laborales,
haciéndolas completamente subyugadas a la idea de “exclusión”, o violando los
derechos fundamentales de los trabajadores. Una amenaza la constituyen las
teorías que consideran el beneficio y el consumo como elementos independientes
o como variables autónomas de la vida económica, excluyendo a los
trabajadores y determinando su desequilibrado estándar de vida: «Hoy todo
entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el
poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes
masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin
horizontes, sin salida» (Evangelii gaudium, n. 53).
La actual pandemia nos ha recordado que no hay diferencias ni fronteras entre
los que sufren. Todos somos frágiles y, al mismo tiempo, todos de gran valor.
Ojalá nos estremezca profundamente lo que está ocurriendo a nuestro alrededor.
Ha llegado el momento de eliminar las desigualdades, de curar la injusticia que
está minando la salud de toda la familia humana. De frente a la Agenda de la
Organización Internacional del Trabajo, debemos continuar como ya lo hicimos
en 1931, cuando el Papa Pío XI, a raíz de la crisis de Wall Street y en medio de
la “Gran Depresión”, denunció la asimetría entre trabajadores y empresarios
como una flagrante injusticia que concedía al capital mano libre y disponibilidad.
Decía así: «Durante mucho tiempo, en efecto, las riquezas o “capital” se
atribuyeron demasiado a sí mismos. El capital reivindicaba para sí todo el
rendimiento, la totalidad del producto, dejando al trabajador apenas lo necesario
para reparar y restituir sus fuerzas» (Quadragesimo anno, n. 54). Incluso en
esas circunstancias, la Iglesia promovió la posición de que la cantidad de
remuneración por el trabajo realizado no sólo debe estar destinada a la
satisfacción de las necesidades inmediatas y actuales de los trabajadores, sino
también a abrir la capacidad de los trabajadores para salvaguardar los ahorros
futuros de sus familias o las inversiones capaces de garantizar un margen de
seguridad para el futuro.
Así pues, desde la primera sesión de la Conferencia Internacional, la Santa Sede
apoya una regulación uniforme aplicable al trabajo en todos sus diferentes
aspectos, como garantía para los trabajadores [2]. Su convicción es que el
trabajo, y por lo tanto los trabajadores, pueden contar con garantías, apoyo y
potenciación si se les protege del “juego” de la desregulación. Además, las
normas jurídicas deben ser orientadas hacia la expansión del empleo, el trabajo
decente y los derechos y deberes de la persona humana. Todos ellos son medios
necesarios para su bienestar, para el desarrollo humano integral y para el bien
común.
La Iglesia católica y la Organización Internacional del Trabajo, respondiendo a
sus diferentes naturalezas y funciones, pueden seguir aplicando sus respectivas
estrategias, pero también pueden seguir aprovechando las oportunidades que se
presentan para colaborar en una amplia variedad de acciones relevantes.
Para promover esta acción común, es necesario entender correctamente el
trabajo. El primer elemento para dicha comprensión nos llama a focalizar la
atención necesaria en todas las formas de trabajo, incluyendo las formas de
empleo no estándar. El trabajo va más allá de lo que tradicionalmente se ha
conocido como “empleo formal”, y el Programa de Trabajo Decente debe incluir
todas las formas de trabajo. La falta de protección social de los trabajadores de
la economía informal y de sus familias los vuelve particularmente vulnerables a
los choques, ya que no pueden contar con la protección que ofrecen los seguros
sociales o los regímenes de asistencia social orientados a la pobreza. Las
mujeres de la economía informal, incluidas las vendedoras ambulantes y las
trabajadoras domésticas, sienten el impacto del COVID-19 bajo muchos
aspectos: desde el aislamiento hasta la exposición extrema a riesgos para la
salud. Al no disponer de guarderías accesibles, los hijos de estas trabajadoras
están expuestos a un mayor riesgo para la salud, ya que las mujeres tienen que
llevarlos a los lugares de trabajo o los dejan sin protección en sus hogares [3].
Por lo tanto, es muy necesario garantizar que la asistencia social llegue a la
economía informal y preste especial atención a las necesidades particulares de
las mujeres y de las niñas.
La pandemia nos recuerda que muchas mujeres de todo el mundo siguen
llorando por la libertad, la justicia y la igualdad entre todas las personas
humanas: «aunque hubo notables mejoras en el reconocimiento de los derechos
de la mujer y en su participación en el espacio público, todavía hay mucho que
avanzar en algunos países. No se terminan de erradicar costumbres
inaceptables, destaco la vergonzosa violencia que a veces se ejerce sobre las
mujeres, el maltrato familiar y distintas formas de esclavitud […] Pienso en […]
la desigualdad del acceso a puestos de trabajo dignos y a los lugares donde se
toman las decisiones» (Amoris laetitia, n. 54).
El segundo elemento para una correcta comprensión del trabajo: si el trabajo es
una relación, entonces tiene que incorporar la dimensión del cuidado, porque
ninguna relación puede sobrevivir sin cuidado. Aquí no nos referimos sólo al
trabajo de cuidados: la pandemia nos recuerda su importancia fundamental, que
quizá hayamos desatendido. El cuidado va más allá, debe ser una dimensión de
todo trabajo. Un trabajo que no cuida, que destruye la creación, que pone en
peligro la supervivencia de las generaciones futuras, no es respetuoso con la
dignidad de los trabajadores y no puede considerarse decente. Por el contrario,
un trabajo que cuida, contribuye a la restauración de la plena dignidad humana,
contribuirá a asegurar un futuro sostenible a las generaciones futuras [4]. Y en
esta dimensión del cuidado entran, en primer lugar, los trabajadores. O sea, una
pregunta que podemos hacernos en lo cotidiano: ¿cómo una empresa,
imaginemos, cuida a sus trabajadores?
Además de una correcta comprensión del trabajo, salir en mejores condiciones
de la crisis actual requerirá el desarrollo de una cultura de la solidaridad, para
contrastar con la cultura del descarte que está en la raíz de la desigualdad y que
aflige al mundo. Para lograr este objetivo, habrá que valorar la aportación de
todas aquellas culturas, como la indígena, la popular, que a menudo se
consideran marginales, pero que mantienen viva la práctica de la solidaridad,
que «expresa mucho más que algunos actos de generosidad esporádicos». Cada
pueblo tiene su cultura, y creo que es el momento de liberarnos definitivamente
de la herencia de la Ilustración, que llevaba la palabra cultura a un cierto tipo de
formación intelectual o de pertenencia social. Cada pueblo tiene su cultura y
debemos asumirla como es. «Es pensar y actuar en términos de comunidad, de
prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de
algunos. También es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la
desigualdad, la falta de trabajo, de tierra y de vivienda, la negación de los
derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del Imperio
del dinero. […] La solidaridad, entendida en su sentido más hondo, es un modo
de hacer historia y eso es lo que hacen los movimientos populares» (Fratelli
tutti, n. 116).
Con estas palabras me dirijo a Ustedes, participantes de la 109 Conferencia
Internacional del Trabajo, porque como actores institucionalizados del mundo del
trabajo, tienen una gran oportunidad de influir en los procesos de cambio ya en
marcha. Su responsabilidad es grande, pero aún es más grande el bien que
pueden lograr. Por tanto, los nvito a responder al desafío al que nos
enfrentamos. Los actores establecidos pueden contar con el legado de su
historia, que sigue siendo un recurso de importancia fundamental, pero en esta
fase histórica están llamados a permanecer abiertos al dinamismo de la sociedad
y a promover la aparición e inclusión de actores menos tradicionales y más
marginales, portadores de impulsos alternativos e innovadores.
Pido a los dirigentes políticos y a quienes trabajan en los gobiernos que se
inspiren siempre en esa forma de amor que es la caridad política: «“un acto de
caridad igualmente indispensable [es] el esfuerzo dirigido a organizar y
estructurar la sociedad de modo que el prójimo no tenga que padecer la
miseria”. Es caridad acompañar a una persona que sufre, y también es caridad
todo lo que se realiza, aún sin tener contacto directo con esa persona, para
modificar las condiciones sociales que provocan su sufrimiento. Si alguien ayuda
a un anciano a cruzar un río, y eso es exquisita caridad, el político le construye
un puente, y eso también es caridad. Si alguien ayuda a otro con comida, el
político le crea una fuente de trabajo, y ejercita un modo altísimo de la caridad
que ennoblece su acción política» (Fratelli tutti, n. 186).
Recuerdo a los empresarios su verdadera vocación: producir riqueza al servicio
de todos. La actividad empresarial es esencialmente «una noble vocación
orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos. Dios nos
promueve, espera que desarrollemos las capacidades que nos dio y llenó el
universo de potencialidades. En sus designios cada hombre está llamado a
promover su propio progreso, y esto incluye fomentar las capacidades
económicas y tecnológicas para hacer crecer los bienes y aumentar la riqueza.
Pero en todo caso estas capacidades de los empresarios, que son un don de
Dios, tendrían que orientarse claramente al desarrollo de las demás personas y a
la superación de la miseria, especialmente a través de la creación de fuentes de
trabajo diversificadas. Siempre, junto al derecho de propiedad privada, está el
más importante y anterior principio de la subordinación de toda propiedad
privada al destino universal de los bienes de la tierra y, por tanto, el derecho de
todos a su uso» (Fratelli tutti, n. 123). A veces, al hablar de propiedad privada
olvidamos que es un derecho secundario, que depende de este derecho primario,
que es el destino universal de los bienes.
Invito a los sindicalistas y a los dirigentes de las asociaciones de trabajadores a
que no se dejen encerrar en una «camisa de fuerza», a que se enfoquen en las
situaciones concretas de los barrios y de las comunidades en las que actúan,
planteando al mismo tiempo cuestiones relacionadas con las políticas
económicas más amplias y las “macro-relaciones” [5]. También en esta fase
histórica, el movimiento sindical enfrenta dos desafíos trascendentales. El
primero es la profecía, y está relacionada con la propia naturaleza de los
sindicatos, su vocación más genuina. Los sindicatos son una expresión del perfil
profético de la sociedad. Los sindicatos nacen y renacen cada vez que, como los
profetas bíblicos, dan voz a los que no la tienen, denuncian a los que “venderían
al pobre por un par de chancletas”, como dice el profeta (cf. Amós 2,6),
desnudan a los poderosos que pisotean los derechos de los trabajadores más
vulnerables, defienden la causa de los extranjeros, de los últimos y de los
rechazados. Claro, cuando un sindicato se corrompe, ya esto no lo puede hacer,
y se transforma en un estatus de pseudo patrones, también distanciados del
pueblo.
El segundo desafío: la innovación. Los profetas son centinelas que vigilan desde
su puesto de observación. También los sindicatos deben vigilar los muros de la
ciudad del trabajo, como un guardia que vigila y protege a los que están dentro
de la ciudad del trabajo, pero que también vigila y protege a los que están fuera
de los muros. Los sindicatos no cumplen su función esencial de innovación social
si vigilan sólo a los jubilados. Esto debe hacerse, pero es la mitad de vuestro
trabajo. Su vocación es también proteger a los que todavía no tienen derechos,
a los que están excluidos del trabajo y que también están excluidos de los
derechos y de la democracia [6].
Estimados participantes en los procesos tripartitos de la Organización
Internacional del Trabajo y de esta Conferencia Internacional del Trabajo: la
Iglesia los apoya, camina a su lado. La Iglesia pone a disposición sus recursos,
empezando por sus recursos espirituales y su Doctrina Social. La pandemia nos
ha enseñado que todos estamos en el mismo barco y que sólo juntos podremos
salir de la crisis. Muchas gracias.

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PAPA FRANCISCO ÁNGELUS

Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
[…] Esta tarde tendrá lugar en Augusta, Sicilia, la ceremonia de acogida de los
restos de la barca que naufragó el 18 de abril de 2015. Que este símbolo de las
muchas tragedias del mar Mediterráneo siga interpelando a la conciencia de
todos y favorezca el crecimiento de una humanidad más solidaria, que abata el
muro de la indiferencia. Pensémoslo: el Mediterráneo se ha convertido en el
cementerio más grande de Europa. […]

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MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO CON MOTIVO DEL EVENTO DE SOLIDARIDAD EN EL 30o ANIVERSARIO DEL SISTEMA DE LA INTEGRACIÓN CENTROAMERICANA

Excelencias,
señoras y señores:
Saludo cordialmente a los participantes en el Evento de Solidaridad, promovido
con ocasión del 30o aniversario del Sistema de la Integración Centroamericana,
en el que la Santa Sede participa como Observador extra-regional desde el año
2012. Esta iniciativa pretende movilizar apoyos para mejorar la situación de los
desplazados forzados y las comunidades que los acogen en la región de
Centroamérica y México.
La palabra solidaridad, que está en el centro de este evento, adquiere un
significado aún mayor en esta época de crisis pandémica, una crisis que ha
puesto a prueba al mundo entero, tanto a los países pobres como a los ricos.
La crisis sanitaria, económica y social provocada por el Covid-19 ha recordado a
todos que los seres humanos son como el polvo. Pero polvo valioso a los ojos de
Dios (Cf. Benedicto XVI, Audiencia General, 17 febrero 2010), que nos constituyó
como una única familia humana (Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, 13).Y así como la familia natural educa a la fidelidad, la sinceridad, la
cooperación y el respeto, promoviendo la planificación de un mundo habitable y
a creer en las relaciones de confianza, incluso en condiciones difíciles, también la
familia de las naciones está llamada a dirigir su atención común a todos,
especialmente a los miembros más pequeños y vulnerables, sin ceder a la lógica
de la competencia y los intereses particulares (Cf. Audiencia General, 7 octubre
2015).
En estos últimos largos meses de la pandemia, la región centroamericana ha
visto el deterioro de las condiciones sociales que ya eran precarias y complejas a
causa de un sistema económico injusto. Este sistema desgasta a la familia (Cf.
Encuentro con los Obispos centroamericanos (SEDAC), 24 enero 2019), célula
básica de la sociedad. Y así, las personas, «sin hogar, sin familia, sin comunidad,
sin pertenencia» (Cf. Encuentro con los Obispos centroamericanos (SEDAC), 24
enero 2019), se encuentran desarraigadas y huérfanas, a merced de
«situaciones altamente conflictivas y de no rápida solución: violencia doméstica,
feminicidios— […]—, bandas armadas, criminales, tráfico de droga, explotación
sexual de menores y de no tan menores» (Cf. Encuentro con los Obispos
centroamericanos (SEDAC), 24 enero 2019). Estos factores, mezclados con la
pandemia y con una crisis climática caracterizada por una sequía cada vez más
intensa y huracanes cada vez más frecuentes, han dado a la movilidad humana
la connotación de un fenómeno forzado de masa, de manera que adquiere la
apariencia de un éxodo regional.
A pesar del innato sentido de hospitalidad inherente a los pueblos de
Centroamérica, las restricciones sanitarias han influido en el cierre de muchas
fronteras. Muchos se quedaron a mitad de camino, sin posibilidad de avanzar ni
de retroceder.
La pandemia también ha puesto de manifiesto la fragilidad de los desplazados
internos, que todavía «no entran en el sistema internacional de protección que
brinda la legislación internacional en materia de refugiados» (Dicasterio para el
Servicio del Desarrollo Humano Integral – Sección Migrantes y Refugiados,
Orientaciones pastorales sobre los desplazados internos, 2020) y a menudo se
quedan sin la protección adecuada.
Además, en las distintas fases del desplazamiento, tanto interno como externo,
hay un número creciente de casos de trata de seres humanos, trata que «es una
llaga en el cuerpo de la humanidad contemporánea, una llaga en la carne de
Cristo, es un delito contra la humanidad» (Discurso a los participantes en la
Conferencia Internacional sobre la trata de personas, 10 abril 2014).
Excelencias, señoras y señores:
Lo que he presentado aquí son algunos de los retos más relevantes que afectan
a la movilidad humana, un fenómeno que ha caracterizado la historia del ser
humano y que «trae consigo grandes promesas» (Mensaje con ocasión del
coloquio México – Santa Sede sobre movilidad humana y desarrollo, 14 julio
2014) para el futuro de la humanidad.
En este contexto, la Santa Sede, al tiempo que reafirma el derecho exclusivo de
los Estados a gestionar sus propias fronteras, espera un compromiso regional
común, sólido y coordinado, destinado a situar a la persona y su dignidad en el
centro de todo ejercicio político. En efecto, «el principio de la centralidad de la
persona humana […] nos obliga a anteponer siempre la seguridad personal a la
nacional. […] Las condiciones de los emigrantes, los solicitantes de asilo y los
refugiados, requieren que se les garantice la seguridad personal y el acceso a los
servicios básicos» (Mensaje para la 104.a Jornada Mundial del Migrante y del
Refugiado, 14 enero 2018).
Además de estas protecciones, es necesario adoptar mecanismos internacionales
específicos que den una protección concreta y reconozcan el «drama a menudo
invisible» de los desplazados internos, relegados «a un segundo plano en las
agendas políticas nacionales» (Mensaje para la 106.a Jornada Mundial del
Migrante y del Refugiado, 13 mayo 2020).
Deben tomarse medidas similares con respecto a nuestros numerosos hermanos
y hermanas que se ven obligados a huir debido a la aparición de la grave crisis
climática (Cf. Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral –
Sección Migrantes y Refugiados, Orientaciones pastorales sobre desplazados
climáticos, 2021). Estas medidas deben ir acompañadas de políticas regionales
de protección de nuestra “Casa común” destinadas a paliar el impacto tanto de
los fenómenos climáticos como de las catástrofes medioambientales provocadas
por el hombre en su labor de acaparamiento de tierras, deforestación y
apropiación del agua. Estas violaciones atentan gravemente contra los tres
ámbitos fundamentales del desarrollo humano integral: la tierra, la vivienda y el
trabajo (Cf. Discurso a los participantes en el Encuentro Mundial de Movimientos
Populares, 28 octubre 2014).
En cuanto a la trata de personas, hay que prevenir esta lacra mediante el apoyo
a las familias y la educación, y proteger a las víctimas con programas que
garanticen su seguridad, «la protección de la intimidad, un alojamiento seguro y
una adecuada asistencia social y psicológica» (Dicasterio para el Servicio del
Desarrollo Humano Integral – Sección Migrantes y Refugiados, Orientaciones
Pastorales sobre la Trata de Personas, 2019). Los niños más pequeños y las
mujeres merecen una atención especial: «Las mujeres son fuente de vida. Sin
embargo, son continuamente ofendidas, golpeadas, violadas, inducidas a
prostituirse y a eliminar la vida que llevan en el vientre. Toda violencia infligida a
la mujer es una profanación de Dios, nacido de una mujer» (Homilía, 1 enero
2020). Como dijo san Juan Pablo II, «la mujer no puede convertirse en “objeto”
de “dominio” y de “posesión” masculina» (Carta ap. Mulieris dignitatem, 15
agosto 1988). Todos estamos llamados a apoyar una educación que promueva la
igualdad fundamental, el respeto y el honor que merecen las mujeres.
La pandemia ha provocado una «crisis educativa sin precedentes»
(Vídeomensaje para el lanzamiento de la Misión 4.7 y el Pacto Educativo, 16
diciembre 2020), agravada por las restricciones y el aislamiento forzoso que han
puesto de manifiesto las desigualdades existentes y han aumentado el riesgo de
que los más vulnerables caigan en las traicioneras redes de tráfico dentro y fuera
de las fronteras nacionales. Ante los nuevos retos, debe intensificarse la
colaboración internacional para prevenir la trata, proteger a las víctimas y
perseguir a los delincuentes. Esta acción sinérgica se beneficiará en gran medida
con la participación de las organizaciones religiosas y las Iglesias locales, que
ofrecen no sólo asistencia humanitaria sino también acompañamiento espiritual
a las víctimas.
En tiempos de inconmensurable sufrimiento causado por la pandemia, la
violencia y los desastres ambientales, la dimensión espiritual no puede ni debe
ser relegada a una posición secundaria con respecto a la protección de la salud
física.«La condición para construir sociedades inclusivas está en una
comprensión integral de la persona humana, que se siente verdaderamente
acogida cuando se le reconocen y aceptan todas las dimensiones que conforman
su identidad, incluida la religiosa» (Discurso a los miembros del Cuerpo
Diplomático acreditado ante la Santa Sede, 8 enero 2018).
Excelencias, señoras y señores:
Frente a tantos desafíos apremiantes, también se aplica a esta región el
llamamiento sincero a construir una sociedad «humana y fraterna […] capaz de
preocuparse para garantizar de modo eficiente y estable que todos sean
acompañados en el recorrido de sus vidas» (Carta enc. Fratelli tutti, 3 octubre
2020). Se trata de un esfuerzo conjunto que va más allá de las fronteras
nacionales para permitir el intercambio regional: «La integración cultural,
económica y política con los pueblos cercanos debería estar acompañada por un
proceso educativo que promueva el valor del amor al vecino, primer ejercicio
indispensable para lograr una sana integración universal» (Carta enc. Fratelli
tutti, 3 octubre 2020).
La cooperación multilateral es una herramienta valiosa para promover el bien
común, prestando especial atención a las profundas y nuevas causas de los
desplazamientos forzados, de modo que «las fronteras no sean zonas de
tensión, sino brazos abiertos de reconciliación» (S. Juan Pablo II, Homilía, 6
marzo 1983). Hoy «nos enfrentamos […]a la elección entre uno de los dos
caminos posibles: uno conduce al fortalecimiento del multilateralismo […]; el
otro, da preferencia a las actitudes de autosuficiencia, nacionalismo,
proteccionismo, individualismo y aislamiento, dejando afuera los más pobres, los
más vulnerables, los habitantes de las periferias existenciales» (Vídeomensaje
con ocasión de la 75.a Asamblea General de las Naciones Unidas, 25 septiembre
2020).
La Iglesia camina junto a los pueblos de Centroamérica, que han sabido afrontar
las crisis con valentía y ser comunidades que acogen (Cf. Mensaje para la 107.a
Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, 3 mayo 2021), y los exhorta a
perseverar en la solidaridad con confianza mutua y esperanza audaz.
Les doy las gracias de corazón e invoco sobre todos ustedes y sobre las naciones
que representan la bendición del Señor.