21 febrero 2017 | Discurso del Santo Padre, Discursos

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN EL FORO INTERNACIONAL SOBRE «MIGRACIONES Y PAZ»

[…] De hecho, no es posible leer los actuales desafíos de los movimientos migratorios contemporáneos y de la construcción de la paz sin incluir el binomio “desarrollo e integración”: con este fin he querido instituir el dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, dentro del cual una sección se ocupa específicamente de lo que concierte a los migrantes, los refugiados y las víctimas de la trata.
Las migraciones en sus distintas formas, no representan realmente un nuevo fenómeno en la historia de la humanidad. Estas han marcado profundamente cada época, favoreciendo el encuentro de los pueblos y el nacimiento de nuevas civilizaciones. En su esencia, migrar es expresión del anhelo intrínseco a la felicidad precisamente de cada ser humano, felicidad que es buscada y perseguida. Para nosotros cristianos, toda la vida terrena es un caminar hacia la patria celeste. El inicio de este tercer milenio es fuertemente caracterizado por los movimientos migratorios que, en términos de origen, tránsito y destino, afectan prácticamente a cada lugar de la tierra. Lamentablemente, en gran parte de los casos, se trata de movimientos forzados, causados por conflictos, desastres naturales, persecuciones, cambios climáticos, violencias, pobreza extrema y condiciones de vida indignas: «es impresionante el número de personas que emigra de un continente a otro, así como de aquellos que se desplazan dentro de sus propios países y de las propias zonas geográficas. Los flujos migratorios contemporáneos constituyen el más vasto movimiento de personas, incluso de pueblos, de todos los tiempos»[1]. Ante de este escenario complejo, siento el deber de expresar una preocupación particular por la naturaleza forzosa de muchos flujos migratorios contemporáneos, que aumenta los desafíos planteados a la comunidad política, a la sociedad civil y a la Iglesia y pide responder aún más urgentemente a tales desafíos de manera coordinada y eficaz. Nuestra respuesta común se podría articular entorno a cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar. Acoger. «Hay un tipo de rechazo que nos afecta a todos, que nos lleva a no ver al prójimo como a un hermano al que acoger, sino a dejarlo fuera de nuestro horizonte personal de vida, a transformarlo más bien en un adversario, en un súbdito al que dominar»[2]. Frente a este tipo de rechazo, enraizado en último lugar, en el egoísmo y amplificado por demagogias populistas, urge un cambio de actitud, para superar la indiferencia y anteponer a los temores una generosa actitud de acogida hacia aquellos que llaman a nuestras puertas. Por los que huyen de guerras y persecuciones terribles, a menudo atrapados en las garras de organizaciones criminales sin escrúpulos, es necesario abrir canales humanitarios accesibles y seguros. Una acogida responsable y digna de estos hermanos y hermanas nuestras empieza por su primera ubicación es espacios adecuados y decorosos. Los grandes asentamientos de solicitantes y refugiados no han dado resultados positivos, generando más bien nuevas situaciones de vulnerabilidad y de malestar. Los programas de acogida difundida, ya iniciados en diferentes localidades, parecen sin embargo facilitar el encuentro personal, permitir una mejor calidad de los servicios y ofrecer mayores garantías de éxito.
Proteger. Mi predecesor, el Papa Benedicto, puso en evidencia que la experiencia migratoria hace a menudo a las personas más vulnerables a la explotación, al abuso y a la violencia[3]. Hablamos de millones de trabajadores y trabajadoras migrantes —y entre estos particularmente los que están en situación irregular—, de refugiados y solicitantes de asilo, de víctimas de la trata. La defensa de sus derechos inalienables, la garantía de las libertades fundamentales y el respeto de su dignidad son tareas de las que nadie se puede eximir. Proteger a estos hermanos y hermanas es un imperativo moral para traducir adoptando instrumentos jurídicos, internacionales y nacionales, claros y pertinentes; cumpliendo elecciones políticas justas y con visión de futuro; prefiriendo procesos constructivos, quizá más lentos, para un consenso inmediato; realizando programas tempestivos y humanizadores en la lucha contra los “traficantes de carne humana” que se lucran con las desventuras de otros; coordinando los esfuerzos de todos los actores, entre los cuales, podéis estar seguros, estará siempre la Iglesia.
Promover. Proteger no basta, es necesario promover el desarrollo humano integral de migrantes, refugiados y desplazados, que «este desarrollo se lleva a cabo mediante el cuidado de los inconmensurables bienes de la justicia, la paz y la protección de la creación[4]. El desarrollo, según la doctrina social de la Iglesia[5], es un derecho innegable de cada ser humano. Como tal, debe ser garantizado asegurando las condiciones necesarias para el ejercicio, tanto en la esfera individual como en la social, dando a todos un ecuo acceso a los bienes fundamentales y ofreciendo posibilidad de elección y de crecimiento. También en esto es necesaria una acción coordinada y providente de todas las fuerzas en juego: de la comunidad política a la sociedad civil, de las organizaciones internacionales a las instituciones religiosas. La promoción humana de los migrantes y de sus familias comienza por las comunidades de origen, allí donde debe ser garantizado, junto al derecho a emigrar, también el derecho a no emigrar[6], es decir el derecho de encontrar en la patria condiciones que permiten una realización digna de la existencia. Con tal fin son animados los esfuerzos que llevan a la realización de programas de cooperación internacional desvinculados de intereses de parte y de desarrollo transnacional en los que los migrantes están implicados como protagonistas
Integrar. La integración, que no es ni asimilación ni incorporación, es un proceso bidireccional, que se funda esencialmente sobre el mutuo reconocimiento de la riqueza cultural del otro: no es aplanamiento de una cultura sobre la otra, y tampoco aislamiento recíproco, con el riesgo de nefastas y peligrosas “guetizaciones”.
Por lo que se refiere a quien llega y no debe cerrarse a la cultura y a las tradiciones del país que les acoge, respetando sobre todo las leyes, no se debe descuidar en absoluto la dimensión familiar del proceso de integración: por eso siento el deber de subrayar la necesidad, varias veces evidenciada por el Magisterio[7], de políticas aptas para favorecer y privilegiar las reunificaciones familiares. Por lo que se refiere a las poblaciones autóctonas, estas deben ser ayudadas, sensibilizándolas adecuadamente y disponiéndolas positivamente a los procesos de integración, no siempre sencillos e inmediatos, pero siempre esenciales e imprescindibles para el futuro. Por esto son necesarios también programas específicos, que favorezcan el encuentro significativo con el otro. Para la comunidad cristiana, además, la integración pacífica de personas de varias culturas es, de alguna manera, también un reflejo de su catolicidad, ya que la unidad que no anula las diferencias étnicas y culturales constituye una dimensión de la vida de la Iglesia, que en el Espíritu de Pentecostés está abierta y desea abrazar a todos[8].
Creo que conjugar estos cuatro verbos, en primera persona del singular y en primer persona del plural, represente hoy un deber, un deber en lo relacionado con los hermanos y hermanas que, por diferentes razones, están forzados a dejar el propio lugar de origen: un deber de justicia, de civilización y de solidaridad. En primer lugar, un deber de justicia. Ya no son sostenibles las inaceptables desigualdades económicas, que impiden poner en práctica el principio de la destinación universal de los bienes de la tierra. Estamos todos llamados a emprender procesos de compartir respetuoso, responsable e inspirados en los dictados de la justicia distributiva. «Es necesario encontrar los modos para que todos se puedan beneficiar de los frutos de la tierra, no sólo para evitar que se amplíe la brecha entre quien más tiene y quien se tiene que conformar con las migajas, sino también, y sobre todo, por una exigencia de justicia, de equidad y de respeto hacia el ser humano»[9]. No puede un grupito de individuos controlar los recursos de medio mundo. No pueden personas y pueblos enteros tener derecho a recoger solo las migajas. Y nadie puede sentirse tranquilo y dispensado de los imperativos morales que derivan de la corresponsabilidad en la gestión del planeta, una corresponsabildad varias veces reafirmada por la comunidad política internacional, así como también por el Magisterio[10]. Tal corresponsabilidad hay que interpretarla en acuerdo con el principio de subsidariedad «que otorga libertad para el desarrollo de las capacidades presentes en todos los niveles, pero al mismo tiempo exige más responsabilidad por el bien común a quien detenta más poder»[11]. Hacer justicia significa también reconciliar la historia con el presente globalizado, sin perpetuar lógicas de explotación de personas y territorios, que responden al más cínico uso del mercado, para incrementar el bienestar de pocos. Como afirmó el Papa Benedicto, el proceso de descolonización fue retrasado «tanto por nuevas formas de colonialismo y dependencia de antiguos y nuevos países hegemónicos, como por graves irresponsabilidades internas en los propios países que se han independizado»[12]. Todo esto se necesita reparar.
En segundo lugar, hay un deber de civilización. Nuestro compromiso a favor de los migrantes, de los refugiados y de los desplazados es una aplicación de esos principios y valores de acogida y fraternidad que constituyen un patrimonio común de humanidad y sabiduría de la que valerse. Tales principios y valores han sido históricamente codificados en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en numerosas convenciones y pactos internacionales. «Todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación»[13]. Hoy más que nunca es necesario reafirmar la centralidad de la persona humana, sin permitir que condiciones contingentes y accesorias, como también el necesario cumplimiento de requisitos burocráticos o administrativos, ofusquen la dignidad esencial. Como declaró san Juan Pablo II, «la condición de irregularidad legal no permite menoscabar la dignidad del emigrante, el cual tiene derechos inalienables, que no pueden violarse ni desconocerse»[14]. Para deber de civilización se recupera también el valor de la fraternidad, que se funda en la nativa constitución relacional de ser humano: «La viva conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver y a tratar a cada persona como una verdadera hermana y un verdadero hermano; sin ella, es imposible la construcción de una sociedad justa, de una paz estable y duradera»[15]. La fraternidad es el modo más civil de relacionarse con la presencia del otro, la cual no amenaza, sino que interroga, reafirmar y enriquece nuestra identidad individual[16].
Hay, finalmente, un deber de solidaridad. Frente a las tragedias que “marcan a fuego” la vida de tantos migrantes y refugiados —guerras, persecuciones, abusos, violencias, muerte—, no pueden evitar brotar sentimientos espontáneos de empatía y compasión. “¿Dónde está tu hermano? (cf Génesis 4, 9): esta pregunta, que Dios hace al hombre desde los orígenes, nos atañe, hoy especialmente respecto a los hermanos y hermanas que migran: «no es una pregunta dirigida a otros, es una pregunta dirigida a mí, a ti, a cada uno de nosotros»[17]. La solidaridad nace precisamente de la capacidad de comprender las necesidades del hermano y de la hermana en dificultad y de hacerse cargo de ello. Sobre esto, en sustancia, se funda el valor sagrado de la hospitalidad, presente en las tradiciones religiosas. Para nosotros cristianos, la hospitalidad ofrecida al forastero necesitado de refugio es ofrecida a Jesucristo mismo, identificado en el extranjero: «era forastero y me acogisteis» (Mateo 25, 35). Es deber de solidaridad contrastar la cultura del descarte y nutrir mayor atención por los más débiles, pobres y vulnerables. Por eso «se necesita por parte de todos un cambio de actitud hacia los inmigrantes y los refugiados, el paso de una actitud defensiva y recelosa, de desinterés o de marginación –que, al final, corresponde a la “cultura del rechazo”— a una actitud que ponga como fundamento la “cultura del encuentro”, la única capaz de construir un mundo más justo y fraterno, un mundo mejor»[18].
En conclusión de esta reflexión, permitidme llamar la atención sobre un grupo particularmente vulnerable entre los migrantes, desplazados y refugiados que estamos llamados a acoger, proteger, promover e integrar. Me refiero a los niños y a los adolescentes que son forzados a vivir lejos de su tierra de origen y separados de los afectos familiares. A ellos he dedicado el último Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, subrayando cómo «centrarse en la protección, la integración y en soluciones estables»[19]. […]