11 abril 2019 | Discurso del Santo Padre, Discursos

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN LA CONFERENCIA INTERNACIONAL SOBRE LA TRATA DE PERSONAS, ORGANIZADA POR LA SECCIÓN MIGRANTES Y REFUGIADOS DEL DICASTERIO PARA EL SERVICIO DEL DESARROLLO HUMANO INTEGRAL

Aula del Sínodo

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Gracias por haberme invitado al final de vuestro congreso dedicado a la actuación de las Orientaciones pastorales sobre la trata de personas, publicadas por la Sección de Migrantes y Refugiados del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, por mí aprobadas. Doy las gracias al P. Michael Czerny por las palabras que me ha dirigido en nombre de todos los participantes. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). En esta frase del Evangelio de Juan se resume la misión de Jesucristo: ofrecer a todos los hombres y mujeres de todas las edades la vida en plenitud, de acuerdo con el plan del Padre. El Hijo de Dios se hizo hombre para indicar a todos los seres humanos el camino de la realización de su humanidad, de conformidad con el carácter único e irrepetible de cada uno. Desafortunadamente, el mundo actual se caracteriza tristemente por situaciones que dificultan el cumplimiento de esta misión. Como demuestran las Orientaciones pastorales sobre la trata de personas, «nuestra época ha sido testigo de un incremento del individualismo y el egocentrismo, actitudes que tienden a considerar a los demás desde una perspectiva puramente utilitaria, atribuyéndoles un valor que se determina según criterios de conveniencia y beneficio personal» (n. 17). Se trata esencialmente de esa tendencia a la mercantilización del otro, que he denunciado repetidamente[1]. (1) La trata de seres humanos es una de las manifestaciones más dramáticas de esta mercantilización. En sus múltiples formas, constituye una llaga «en el cuerpo de la humanidad contemporánea»[2], una llaga profunda en la humanidad de quienes la padecen y de quienes la llevan a cabo. La trata, en efecto, desfigura la humanidad de la víctima, ofendiendo su libertad y su dignidad. Pero, al mismo tiempo, deshumaniza a quienes la llevan a cabo, negándoles el acceso a la “vida en abundancia”. La trata, en fin, daña gravemente a la humanidad en su conjunto, destrozando a la familia humana y también el Cuerpo de Cristo. La trata, como decíamos, constituye una violación injustificable de la libertad y la dignidad de las víctimas, dimensiones constitutivas del ser humano deseado y creado por Dios, por lo que debe considerarse un crimen de lesa humanidad[3]. Y esto sin dudar. La misma gravedad, por analogía, debe atribuirse a todos los vilipendios de la libertad y la dignidad de todo ser humano, ya sea un compatriota o un extranjero. Los que se manchan de este crimen causan daños no solo a los demás, sino también a ellos mismos. Efectivamente, cada uno de nosotros está creado para amar y cuidar a los demás, y esto llega al culmen en el don de sí: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). En la relación que establecemos con los demás, nos jugamos nuestra humanidad, acercándonos o alejándonos del modelo de ser humano deseado por Dios Padre y revelado en el Hijo encarnado. Por lo tanto, toda elección contraria a la realización del proyecto de Dios sobre nosotros es una traición a nuestra humanidad y una renuncia a la “vida en abundancia” ofrecida por Jesucristo. Es bajar los peldaños de la escalera, volverse animales. Todas las acciones que se proponen restaurar y promover nuestra humanidad y la de los demás están en línea con la misión de la Iglesia, como una continuación de la misión salvadora de Jesucristo. Y esta dimensión misionera es evidente en la lucha contra todas las formas de trata y en el compromiso encaminado a la redención de los sobrevivientes; una lucha y un compromiso que también tienen efectos beneficiosos en nuestra propia humanidad, abriendo el camino a la plenitud de la vida, el fin último de nuestra existencia. Vuestra presencia, queridos hermanos y hermanas, es un signo tangible del compromiso que muchas Iglesias locales han asumido generosamente en este campo pastoral. Son dignas de admiración las numerosas iniciativas que desempeñáis en la línea del frente para prevenir el tráfico, proteger a los sobrevivientes y perseguir a los culpables. Siento que debo expresar un agradecimiento especial a las numerosas congregaciones religiosas que obran y continúan obrando ―también en red, entre ellas― como “vanguardias” de la acción misionera de la Iglesia contra todas las formas de trata. Mucho se ha hecho y se está haciendo, pero queda mucho por hacer. Ante un fenómeno tan complejo como oscuro, como la trata de seres humanos, es esencial asegurar la coordinación de las diversas iniciativas pastorales, tanto a nivel local como internacional. Las estructuras de las Iglesias locales, las congregaciones religiosas y las organizaciones católicas están llamadas a compartir experiencias y conocimientos y a unir sus fuerzas en una acción sinérgica que concierna a los países de origen, tránsito y destino de las personas objeto de trata. Para que su acción sea más adecuada y eficaz la Iglesia debe saber cómo recurrir a la ayuda de otros actores políticos y sociales. La estipulación de colaboraciones estructuradas con instituciones y otras organizaciones de la sociedad civil garantizará resultados más incisivos y duraderos. Os agradezco de todo corazón lo que hacéis en nombre de muchos de nuestros hermanos y hermanas, víctimas inocentes de la mercantilización de la persona humana, digamos la palabra sin vergüenza, “mercantilización de la persona humana”. Tenemos que decirla y subrayarla porque es la verdad. Os animo a perseverar en esta misión, a menudo arriesgada y anónima. Arriesgada también para los laicos, mucho, pero también para los religiosos. ¡Es arriesgada dentro de la congregación porque te miran mal! Las monjas dicen que sí. Es arriesgada, pero hay que seguir adelante. Es anónima pero precisamente por eso, prueba irrefutable de vuestra gratuidad A través de la intercesión de Santa Josefina Bakhita, reducida a la esclavitud de niña, vendida y comprada, pero luego liberada y “florecida” en plenitud como hija de Dios, rezo por vosotros, invoco abundantes bendiciones para todos vosotros y para aquellos que están comprometidos en la lucha contra la trata. Os aseguro mi recuerdo en la oración. Rezo por vosotros Y por favor, vosotros, no os olvidéis de rezar por mí.