13 enero 2014 | Discurso del Santo Padre, Discursos

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE

Sala Regia

[…] Con esta confianza, deseo mirar al año que nos espera. No dejo, por tanto, de esperar que se acabe finalmente el conflicto en Siria. La solicitud por esa querida población y el deseo de que no se agravara la violencia me llevaron en el mes de septiembre pasado a convocar una jornada de ayuno y oración. Por vuestro medio, agradezco de corazón a las autoridades públicas y a las personas de buena voluntad que en vuestros países se asociaron a esa iniciativa. Se necesita una renovada voluntad política de todos para poner fin al conflicto. En esa perspectiva, confío en que la Conferencia «Ginebra 2», convocada para el próximo 22 de enero, marque el comienzo del deseado camino de pacificación. Al mismo tiempo, es imprescindible que se respete plenamente el derecho humanitario. No se puede aceptar que se golpee a la población civil inerme, sobre todo a los niños. Animo, además, a todos a facilitar y garantizar, de la mejor manera posible, la necesaria y urgente asistencia a gran parte de la población, sin olvidar el encomiable esfuerzo de aquellos países, sobre todo el Líbano y Jordania, que con generosidad han acogido en sus territorios a numerosos prófugos sirios. […]

[…] También en otras partes de África, los cristianos están llamados a dar testimonio del amor y la misericordia de Dios. No hay que dejar nunca de hacer el bien, aún cuando resulte arduo y se sufran actos de intolerancia, por no decir de verdadera y propia persecución. En grandes áreas de Nigeria no se detiene la violencia y se sigue derramando mucha sangre inocente. Mi pensamiento se dirige especialmente a la República Centroafricana, donde la población sufre a causa de las tensiones que el país atraviesa y que repetidamente han sembrado destrucción y muerte. Aseguro mi oración por las víctimas y los numerosos desplazados, obligados a vivir en condiciones de pobreza, y espero que la implicación de la Comunidad internacional contribuya al cese de la violencia, al restablecimiento del estado de derecho y a garantizar el acceso de la ayuda humanitaria también a las zonas más remotas del país. La Iglesia católica por su parte seguirá asegurando su propia presencia y colaboración, esforzándose con generosidad para procurar toda ayuda posible a la población y, sobre todo, para reconstruir un clima de reconciliación y de paz entre todas las partes de la sociedad. Reconciliación y paz son una prioridad fundamental también en otras partes del continente africano. Me refiero especialmente a Malí, donde incluso se observa el positivo restablecimiento de las estructuras democráticas del país, como también a Sudán del Sur, donde, por el contrario, la inestabilidad política del último período ha provocado ya muchos muertos y una nueva emergencia humanitaria. […]

[…] La paz además se ve herida por cualquier negación de la dignidad humana, sobre todo por la imposibilidad de alimentarse de modo suficiente. No nos pueden dejar indiferentes los rostros de cuantos sufren el hambre, sobre todo los niños, si pensamos a la cantidad de alimento que se desperdicia cada día en muchas partes del mundo, inmersas en la que he definido en varias ocasiones como la «cultura del descarte». Por desgracia, objeto de descarte no es sólo el alimento o los bienes superfluos, sino con frecuencia los mismos seres humanos, que vienen «descartados» como si fueran «cosas no necesarias». Por ejemplo, suscita horror sólo el pensar en los niños que no podrán ver nunca la luz, víctimas del aborto, o en los que son utilizados como soldados, violentados o asesinados en los conflictos armados, o hechos objeto de mercadeo en esa tremenda forma de esclavitud moderna que es la trata de seres humanos, y que es un delito contra la humanidad.
No podemos ser insensibles al drama de las multitudes obligadas a huir por la carestía, la violencia o los abusos, especialmente en el Cuerno de África y en la Región de los Grandes Lagos. Muchos de ellos viven como prófugos o refugiados en campos donde no vienen considerados como personas sino como cifras anónimas. Otros, con la esperanza de una vida mejor, emprenden viajes aventurados, que a menudo terminan trágicamente. Pienso de modo particular en los numerosos emigrantes que de América Latina se dirigen a los Estados Unidos, pero sobre todo en los que de África o el Oriente Medio buscan refugio en Europa.
Permanece todavía viva en mi memoria la breve visita que realicé a Lampedusa, en julio pasado, para rezar por los numerosos náufragos en el Mediterráneo. Por desgracia hay una indiferencia generalizada frente a semejantes tragedias, que es una señal dramática de la pérdida de ese «sentido de la responsabilidad fraterna»,[9] sobre el que se basa toda sociedad civil. En aquella circunstancia, sin embargo, pude constatar también la acogida y dedicación de tantas personas. Deseo al pueblo italiano, al que miro con afecto, también por las raíces comunes que nos unen, que renueve su encomiable compromiso de solidaridad hacia los más débiles e indefensos y, con el esfuerzo sincero y unánime de ciudadanos e instituciones, venza las dificultades actuales, encontrando el clima de constructiva creatividad social que lo ha caracterizado ampliamente. […]