[…] Pienso, entre otras cosas, en los niños por nacer a quienes se les niega el derecho a venir al mundo; en aquellos que no tienen acceso a los medios indispensables para una vida digna[5]; en aquellos que están excluidos de la educación adecuada; en quien está injustamente privado de trabajo o forzado a trabajar como esclavo; a quienes están detenidos en condiciones inhumanas, a quienes son sometidos a torturas o a quienes se les niega la oportunidad de redimirse[6], a las víctimas de desapariciones forzadas y sus familias. Mis pensamientos también se dirigen a todos aquellos que viven en un clima dominado por la sospecha y el desprecio, que son objeto de actos de intolerancia, discriminación y violencia debido a su pertenencia racial, étnica, nacional o religiosa[7]. Finalmente, no puedo dejar de recordar a cuantas personas sufren violaciones múltiples de sus derechos fundamentales en el contexto trágico de los conflictos armados, mientras los mercaderes de muerte sin escrúpulos[8] se enriquecen al precio de la sangre de sus hermanos y hermanas. Ante estos graves fenómenos, todos somos cuestionados. De hecho, cuando se violan los derechos fundamentales, o cuando se favorecen algunos en detrimento de otros, o cuando se garantizan solo a ciertos grupos, se producen graves injusticias, que a su vez alimentan los conflictos con graves consecuencias tanto dentro de las naciones como en las relaciones entre ellas. Por lo tanto, cada uno está llamado a contribuir con coraje y determinación, en la especificidad de su papel, a respetar los derechos fundamentales de cada persona, especialmente de las “invisibles”: de los muchos que tienen hambre y sed, que están desnudos, enfermos, son extranjeros o están detenidos. (cfr Mt 25,35-36), que viven en los márgenes de la sociedad o son descartados.[…]