Excelencias, señoras y señores: Un nuevo año se abre delante de nosotros y, como el llanto de un niño recién nacido, nos invita a la alegría y a asumir una actitud de esperanza. Quisiera que esta palabra —esperanza—, que para los cristianos es una virtud fundamental, anime la mirada con la que nos adentramos en el tiempo que nos aguarda. Ciertamente, esperar exige realismo. Requiere ser conscientes de las numerosas cuestiones que afligen nuestra época y de los desafíos que se vislumbran en el horizonte. Exige que se llame a los problemas por su nombre y que se tenga el valor de afrontarlos. Demanda no olvidar que la comunidad humana lleva los signos y las heridas de las guerras que se han producido a lo largo del tiempo, con una capacidad destructiva cada vez mayor, y que no dejan de afectar especialmente a los más pobres y a los más débiles. Desgraciadamente, el año nuevo no parece estar marcado por signos alentadores, sino por una intensificación de las tensiones y la violencia. Es precisamente a la luz de estas circunstancias que no podemos dejar de esperar. Y esperar exige valentía. Pide tener la conciencia de que el mal, el sufrimiento y la muerte no prevalecerán y que incluso las cuestiones más complejas pueden y deben ser afrontadas y resueltas. La esperanza «es la virtud que nos pone en camino, nos da alas para avanzar, incluso cuando los obstáculos parecen insuperables». Con este ánimo, os acojo hoy, estimados Embajadores, para desearos lo mejor para el año nuevo. Agradezco de manera especial al Decano del Cuerpo Diplomático, el Excmo. señor George Poulides, Embajador de Chipre, por las cordiales palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros y os agradezco vuestra presencia, tan numerosa y significativa, como también el compromiso que cada día dedicáis para consolidar las relaciones que unen a la Santa Sede con vuestros países y las Organizaciones internacionales en beneficio de la convivencia pacífica entre los pueblos. La paz y el desarrollo humano integral son de hecho el objetivo principal de la Santa Sede en el ámbito de su tarea diplomática. A ella se orientan los esfuerzos de la Secretaría de Estado y de los Dicasterios de la Curia Romana, como además los de los Representantes Pontificios, a los que agradezco por la dedicación con la que cumplen la doble misión que les ha sido encomendada: representar al Papa ante las Iglesias locales como también ante vuestros Gobiernos. En esa perspectiva se sitúan también los Acuerdos de carácter general, firmados o ratificados en el curso del año que acaba de concluir, con la República del Congo, la querida República Centroafricana, Burkina Faso y Angola, como además el Acuerdo entre la Santa Sede y la República Italiana para la aplicación de la Convención de Lisboa sobre el reconocimiento de los títulos de estudio concernientes a la enseñanza superior en la región europea. También los Viajes Apostólicos que, además de ser un camino privilegiado por el que el Sucesor del apóstol Pedro confirma a los hermanos en la fe, son una ocasión para favorecer el diálogo en el ámbito político y religioso. En el 2019 tuve la oportunidad de visitar diferentes realidades significativas. Quisiera recorrer con vosotros las etapas que realicé, aprovechando la ocasión para dar una mirada más amplia sobre algunas cuestiones problemáticas de nuestro tiempo. Al inicio del año pasado, con motivo de la XXXIV Jornada Mundial de la Juventud, encontré en Panamá a jóvenes provenientes de los cinco continentes, llenos de sueños y esperanzas, reunidos allí para rezar y reavivar el deseo y el compromiso de crear un mundo más humano. Encontrar a los jóvenes es siempre una alegría y una gran motivación. Ellos son el futuro y la esperanza de nuestras sociedades, y también el presente. Sin embargo, como es tristemente conocido, no pocos adultos, entre los que se cuentan varios miembros del clero, fueron responsables de delitos gravísimos contra la dignidad de los jóvenes, niños y adolescentes, violando su inocencia y su intimidad. Se trata de crímenes que ofenden a Dios, causan daños físicos, psicológicos y espirituales a las víctimas y lesionan la vida de comunidades enteras. Después del encuentro con los episcopados de todo el mundo, que convoqué en el Vaticano el pasado mes de febrero, la Santa Sede renueva su compromiso para que se investiguen los abusos cometidos y se asegure la protección de los menores, a través de un amplio espectro de normas que consientan afrontar dichos casos en el ámbito del derecho canónico y a través de la colaboración con las autoridades civiles, a nivel local e internacional. Ante heridas tan graves, resulta todavía más urgente que los adultos no depongan la tarea educativa que les compete, más aún, que se hagan cargo de dicho compromiso con mayor dedicación, para conducir a los jóvenes a la madurez espiritual, humana y social. Por esta razón, deseo promover un evento mundial el próximo 14 de mayo, que tendrá como tema: Reconstruir el pacto educativo global. Se trata de un encuentro dirigido a «reavivar el compromiso por y con las jóvenes generaciones, renovando la pasión por una educación más abierta e incluyente, capaz de la escucha paciente, del diálogo constructivo y de la mutua comprensión. Hoy más que nunca, es necesario unir los esfuerzos por una alianza educativa amplia para formar personas maduras, capaces de superar fragmentaciones y contraposiciones y reconstruir el tejido de las relaciones por una humanidad más fraterna». Todo cambio, como el de época que estamos viviendo, pide un camino educativo, la constitución de una aldea de la educación que cree una red de relaciones humanas y abiertas. Dicha aldea debe poner a la persona en el centro, favorecer la creatividad y la responsabilidad para unos proyectos de larga duración y formar personas disponibles para ponerse al servicio de la comunidad. Por tanto, es necesario un concepto de educación que abrace la amplia gama de experiencias de vida y de procesos de aprendizaje y que consienta a los jóvenes desarrollar su personalidad de manera individual y colectiva. La educación no termina en las aulas de las escuelas o de las universidades, sino que se afirma principalmente respetando y reforzando el derecho primario de la familia a educar, y el derecho de las Iglesias y de los entes sociales a sostener y colaborar con las familias en la educación de los hijos. Educar exige entrar en un diálogo sincero y leal con los jóvenes. Ante todo, ellos son quienes nos interpelan sobre la urgencia de esa solidaridad intergeneracional, que desgraciadamente ha desaparecido en los últimos años. En efecto, hay una tendencia en muchas partes del mundo a encerrarse en sí mismos, a proteger los derechos y los privilegios adquiridos, a concebir el mundo dentro de un horizonte limitado que trata con indiferencia a los ancianos y, sobre todo, que no ofrece más espacio a la vida naciente. El envejecimiento general de una parte de la población mundial, especialmente en Occidente, es la triste y emblemática representación de todo esto. Si bien por un lado no debemos olvidar que los jóvenes esperan la palabra y el ejemplo de los adultos, al mismo tiempo hemos de tener presente que ellos tienen mucho que ofrecer con su entusiasmo, con su compromiso y con su sed de verdad, a través de la que nos recuerdan constantemente que la esperanza no es una utopía y la paz es un bien siempre posible. Lo hemos visto en el modo con el que muchos jóvenes se están comprometiendo para sensibilizar a los líderes políticos sobre la cuestión del cambio climático. El cuidado de nuestra casa común debe ser una preocupación de todos y no el objeto de una contraposición ideológica entre las diferentes visiones de la realidad, ni mucho menos entre las generaciones, porque «en contacto con la naturaleza —como nos recordaba Benedicto XVI—, la persona recobra su justa dimensión, se redescubre criatura, pequeña pero al mismo tiempo única, “capaz de Dios” porque interiormente está abierta al Infinito». Por tanto, la protección del lugar que el Creador nos dio para vivir no puede descuidarse, ni reducirse a una problemática elitista. Los jóvenes nos dicen que no puede ser así, porque existe un desafío urgente, a todos los niveles, de proteger nuestra casa común y «unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral». Ellos nos reclaman la urgencia de una conversión ecológica, que «debe entenderse de manera integral, como una transformación de las relaciones que tenemos con nuestros hermanos y hermanas, con los otros seres vivos, con la creación en su variedad tan rica, con el Creador que es el origen de toda vida». Lamentablemente, la urgencia de esta conversión ecológica parece no ser acogida por la política internacional, cuya respuesta a las problemáticas planteadas por cuestiones globales, como la del cambio climático, es todavía muy débil y fuente de gran preocupación. La XXV Sesión de la Conferencia de los Estados Parte de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP25), celebrada en Madrid el pasado mes de diciembre, representa una seria llamada de atención sobre la voluntad de la Comunidad internacional para afrontar con sabiduría y eficacia el fenómeno del calentamiento global, que requiere una respuesta colectiva, capaz de hacer prevalecer el bien común sobre los intereses particulares. Estas consideraciones dirigen nuestra atención hacia América Latina, de modo particular a la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para la región amazónica, realizada en el Vaticano el pasado mes de octubre. El Sínodo fue un evento esencialmente eclesial, promovido por la voluntad de ponerse a la escucha de las esperanzas y de los desafíos de la Iglesia en la Amazonia y de abrir nuevos caminos al anuncio del Evangelio al Pueblo de Dios, especialmente a las poblaciones indígenas. Por tanto, la Asamblea sinodal no podía eximirse de tocar, desde la ecología integral, también otras temáticas, que tienen que ver con la vida misma de esa región, tan grande e importante para todo el mundo, porque «la selva amazónica es un “corazón biológico” para la tierra cada vez más amenazada». Además de la situación en la región amazónica, suscita preocupación la multiplicación de crisis políticas que se van extendiendo en numerosos países del continente americano, con tensiones e insólitas formas de violencia que empeoran los conflictos sociales y generan graves consecuencias socioeconómicas y humanitarias. Las polarizaciones, cada vez más fuertes, no ayudan a resolver los auténticos y urgentes problemas de los ciudadanos, sobre todo de los más pobres y vulnerables, y mucho menos lo logra la violencia, que por ningún motivo puede ser adoptada como instrumento para afrontar las cuestiones políticas y sociales. En este contexto, quiero recordar especialmente a Venezuela, para que continúe presente el compromiso de la búsqueda de soluciones. En general, los conflictos de la región americana, aun cuando tienen raíces diferentes, están acomunados por profundas desigualdades, por injusticias y por la corrupción endémica, así como por las diversas formas de pobreza que ofenden la dignidad de las personas. Por tanto, es necesario que los líderes políticos se esfuercen por restablecer con urgencia una cultura del diálogo para el bien común y para reforzar las instituciones democráticas y promover el respeto del estado de derecho, con el fin de prevenir las desviaciones antidemocráticas, populistas y extremistas. En mi segundo viaje de 2019, fui a los Emiratos Árabes Unidos, primera visita de un Sucesor de Pedro a la Península Arábiga. En Abu Dabi firmé, con el gran Imán de Al-Azhar Ahmad al-Tayyeb, el Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común. Se trata de un texto importante, dirigido a favorecer la mutua comprensión entre cristianos y musulmanes, y la convivencia en sociedades cada vez más multiétnicas y multiculturales, ya que en la firme condena del uso del «nombre de Dios para justificar actos de homicidio, exilio, terrorismo y opresión», recuerda la importancia del concepto de ciudadanía, que «se basa en la igualdad de derechos y deberes bajo cuya protección todos disfrutan de la justicia». Esto exige el respeto de la libertad religiosa y que haya un compromiso para renunciar al uso discriminatorio de la palabra minorías, que trae consigo las semillas del sentirse aislados y de la inferioridad, y prepara el terreno para la hostilidad y la discordia, excluyendo a los ciudadanos en base a su pertenencia religiosa. Con este fin, es particularmente importante formar a las generaciones futuras en el diálogo interreligioso, como vía principal para el conocimiento, la comprensión y el respaldo recíproco entre los miembros de diversas religiones. Paz y esperanza estuvieron también en el centro de mi visita a Marruecos, donde firmé con Su Majestad el Rey Mohamed VI un llamamiento conjunto sobre Jerusalén, «reconociendo la singularidad y la sacralidad de Jerusalén / Al Qods Acharif, y teniendo en cuenta su significado espiritual y su vocación peculiar como Ciudad de Paz». Y desde Jerusalén, ciudad amada por los fieles de las tres religiones monoteístas, que está llamada a ser un lugar símbolo de encuentro y de coexistencia pacífica, en el que se cultivan el respeto recíproco y el diálogo, mi pensamiento no puede dejar de ir a toda la Tierra Santa, para recordar la urgencia de que la Comunidad internacional entera, con valentía y sinceridad, y en el respeto del derecho internacional, confirme de nuevo su compromiso de sostener el proceso de paz israelí-palestino. Un compromiso más asiduo y eficaz por parte de la Comunidad internacional es ahora más urgente que nunca también en otras partes del área mediterránea y de Oriente Medio. Me refiero en primer lugar al manto de silencio que intenta cubrir la guerra que ha destruido Siria durante este decenio. Es particularmente urgente encontrar soluciones adecuadas y con amplitud de miras que permitan al querido pueblo sirio, exhausto por la guerra, reencontrar la paz y comenzar la reconstrucción del país. La Santa Sede acepta favorablemente cualquier iniciativa destinada a poner las bases para la resolución del conflicto y expresa una vez más su gratitud a Jordania y al Líbano por haber acogido y hacerse cargo, con no pocos sacrificios, de miles de refugiados sirios. Por desgracia, además de las fatigas provocadas por la acogida, otros factores de incertidumbre económica y política, tanto en Líbano como en otros Estados, están provocando tensiones entre la población, poniendo ulteriormente en riesgo la frágil estabilidad de Oriente Medio. De modo particular, son preocupantes las señales que llegan de toda la región, después del aumento de la tensión entre Irán y los Estados Unidos y que amenazan poner en riesgo ante todo el lento proceso de reconstrucción de Irak, como también crear las bases de un conflicto a mayor escala que todos desearíamos poder evitar. Por lo tanto, renuevo mi llamamiento para que todas las partes interesadas eviten el aumento de la confrontación y mantengan «encendida la llama del diálogo y del autocontrol», en el pleno respeto de la legalidad internacional. Mi pensamiento va también al Yemen, que vive una de las más graves crisis humanitarias de la historia reciente, en un clima de indiferencia general por parte de la Comunidad internacional, y a Libia, que desde hace muchos años experimenta una situación de conflicto, agravada por las incursiones de grupos extremistas y una nueva escalada de violencia en los últimos días. Dicho contexto es terreno fértil para el flagelo de la explotación y del tráfico de seres humanos, que es alimentado por personas carentes de escrúpulos, que explotan la pobreza y el sufrimiento de los que huyen de situaciones de conflicto o de la pobreza extrema. Entre estos, muchos terminan presa de auténticas mafias que los retienen en condiciones deshumanas y degradantes, y los hacen objeto de torturas, violencias sexuales, extorsiones. En general, es necesario recordar que en el mundo hay varios miles de personas, con legítimas peticiones de asilo y necesidades humanitarias y de protección probada, que no son identificadas adecuadamente. Muchas arriesgan su vida en viajes peligrosos por tierra y sobre todo por mar. Se continúa constatando con dolor que el mar Mediterráneo sigue siendo un gran cementerio. Por tanto, es cada vez más urgente que todos los Estados se hagan cargo de la responsabilidad de encontrar soluciones duraderas. Por su parte, la Santa Sede mira con gran esperanza los esfuerzos realizados por numerosos países para compartir el peso de la reubicación y procurar a los desplazados, en particular a causa de las emergencias humanitarias, un lugar seguro donde vivir, una educación, así como la posibilidad de trabajar y de reunirse con sus familias. Queridos Embajadores: En los viajes del pasado año tuve la oportunidad de visitar también tres países de Europa del este, en primer lugar, Bulgaria y Macedonia del Norte y, en un segundo momento, Rumanía. Se trata de tres países diferentes entre sí, pero unidos por el hecho de haber sido durante siglos puentes entre Oriente y Occidente, y encrucijadas de culturas, etnias y civilizaciones diferentes. Visitándolos, pude experimentar una vez más qué importante es el diálogo y la cultura del encuentro para construir sociedades pacíficas en las que cada uno pueda expresar libremente su propia pertenencia étnica y religiosa. Permaneciendo en el contexto europeo, quisiera recordar la importancia de apoyar el diálogo y el respeto por la legalidad internacional para resolver los “conflictos congelados” que persisten en el continente, algunos de estos ya desde hace décadas, y que requieren una solución, comenzando por las situaciones relacionadas con los Balcanes occidentales y el Cáucaso meridional, incluida Georgia. Desde aquí, me gustaría manifestar además el estímulo de la Santa Sede ante las negociaciones para la reunificación de Chipre, que aumentarían la cooperación regional, promoviendo la estabilidad de toda el área mediterránea, como también el aprecio por los intentos dirigidos a resolver el conflicto en la parte oriental de Ucrania y poner fin al sufrimiento de la población. El diálogo —y no las armas— es el instrumento esencial para resolver las controversias. A este respecto, deseo mencionar en esta sede la contribución ofrecida, por ejemplo, en Ucrania por la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), especialmente en este año en el que se celebra el 45 aniversario del Acta final de Helsinki, que concluyó la Conferencia sobre la Seguridad y sobre la Cooperación en Europa (CSCE), iniciada en 1973 para favorecer la distensión y la colaboración entre los países de Europa occidental y de Europa oriental, cuando el continente estaba todavía dividido por el telón de acero. Fue una etapa importante para un proceso que inició sobre los escombros de la Segunda Guerra Mundial y que vio en el consenso y en el diálogo un instrumento esencial para resolver las divergencias. Ya en 1949, en Europa occidental, con la creación del Consejo de Europa y la sucesiva adopción de la Convención europea de los derechos humanos, se pusieron las bases del proceso de integración europea, que vieron en la Declaración del entonces Ministro de Asuntos Exteriores francés, Robert Schuman, del 9 de mayo de 1950, un pilar fundamental. Schuman afirma que «la paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creativos equiparables a los peligros que la amenazan». En los Padres fundadores de la Europa moderna había una consciencia de que el continente se podría reponer de las heridas de la guerra y de las nuevas divisiones que surgían sólo en un proceso gradual de comunión de ideales y de recursos. Desde los primeros años, la Santa Sede viene observando con interés el proyecto europeo, cuando se celebra este año el 50 aniversario de la presencia de la Santa Sede como Observador ante el Consejo de Europa, así como el establecimiento de relaciones diplomáticas con las entonces denominadas Comunidades Europeas. Se trata de un interés que busca subrayar una idea de construcción inclusiva, que está animada por un espíritu participativo y solidario, capaz de hacer de Europa un ejemplo de acogida y de equidad social en el signo de aquellos valores comunes que la sostienen. El proyecto europeo continúa siendo una garantía fundamental de desarrollo para quien forma parte de él desde hace tiempo y una oportunidad de paz, después de turbulentos conflictos y lesiones, para aquellos países que aspiran a participar. Que Europa no pierda, por tanto, el sentido de solidaridad que desde hace siglos la ha caracterizado, incluso en los momentos más difíciles de su historia. Que no pierda aquel espíritu que hunde sus raíces, entre otros, en la pietas romana y en la caritas cristiana, que tan bien describen el ánimo de los pueblos europeos. El incendio de la catedral de Notre Dame en París demostró qué frágil y fácil es destruir lo que parece más sólido. Los daños sufridos por un edificio, no sólo querido por los católicos sino significativo para toda Francia y la humanidad entera, despertó el tema de los valores históricos y culturales de Europa y de las raíces sobre las que se funda. En un contexto en el que faltan valores de referencia, es más fácil encontrar elementos de división que de cohesión. El 30 aniversario de la caída del Muro de Berlín puso ante nuestra mirada uno de los símbolos más desgarradores de la historia reciente del continente, recordándonos la facilidad de levantar barreras. El Muro de Berlín representa una cultura de la división que aleja a las personas unas de otras y abre el camino al extremismo y a la violencia. Lo vemos cada vez más en el lenguaje de odio difusamente usado en internet y en los medios de comunicación social. A las barreras del odio, nosotros preferimos los puentes de la reconciliación y de la solidaridad, a lo que aleja escogemos lo que acerca, conscientes de que «no hay paz estable […]si al mismo tiempo no cesan el odio y la enemistad mediante una reconciliación basada en la mutua caridad», como escribió hace cien años mi predecesor Benedicto XV . Queridos Embajadores: Durante el itinerario de mi viaje en África, pude ver signos de paz y de reconciliación, donde aparece evidente la alegría de quien, unido a los demás, se siente pueblo y afronta las fatigas cotidianas con espíritu generoso. Experimenté la esperanza concreta a través de numerosos gestos alentadores, a partir de los ulteriores progresos realizados en Mozambique, con la firma del Acuerdo para el cese definitivo de las hostilidades, el día 1 del pasado mes de agosto. En Madagascar, pude constatar que es posible construir seguridad donde había precariedad, ver esperanza donde se veía sólo fatalidad, vislumbrar vida donde tantos anunciaban muerte y destrucción. Para ese fin son esenciales la familia y el sentido de comunidad que consiente establecer la confianza fundamental que está en la base de toda relación humana. En Mauricio, experimenté cómo «las diferentes religiones, con sus respectivas identidades, trabajan mancomunadamente para contribuir a la paz social y recordar el valor trascendente de la vida contra todo tipo de reduccionismo». Confío que el entusiasmo que pude comprobar en el curso de este viaje siga concretizándose en gestos de acogida y en proyectos capaces de promover la justicia social, evitando dinámicas de bloqueo. Sin embargo, ampliando la mirada hacia otras partes del continente, duele constatar cómo continúan episodios de violencia contra personas inocentes, entre los que se cuentan muchos cristianos perseguidos y asesinados por su fidelidad al Evangelio, en particular en Burkina Faso, Malí, Níger y Nigeria. Exhorto a la Comunidad internacional a sostener los esfuerzos que estos países realizan en la lucha contra el terrorismo, que está ensangrentando cada vez más zonas enteras de África, así como otras regiones del mundo. A la luz de estos eventos, es necesario que se realicen estrategias que asuman intervenciones no sólo en el ámbito de la seguridad, sino también en la reducción de la pobreza, en la mejora del sistema sanitario, en el desarrollo y en la asistencia humanitaria, en la promoción del buen gobierno y de los derechos civiles. Son estos los pilares de un auténtico desarrollo social. Del mismo modo, es necesario animar las iniciativas que promueven la fraternidad entre todas las expresiones culturales, étnicas y religiosas del territorio, especialmente en el Cuerno de África, en Camerún, así como en la República Democrática del Congo, donde persiste la violencia especialmente en las regiones orientales del país. Las fricciones y las emergencias humanitarias, agravadas por las perturbaciones del clima, aumentan el número de desplazados y repercuten sobre personas que ya viven en un estado de pobreza extrema. Muchos países golpeados por estas situaciones carecen de estructuras adecuadas que permitan hacer frente a las necesidades de los desplazados. A este respecto, quisiera destacar que, lamentablemente, no existe todavía una respuesta internacional coherente para afrontar el fenómeno del desplazamiento interno, debido en gran parte a que el mismo no tiene una definición internacional concordada, puesto que acontece dentro de los límites nacionales. Como consecuencia, los desplazados internos no siempre reciben la protección que merecen y dependen de la capacidad de respuesta y de las políticas del Estado en el que se encuentran. Recientemente, fue puesto en marcha el trabajo del Panel de Alto Nivel de las Naciones Unidas sobre desplazamiento interno, que espero pueda favorecer la atención y el respaldo global de los desplazados con el desarrollo de orientaciones concretas. En tal prospectiva, miro también a Sudán, con el deseo de que sus ciudadanos puedan vivir en paz y en prosperidad, y colaborar con el crecimiento democrático y económico del país; a la República Centroafricana, donde, en el pasado mes de febrero, se firmó un Acuerdo global para poner fin a más de cinco años de guerra civil; y a Sudán del Sur, que espero poder visitar durante este año y al que dediqué un día de retiro el pasado mes de abril con la presencia de los líderes del país y la preciosa contribución del Arzobispo de Canterbury, Su Excelencia Justin Welby, y del exModerador de la Iglesia presbiteriana de Escocia, el Reverendo John Chalmers. Confío que, con la ayuda de la Comunidad internacional, quienes tienen responsabilidades políticas continúen el diálogo para llevar a cabo los acuerdos alcanzados. El último viaje de este año que acaba de concluir fue en Asia oriental. En Tailandia pude constatar la armonía que aportan los numerosos grupos étnicos que constituyen el país, con su diversidad filosófica, cultural y religiosa. Se trata de una llamada importante en el actual contexto de globalización que tiende a aplanar las diferencias y considerarlas primariamente en términos económico-financieros, con el riesgo de cancelar las notas esenciales que caracterizan los diferentes pueblos. Finalmente, en Japón pude constatar el dolor y el horror que somos capaces de infringirnos como seres humanos. Escuchando los testimonios de algunos Hibakusha, los sobrevivientes de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, me pareció evidente que no se puede construir una verdadera paz sobre la amenaza de una posible aniquilación total de la humanidad provocada por las armas nucleares. Los Hibakusha «mantienen hoy viva la llama de la conciencia colectiva, testificando a las generaciones venideras el horror de lo que sucedió en agosto de 1945 y el sufrimiento indescriptible que continúa hasta nuestros días. Su testimonio despierta y preserva de esta manera el recuerdo de las víctimas, para que la conciencia humana se fortalezca cada vez más contra todo deseo de dominación y destrucción», especialmente la ocasionada por artefactos con tan alto potencial destructivo, como las armas nucleares. Estas no sólo favorecen un clima de miedo, desconfianza y hostilidad, sino que destruyen la esperanza. Su uso es inmoral, «un crimen, no sólo contra el hombre y su dignidad sino contra toda posibilidad de futuro en nuestra casa común». Un mundo «sin armas nucleares es posible y necesario», y es preciso que quienes tienen responsabilidades políticas tomen plena conciencia de esto, porque no es la posesión disuasiva de potentes medios de destrucción de masa lo que hace al mundo más seguro, sino más bien el trabajo paciente de todas las personas de buena voluntad que se dedican concretamente, cada cual en su propio ámbito, a edificar un mundo de paz, solidaridad y respeto recíproco. El año 2020 ofrece una oportunidad importante en esta dirección, porque desde el 27 de abril al 22 de mayo se desarrollará en Nueva York la X Conferencia de las Partes encargada del Examen del Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares. Deseo vivamente que en esa ocasión la Comunidad internacional consiga encontrar un consenso final y proactivo sobre las modalidades de actuación de este instrumento jurídico internacional, que se percibe aún más importante en un momento como el actual. Al terminar la revisión de los lugares en los que estuve a lo largo del año apenas concluido, quiero dirigir un pensamiento particular a un país que no he visitado: Australia, azotado fuertemente durante los últimos meses por incendios persistentes, cuyos efectos han alcanzado también otras regiones de Oceanía. Al pueblo australiano, especialmente a las víctimas y a quienes se encuentran en las regiones afectadas por el fuego, deseo asegurar mi cercanía y mi oración. Excelencias, señoras y señores: Este año, la Comunidad internacional recuerda el 75 aniversario de la fundación de las Naciones Unidas. A continuación de las tragedias experimentadas en las dos guerras mundiales, con la Carta de las Naciones Unidas, firmada el 26 de junio de 1945, cuarenta y seis países dieron vida a una nueva forma de colaboración multilateral. Las cuatro finalidades de la Organización, delineadas en el artículo 1 de la Carta, permanecen todavía válidas hoy y podemos decir que el compromiso de las Naciones Unidas en estos 75 años ha sido en gran parte un éxito, especialmente al evitar otra guerra mundial. Los principios fundacionales de la Organización —el deseo de la paz, la búsqueda de la justicia, el respeto de la dignidad de la persona, la cooperación humanitaria y la asistencia— expresan las justas aspiraciones del espíritu humano y constituyen los ideales que deberían regir las relaciones internacionales. En este aniversario, queremos reafirmar el propósito de toda la familia humana a trabajar por el bien común, como criterio de orientación de la acción moral y prospectiva que debe comprometer a cada país en la colaboración para garantizar la existencia y la seguridad de la paz en cada Estado, con un espíritu de igual dignidad y de efectiva solidaridad, en el ámbito de un ordenamiento jurídico fundado sobre la justicia y sobre la búsqueda de compromisos justos. Una acción semejante será tanto más eficaz cuanto más se busque superar ese enfoque transversal, utilizado en el lenguaje y en los documentos de los organismos internacionales, que busca vincular los derechos fundamentales a las situaciones contingentes, olvidando que están intrínsecamente basados en la naturaleza misma del ser humano. Allí donde al léxico de las Organizaciones internacionales le falta un claro anclaje objetivo, se corre el riesgo de favorecer el alejamiento, en vez del acercamiento de los miembros de la Comunidad internacional, con la consecuente crisis del sistema multilateral, que es observado tristemente por todos. En este contexto, parece urgente retomar el camino hacia una reforma general del sistema multilateral, a partir del sistema onusiano, que lo hace más efectivo, teniendo en cuenta el contexto geopolítico actual. Queridos Embajadores: Al llegar a la conclusión de estas reflexiones, aún deseo mencionar dos aniversarios que se celebran este año, aparentemente ajenos a nuestro encuentro de hoy. El primero es el quinto centenario de la muerte de Rafael Sanzio, el gran artista de Urbino, que murió en Roma el 6 de abril de 1520. A Rafael le debemos un inmenso patrimonio de inestimable belleza. Como el genio del artista sabe componer armónicamente los distintos materiales, colores y sonidos para formar parte de una única obra de arte, así la diplomacia está llamada a armonizar las peculiaridades de los distintos pueblos y estados para edificar un mundo de justicia y de paz, que es el cuadro más bello que quisiéramos poder admirar. Rafael fue un hijo importante de una época, el Renacimiento, que enriqueció a toda la humanidad. Una época con muchas dificultades, pero animada por la confianza y la esperanza. Por medio de este insigne artista, quiero hacer llegar mi más sentida felicitación al pueblo italiano, al que deseo que descubra ese espíritu de apertura al futuro que caracterizó al Renacimiento e hizo posible que esta península sea tan hermosa y rica de arte, historia y cultura. Uno de los sujetos preferidos de la pintura de Rafael era María. A ella dedicó numerosos lienzos que pueden ser hoy admirados en diferentes museos del mundo. La Iglesia católica celebra este año el 70 aniversario de la proclamación de la Asunción de la Virgen María al cielo. Con la mirada en María, deseo dirigir un recuerdo particular a todas las mujeres, 25 años después de la IV Conferencia mundial de las Naciones Unidas sobre la mujer, que se celebró en Pekín en 1995, deseando que en todo el mundo se reconozca siempre más el precioso papel de las mujeres en la sociedad y cese cualquier forma de injusticia, desigualdad y violencia contra ellas. «Toda violencia infligida a la mujer es una profanación de Dios». Ejercer violencia contra una mujer o explotarla no es un simple delito, es un crimen que destruye la armonía, la poesía y la belleza que Dios quiso dar al mundo. La Asunción de María nos invita también a mirar más allá, al cumplimiento de nuestro camino terreno, al día en el que la justicia y la paz serán plenamente restablecidas. Nos sentimos así animados, a través de la diplomacia, que es nuestro intento humano, imperfecto, pero siempre precioso, a trabajar con tesón para anticipar los frutos de este deseo de paz, sabiendo que la meta es posible. Con este compromiso, renuevo a todos vosotros, queridos Embajadores y distinguidos huéspedes que se os habéis reunido hoy aquí, y a vuestros países, mis mejores deseos para un nuevo año rico de esperanza y bendiciones. Gracias.