Beatitudes,
queridos hermanos en Cristo:
He aceptado con alegría la invitación que me habéis hecho para unirme a vosotros en este día tan especial, en el que cada uno de vosotros celebra con sus fieles una Divina Liturgia para invocar del Señor el don de la paz en Oriente Medio y consagrarlo a la Sagrada Familia.
Desde el inicio de mi pontificado he tratado de estar cerca de vuestros sufrimientos, sea peregrinando a Tierra Santa, luego a Egipto, a los Emiratos Árabes Unidos y finalmente, hace unos meses, a Irak, como invitando a toda la Iglesia a rezar y a mostrar una solidaridad concreta con Siria y Líbano, tan probados por la guerra y la inestabilidad social, política y económica. Recuerdo muy bien, además el encuentro del 7 de julio de 2018 en Bari, y os doy las gracias porque con vuestra reunión de hoy estáis preparando los corazones para la convocatoria del próximo 1 de julio en el Vaticano, junto a todos los Jefes de las Iglesias de la Tierra de los Cedros.
La Sagrada Familia de Jesús, José y María, a la que habéis elegido consagrar Oriente Medio, representa bien vuestra identidad y vuestra misión. Por encima de todo, custodiaba el misterio del Hijo de Dios hecho carne, se constituía en torno a Jesús y en razón de Él. Nos lo dio María, a través de su sí al anuncio del ángel en Nazaret, José lo acogió permaneciendo incluso durante el sueño a la escucha de la voz de Dios y dispuesto a cumplir su voluntad una vez despertado. Un misterio de humildad y de despojamiento, como en el nacimiento en Belén, reconocido por los pequeños y los lejanos, pero amenazado por los que estaban más apegados al poder terrenal que al asombro por el cumplimiento de la promesa de Dios. Para custodiar al Verbo hecho carne, José y María se ponen en camino hacia Egipto, uniendo la humildad del nacimiento en Belén con la pobreza de las personas obligadas a emigrar. Sin embargo, así permanecen fieles a su vocación y anticipan, sin saberlo, el destino de exclusión y persecución que espera a Jesús adulto, que revelará, sin embargo, la respuesta del Padre en la mañana de Pascua.
La consagración a la Sagrada Familia convoca también a cada uno de vosotros a redescubrir como individuos y como comunidad vuestra vocación de ser cristianos en Oriente Medio, no sólo pidiendo el justo reconocimiento de vuestros derechos como ciudadanos originarios de esas amadas tierras, sino viviendo vuestra misión de custodios y testigos de los primeros orígenes apostólicos. En dos ocasiones, durante mi visita a Irak, utilicé la imagen de la alfombra, que las hábiles manos de los hombres y mujeres de Oriente Medio saben tejer creando geometrías precisas e imágenes preciosas, pero que son fruto del entrelazado de numerosos hilos que sólo al estar juntos se convierten en una obra maestra. Si la violencia, la envidia, la división, pueden llegar a rasgar incluso uno solo de esos hilos, el conjunto queda herido y desfigurado. En ese momento, los proyectos y acuerdos humanos poco pueden hacer si no confiamos en el poder sanador de Dios. No busquéis saciar vuestra sed en los pozos envenenados del odio, dejad que los surcos del campo de vuestros corazones los riegue el rocío del Espíritu, como hicieron los grandes santos de vuestras respectivas tradiciones: coptos, maronitas, melquitas, sirios, armenios, caldeos, latinos.
Cuántas civilizaciones y dominaciones han surgido, florecido y luego han caído, con sus obras admirables y sus conquistas: todo ha pasado. A partir de nuestro padre Abraham, la Palabra de Dios ha seguido siendo, en cambio, lámpara que ha iluminado e ilumina nuestros pasos.
Os dejo la paz, os doy mi paz, dijo el Señor resucitado a los discípulos que todavía estaban asustados en el Cenáculo después de la Pascua: agradeciéndoos también vuestro testimonio y vuestra perseverancia en la fe, os invito a vivir la profecía de la fraternidad humana, que fue el centro de mis encuentros en Abu Dhabi y Nayaf, así como de mi carta encíclica Fratelli tutti.
Sed verdaderamente la sal de vuestras tierras, dad sabor a la vida social, deseosos de contribuir a la construcción del bien común, según aquellos principios de la Doctrina Social de la Iglesia que tanto necesitan ser conocidos, como indicaba la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Medio Oriente y como habéis querido como habéis querido recordar al conmemorar el ciento treinta aniversario de la carta encíclica Rerum Novarum.
Al impartir de corazón la bendición apostólica a todos los que han participado en esta celebración y a los que la seguirán a través de los medios de comunicación, os pido que recéis por mí.
Roma, San Juan de Letrán, 27 de junio de 2021